Por Alberto Benegas Lynch (h)
La sociedad abierta se basa en relaciones contractuales, a su vez sustentadas en la propiedad privada al efecto de entregar y recibir lo pactado.
En este contexto, estamos realizando contratos cotidianamente. Desde que nos levantamos a la mañana está presente el vínculo contractual: lavarse los dientes, tomar el desayuno, la lectura del diario, llevar los hijos al colegio, el transporte, el trabajo, implican contratos de compra-venta, de educación, locación de servicios, laboral, mandatos, depósitos, mutuos, gestión, fianza, donación etc.
A su vez, ese haz de contratos se traduce en precios que son fruto de la interrelación de estructuras valorativas que si son bloqueadas por los aparatos estatales, la evaluación de proyectos y la contabilidad quedan falseadas y, por ende, en la medida del intervencionismo, se retacea información para asignar recursos con lo que se consume capital que consecuentemente disminuyen salarios e ingresos en términos reales.
En el extremo, si se eliminara la propiedad y por tanto los precios, es decir, si se sustituyera la sociedad contractual por la hegemónica, desaparecen los puntos de referencia con lo que todo se desarticula. Entre otras cosas, como he ilustrado antes, no se sabría si conviene construir carreteras con oro o con asfalto (y no hay razón técnica que pueda alegarse con independencia de los precios: como se ha dicho, se puede fabricar agua sintética pero es muy cara). Además de razones humanitarias, la ausencia de precios de mercado explica la caída del Muro de la Vergüenza en Berlín y las angustias y problemas sociales superlativos en los países que adoptan sistemas intervencionistas.
Respecto al contrato de casamiento, desde el punto de vista liberal resulta un despropósito que los gobiernos casen y descasen, el tema debería dejarse a criterio de las partes que establezcan todos los tipos, formas y arreglos de convenios que estimen pertinentes, siempre y cuando no lesionen derechos de terceros.
Sin embargo, desde la perspectiva católica esta relación contractual constituye un sacramento y alude al matrimonio (etimológicamente de mater, de parir) que establece el vínculo conyugal indisoluble entre hombre y mujer con la idea de fortalecer la institución de la familia como centro de la trasmisión de valores.
Ahora el Papa Francisco ha reiterado que, entre otras causales, cuando hay inmadurez de los contrayentes puede anularse el matrimonio y sugiere que se aceleren los trámites para el logro que aquél fin del modo más expeditivo. Señalo en esta nota que si este concepto de la inmadurez por parte de mayores de edad en su sano juicio se extendiera a todos los convenios, la civilización se derrumbaría puesto que no habría contrato válido.
Debemos tener en cuenta que todos somos inmaduros puesto que la madurez completa no está al alcance de los mortales ya que todos somos limitados e imperfectos.
Es sabido que en la actualidad a través de reformas a los códigos civiles se está lesionando gravemente la propiedad y los contratos, lo cual, como queda dicho, no solo afecta la palabra empeñada, la confianza, las relaciones entre las personas y la moral sino que deteriora la economía y consecuentemente la situación social.
El autor es Doctor en Economía.