Por Álvaro Vargas Llosa
Es posible que nunca antes en la historia de América Latina unos comicios legislativos hayan tenido más trascendencia que los que se celebrarán -la palabra suena a humor negro- en Venezuela dentro de una semana. Una forma de tratar de entender por qué son tan importantes es elegir ciertas señas distintivas del proceso que desembocará en las elecciones del 6 de diciembre. Ofrezco las siguientes:
¿Qué está en juego?
Una nota periodística puramente informativa y aséptica podría empezar así: “Casi 19 millones de venezolanos están convocados a las urnas el domingo 6 de diciembre para elegir a los 167 diputados de la Asamblea Nacional para el período 2016-2021…”.
Pero lo que está en juego no es una legislatura normal en un país normal y en circunstancias normales. Lo que está en juego es nada menos que la posibilidad de encontrar una salida pacífica e institucional -un comienzo de salida, más bien- a la tragedia política, moral y económica que vive Venezuela. O de que se cierren del todo las vías institucionales de escape y la disyuntiva venezolana sea: o la consolidación del poder por parte de la dictadura tras perpetrar un masivo fraude electoral, o una sublevación popular contra el fraude con respaldo de ciertos mandos medios de las Fuerzas Armadas que logre apartar del poder a Nicolás Maduro y negocie una transición con los otros jerarcas. Cualquiera de los dos escenarios es de imprevisible pronóstico y potencialmente muy sangriento.
La violencia
La violencia es desde hace mucho tiempo el problema número uno de Venezuela. Este país ocupa el segundo lugar en el ranking de homicidios del mundo. A diferencia de otros países donde la delincuencia común y el crimen organizado son la única fuente de violencia, en Venezuela hay un tercer factor, tan o más determinante que los otros: la política. La violencia política es parte del paisaje natural de las cosas, pero aparece con especial notoriedad en los momentos de mayor tensión para el gobierno. Lo hizo, por ejemplo, cuando en los primeros meses de 2014, los “colectivos” chavistas acribillaron a decenas de manifestantes, sobre todo estudiantes, que se habían lanzado a las calles a exigir el retorno de la democracia.
Era inevitable que los grupos chavistas “motorizados” y otros que utilizan vehículos o simplemente deambulan por las calles en busca de blancos a los que apuntar sus armas tuvieran una presencia contundente en esta campaña electoral. Un gran número de actos de agresión contra opositores se han dado en las últimas semanas; sólo en los últimos 14 días se han producido ataques directos contra al menos nueve candidatos. El peor de todos, por supuesto, fue el asesinato, durante un mitin en Altogracia de Orituco, en el centro del país, de un joven dirigente local de Acción Democrática, Luis Manuel Díaz, que hacía campaña por la oposición.
No está claro si los chavistas que le dispararon desde un automóvil sólo querían matarlo a él o también a Lilian Tintori, la esposa de Leopoldo López, el ya icónico preso político venezolano, que estaba participando en el acto (y que había sufrido un percance en la avioneta en la que se había trasladado al lugar). Ella está convencida de que querían eliminarla.
Las irregularidades
Instituciones serias y organismos que si de algo no pueden ser acusados es de tener simpatía por la oposición venezolana han denunciado un cúmulo tan abrumador de irregularidades, que en cierta forma puede decirse que el fraude ya ha ocurrido.
Empecemos por lo obvio: los presos políticos. Desde Leopoldo López, Antonio Ledezma y Daniel Ceballos hasta las decenas de opositores anónimos para el gran público y la opinión internacional, la lista de personas encarceladas por el régimen chavista que no han cometido delito alguno es abultada. A ella se suma otra lista significativa de “inhabilitados”, en la que están nada menos que María Corina Machado y Pablo Pérez, y que integran muchos dirigentes más que aspiraban a un escaño parlamentario.
Además de los presos e inhabilitados, hay que tener en cuenta el gasto incontinente de dinero por parte del gobierno, la utilización de las cadenas televisivas y radiales, la ausencia de medios audiovisuales que den cabida a la oposición, la intimidación contra los votantes y el diseño de las circunscripciones electorales a medida del chavismo. Esto último ha sido organizado por el Consejo Nacional Electoral -en el que hay cuatro chavistas que suman mayoría- de tal modo que, para poder hacerse con el control de la Asamblea Nacional, la oposición tendría que ganar con más de 60% de los votos y superar un sinfín de vallas.
Recordemos que en las últimas elecciones legislativas la oposición derrotó al gobierno en el voto popular pero el chavismo organizó las cosas para que esta victoria no se pudiese traducir en una mayoría parlamentaria.
¿Quién tiene más votos?
La ventaja que le lleva la oposición al oficialismo es apabullante. Todos los sondeos y mediciones coinciden, para no hablar del nerviosismo que el propio Nicolás Maduro exhibe en estos días. Ha llegado a decir que, si pierde, no permitirá que gobierne la oposición y que él seguirá liderando la revolución con el pueblo y el Ejército.
La última encuesta, realizada por Alfredo Keller, quien tiene credibilidad, indica que un 59% votará por la oposición, 25% por el chavismo y 11% por “independientes” (hay un 6% de indecisos). Sin embargo, en el ambiente polarizado de las elecciones venezolanas es muy probable que tanto los indecisos como los independientes se inclinen por una de las dos opciones más fuertes. Si la repartición de esos votos se da de un modo semejante al de los votos restantes, la oposición obtendrá más de 70% de los sufragios válidos. Si los independientes mantienen su voto, en sufragios válidos la oposición obtendría de todas formas más de 62%.
En cualquiera de los escenarios, pues, los demócratas derrotarán al oficialismo y serán mayoría. Ello, claro, en el supuesto de que el cómputo final refleje el voto real y no una manipulación grosera del gobierno.
Otro dato interesante que da una idea de cómo se han ido moviendo las lealtades políticas e incluso ideológicas tiene que ver con las adhesiones a categorías genéricas como “chavismo” y “oposición”, al margen de este proceso electoral propiamente hablando. Los ciudadanos que se describen a sí mismos como partidarios de la oposición prácticamente doblan a quienes se califican a sí mismos de chavistas. El chavismo ha quedado reducido a una cuarta parte de la ciudadanía. No es una cifra desdeñable, por cierto, pero es notoriamente inferior ya no sólo a la de los opositores, sino también a la de los “independientes”.
Para un régimen que aspira a la perpetuidad, tener a tres cuartas partes del país en contra implica muchos desafíos, empezando por el mantenimiento de la cohesión interna. No es lo mismo asegurar la lealtad de los estamentos político y militar de un régimen autoritario cuando se tiene a tres cuartas partes del país en contra que cuando se tiene la seguridad de que la oposición es una ínfima minoría.
El Narcoestado
Venezuela es, según todas las agencias antinarcóticos del hemisferio, la vía por la cual la droga transita desde Colombia hacia el norte. Ya hay funcionarios y soldados detenidos en el extranjero que atestiguan la implicación del régimen en el tráfico de drogas; la fiscalía neoyorquina, así como la de Miami, probablemente se encargarán de ampliar en las próximas semanas el radio de los imputados. La pregunta es: ¿Supone esta complicidad y el conocimiento amplio que se tiene de ella en la comunidad internacional una buena o una mala noticia para quienes aspiran a acelerar el retorno de la democracia?
La respuesta no es tan obvia como parece. En principio todo esto debilita al gobierno y pone una fuerte presión sobre aquellos sectores no implicados que querrán evitar seguir asociados a algo que dejó de ser un proyecto ideológico o político hace mucho rato. Sin embargo, la complicidad mafiosa es un arma muy poderosa. Cuando la complicidad está, como es el caso de Venezuela, muy extendida, la tendencia a hacer causa común para salvar el pellejo es mayor. Los líderes del chavismo saben, como lo sabía Manuel Antonio Noriega en Panamá, que dejar el poder es ir a la cárcel o jugarse la vida. Estarán dispuestos a hacer un uso de la violencia mayor del que podría darse en un régimen tan deteriorado a estas alturas.
El síndrome del cuarto mundo
Una cosa es hablar de un encogimiento del PBI de 10% y de una inflación de precios del 200% (por más que oficialmente sea menos de la mitad) y otra muy distinta es padecer las miserias cotidianas que humillan a los venezolanos en todos los aspectos de su vida. No hay un producto -la harina de maíz, los lácteos, la carne, las medicinas, el azúcar, el arroz, el jabón, el papel higiénico- que no escasee. La desesperación ha llegado a tal punto, que casi 70% de los venezolanos piden ya abiertamente en las encuestas que Maduro abandone el poder.
Quizá la consecuencia más inesperada para el gobierno del deterioro económico es la conversión al liberalismo económico que se está produciendo en la población. El 75% opina que el libre mercado es una mejor garantía que el Estado de que aumente la producción y se acabe la escasez. Más de 72% sostiene que el mercado es la mejor forma de resolver la pobreza. Esto significa que tanto los opositores como los independientes tienen hoy una afinidad ideológica -seguramente formulada en términos bastante menos ideológicos que prácticos- que los coloca en las antípodas del socialismo del siglo XXI. Para un futuro gobierno democrático, este es un dato de gran significación.
La comunidad internacional
Salvo Unasur, que ha enviado “acompañantes” a Venezuela a secundar el previsible fraude, los organismos hemisféricos y diversas instancias del otro hemisferio han despertado a la realidad. Que Luis Almagro, el secretario general de la OEA, haya enviado una carta tan contundente como la que dirigió el 10 de noviembre pasado a la militante chavista que preside el Consejo Nacional Electoral por no haber permitido observadores internacionales dice mucho sobre la modificación de las percepciones. Ni qué decir del hecho de que la Corte Suprema de Chile, en un acto de jurisdicción universal, haya ordenado al gobierno chileno ocuparse del caso de Leopoldo López. O del anuncio del Presidente electo de Argentina, Mauricio Macri, de que invocará la cláusula democrática del Mercosur para pedir la suspensión de ese país.
Maduro enfrenta un escenario bien distinto al de hace unos años, cuando, en una elección altísimamente sospechosa de fraude, se proclamó vencedor de los comicios presidenciales. Hoy, el precio que puede acabar pagando en la comunidad internacional es muy grande, como lo son las potenciales ramificaciones internas de ello.