Por Alberto Benegas Lynch (h)
Mucho se ha escrito sobre lo que ha dado en denominarse “populismo”, algunos trabajos de fondo y otros de difusión (como la tan eficaz Gloria Álvarez) pero en todos los casos parecería que se prefiere eludir el término “socialismo”, en ciertas situaciones porque sus autores provienen de esa tradición de pensamiento y en otras por simple moda o conveniencia dialéctica.
Lo cierto es que en mayor o menor medida, la definición medular la ofreció Marx (no Groucho del cual no pocos parecen derivar sus elucubraciones, sino Karl): la abolición de la propiedad privada tal como reza el Manifiesto comunista en su eje central. También puede adherirse a la conjetura de la honestidad intelectual de Marx puesto que su tesis de la plusvalía y la consiguiente explotación no la reivindicó una vez aparecida la revolucionaria teoría subjetiva del valor expuesta por Carl Menger en 1870 que echó por tierra con la teoría del valor-trabajo marxista. Por ello es que después de publicado el primer tomo de El capital en 1867 no publicó más sobre el tema, a pesar de que tenía redactados los otros dos tomos de esa obra tal como nos informa Engels en la introducción al segundo tomo veinte años después de la muerte de Marx y treinta después de la aparición del primer tomo. Contaba con apenas 49 años de edad cuando publicó el primer tomo y siendo un escritor muy prolífico se abstuvo de publicar sobre el tema central de su tesis de la explotación y solo publicó dos trabajos adicionales en otro contexto: sobre el programa Gotha y el folleto sobre la comuna de Paris.
En realidad lo que terminó de demoler la tesis marxista -y en general las estatistas- fue la contribución de Ludwig von Mises en 1920 sobre la imposibilidad de cálculo económico, evaluación de proyectos y contabilidad en ausencia de propiedad privada y, por ende, de precios. En otros términos, en esta línea argumental, no hay tal cosa como “economía socialista” ya que, por ejemplo, no se sabe si conviene construir los caminos con oro o con asfalto si no hay precios de mercado.
De todos modos, como dice el ex marxista Bernard-Henri Lévy en su Barbarism with Human Face “Aplíquese marxismo en cualquier país que se quiera y siempre se encontrará un Gulag al final”. Este es el sentido por el que Stephane Courtois et al escriben en El libro negro del comunismo que ese sistema asesinó a más de cien millones de personas hasta el momento. Y no es cuestión de buenas intenciones puesto que éstas son irrelevantes, lo importante son los resultados: por más que se adopte un “socialismo moderado” siempre se trata de atropellar derechos y estrangular libertades. Incluso en la isla-cárcel cubana el tilingaje se refiere a la “educación” sin percibir la diferencia con el adoctrinamiento y el lavado de cerebro, a la par de la llamada “salud pública” que, como bien explica la neurocirujana cubana Hilda Molina, consiste en pocilgas inauditas e inhumnas con una vidriera para ciertos enfermos VIP que hacen propaganda al sistema.
El problema básico de todo estatismo radica en los energúmenos de diverso color político que pretenden dirigir vidas y haciendas ajenas concentrando ignorancia, en lugar de comprender que el conocimiento está fraccionado y disperso entre millones de personas y que su coordinación es ajena a los caprichos de los engendros de la planificación de las pertenencias de otros. Los estatistas de toda laya no se percatan del nexo causal entre las tasas de capitalización y los ingresos y salarios en términos reales que no son un asunto voluntarista sino de marcos institucionales que garantizan la libertad de cada cual (esto explica, por ejemplo, la diferencia en el nivel de vida entre Uganda y Canadá).
Uno de los libros que más ha calado hondo a favor del populismo es el de Ernesto Laclau titulado La razón populista (sobre el cual escribí en abril del año pasado en mi columna en “Infobae” junto con un comentario sobre otra de sus obras: Nuevos resultados sobre la revolución de nuestro tiempo). Pero ahora aparece no un simple review crítico sobre el primero de los libros mencionados de Laclau, sino un ensayo formidable por la calidad de su contenido por cierto exhaustivo y por la destreza en el manejo de la pluma. Se trata del anti-Laclau por excelencia (y anti-Chantal Mouffe, su mujer) titulado Crítica de la razón populista cuyo autor es Miguel Wiñazki.
El libro de marras muestra la máscara del populismo “para encubrir el traspaso del dinero grande” hacia los que se encumbran en el poder político y se presentan siempre como parte de un “melodrama” en medio de batallas y “victorias celestiales”. Explica Wiñazki que “La razón populista es la cosmovisión filosófica que concibe dos entidades sociopolíticas irreductiblemente antagónicas. El pueblo y al antipueblo. El populismo propone una batalla cultural para promover e instituir la hegemonía del pueblo sobre el antipueblo”.
Por nuestra parte, traemos a colación el hecho de que esta es la receta fundamental de Antonio Gramsci en el sentido de tomar la cultura y la educación puesto que, con mucha razón, para bien o para mal, “el resto se da por añadidura”. Si no se estudian los valores y principios de una sociedad abierta (para recurrir a terminología popperiana), es imposible que tenga lugar el respeto recíproco, lo cual subrayamos es la esencia del liberalismo (no la estupidez del “neoliberalismo” ya que ningún intelectual de fuste se reconoce bajo esa etiqueta que solo ha servido para continuar con la corrupción y el ensanchamiento del Leviatán).
Miguel Wiñazki concuerda que la democracia entendida como los Giovanni Sartori de nuestra época en cuanto a que las mayorías no pueden avasallar los derechos de las minorías se ha transformado en pura cleptocracia, a saber, gobiernos de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida lo cual ejemplifica con los bufones del Orinoco, el gobernante ecuatoriano, el boliviano y los Kirchner y concluye en esta materia que “Después de décadas de populismo, lo más concreto y tangible son los pobres”. Es decir, se usa a los pobres en la articulación de discursos demagógicos pero el resultado, como señala el autor, es indefectiblemente el incremento de la pobreza en un ámbito de permanente “clientelismo social” que se sustenta en una miserable explotación de los más necesitados.
Otro punto neurálgico que subraya Wiñazki del populismo es la xenofobia nacionalista siempre haciendo uso (y abuso) de “terminología épica” (lo cual me recuerda un ensayo de mi autoría de hace años titulado “Nacionalismo: cultura de la incultura” publicado en una revista académica chilena -Estudios Públicos- y que se encuentra en Internet). También el autor que venimos comentando se detiene con fuerza argumental en los permanentes ataques a la libertad de expresión, un aspecto trascendente que nos retrotrae a lo consignado por Jefferson en cuanto a que “frente a la alternativa de no contar con gobierno y disponer de libertad de prensa, por una parte, y por otra tener gobierno sin esa libertad, prefiero decididamente lo primero”. Los populismos no resisten la crítica que es precisamente la misión del periodismo independiente (valga el pleonasmo).
Otras cuatro características que destaca este autor de la crítica populista es el estado “de beligerancia permanente”, “la oscuridad de las cuentas públicas”, “la adhesión, de rodillas a la Biblia oficialista” y la tendencia “a borronear la división de poderes”. Agregamos que aquel servilismo humillante y denigrante es a veces peor que la actitud prepotente y arrogante de los gobernantes populistas: cuando se hace un paneo televisivo y se ven los rostros de los aplaudidores oficiales da pavor y mucha vergüenza, un público integrado también por mal llamados empresarios que se amamantan del privilegio estatal y detestan la competencia y los mercados abiertos ya que el populismo “es fascismo sin geometría marcial”. Los gobiernos populistas, escribe también Wiñazki “requieren de un eco y nada más que eso”,
Hay todavía otro acierto del responsable de Crítica a la razón populista y es el desafortunado uso de la expresión “militante” (y esto va para cualquier posición política), una palabreja que proviene de la organización militar rígida y vertical, lo cual está en las antípodas de cualquier manifestación en el campo civil y que más bien se condice con “el circo público”. Nada hay más parecido a un autómata que reniega de la condición propiamente humana que un militante con las consiguientes consecuencias éticas y estéticas…es “el colapso de la razón” dice certeramente Wiñazki.
Las referencias bibliográficas que aparecen en este libro son en su mayoría sumamente jugosas. Rescato la que alude a Gustave LeBon con su notable explicación del fenómeno nocivo de las masas donde “lo que se acumula no es la sensatez sino la imbecilidad” al decir de ese pensador, a Etienne de la Boetié y su análisis de gran calado sobre las cadenas que la gente se coloca al apoyar con su obediencia borrega a gobernantes descarriados, al gran George Steiner y, claro está, al correr de la pluma, irrumpe el “ogro filantrópico” de Octavio Paz.
Wiñazki demuestra con afilada argumentación seguramente lo más dañino de los populismos en cuya prédica “Los espíritus libres son herejes” en medio de “conspiraciones permanentes” y una “pasión loca por monopolizar el uso de la palabra”.
Por último, el autor subraya que “El Papa [actual] tiene muy buenas relaciones con los regímenes populistas latinoamericanos” y destaca la influencia de sacerdotes tercermundistas no solo en la construcción de populismos sino, como es de público conocimiento, en la fabricación de movimientos violentos y lo cita a Loris Zanatta quien afirma que “los Morales, los Castro, los peronistas y los sandinistas […] Son éstas las raíces del populismo en América latina y Bergoglio siempre adhirió a ellas”. Por lo que me toca, advertí de esto, entre otros, en mi artículo en “La Nación” titulado “La malvinización del Papa Francisco” (por aquella manifestación de bipolaridad propia de muchos argentinos de euforia y depresión resumida en el período de auge en “el que no salta es un inglés”, antes del derrumbe anímico que naturalmente siguió a esa disparatada aventura militar que puso fin a un gobierno que combatió al terrorismo con procedimientos repulsivos y absolutamente inaceptables).
Como en todo trabajo hay facetas que no compartimos (en este caso colaterales); incluso en los escritos de uno mismo revisados luego de un tiempo comprobamos que podíamos haber mejorado la marca, puesto que como ha apuntado Borges -citando a Alfonso Reyes- dado que no hay texto perfecto “si no publicamos, nos pasamos la vida corrigiendo borradores”. Pero para mi nota periodística semanal basta con lo dicho.