Por Álvaro Vargas Llosa
Después de sufrir los embates del Partido Republicano y de sus propios correligionarios, Hillary Clinton reafirmó esta semana, en el primer debate demócrata, su condición de favorita para la nominación de su partido. El socialista Bernie Sanders perdió la ocasión de lastimarla y los otros tres participantes -el ex gobernador Martin O´Malley y los ex senadores Jim Webb y Lincoln Chafee-, la de abandonar el anonimato de cara al gran público.
Hillary tenía dos misiones. Una, la de parar la hemorragia por su izquierda, es decir al trasvase de simpatías hacia Sanders, probablemente la logró. Esto no equivale a haber recuperado esos votos, sólo a evitar que Sanders, que está por detrás de ella todavía, la atrape. Más difícil es determinar si cumplió con la segunda misión: achicar el espacio tanto, que el Vicepresidente Joe Biden, quien está meditando si incorporarse tardíamente a la lid demócrata, se desanime.
La estrategia de Hillary, como puso en evidencia el debate, consiste en posicionarse como una progresista lo suficientemente sintonizada con el giro de su partido hacia la izquierda como para no dejar que su nominación corra peligro y, al mismo tiempo, como una mujer con experiencia y capacidad ejecutiva para funcionar con eficacia en un sistema que no permite demasiados radicalismos. Además, como asunto secundario pero no menor, necesita restituir algo de su credibilidad y solvencia ética, muy venida a menos por el escándalo de la cuenta de correo electrónico que abrió cuando fue Secretaria de Estado para manejar comunicaciones oficiales sin pasar por los conductos regulares. En esto último tuvo la invalorable ayuda de su rival, Sanders, quien rehusó hacer picadillo de la carne que uno de los periodistas le sirvió en bandeja cuando tocó el asunto, una hora después de iniciado el debate.
Lo único que puede mellar seriamente las posibilidades de Hillary es que Sanders retenga ese tercio del partido que se ha entusiasmado con él, y que Biden y ella se disputen el resto del electorado demócrata de forma pareja. Biden también es un hombre querido por el ala izquierdista del partido; de allí la necesidad de Hillary de no descuidar ese frente. ¿Por qué es esto tan importante? Por razones demográficas lo mismo que ideológicas: el partido que eligió a Bill Clinton candidato demócrata hace un cuarto de siglo es bien distinto del actual.
El Partido Demócrata es más “liberal” (lo que significa vagamente ser de izquierda en el léxico político estadounidense), más joven, más urbano, más multiétnico y tiene un porcentaje mayor de gente próspera residente en las costas. El que eligió a Bill Clinton tenía, por ejemplo, un componente sureño conservador -de allí que él obtuviera tantos votos en estados del sur- y sólo 39% de sus miembros se declaraban “muy liberales” o “algo liberales”. Hoy, el componente conservador sureño ha quedado reducido a la insignificancia y 55% se declaran muy o algo liberales.
Sanders ha logrado penetrar con fuerza entre los jóvenes y entre los demócratas de la tercera edad, dos segmentos a los que Hillary hizo toda clase de guiños en el debate del martes. No necesita ganárselos por completo, pero sí evitar que sigan engrosando las filas del movimiento de Sanders y, sobre todo, que Biden encuentre votantes deseosos de una alternativa a Sanders que no sea ella.
La consecuencia más importante que puede tener este debate es que desanime a Biden. Sería una mala noticia para el Presidente Barack Obama, cuya relación con el “establishment” clintoniano ha sido siempre tensa y que peferiría, si tiene que ver a Hillary Clinton ganar, verla también sufrir.