Por Álvaro Vargas Llosa
La duda no era si la oposición contaba con respaldo popular suficiente para obtener la mayoría calificada en la Asamblea Nacional venezolana. Todos los indicios apuntaban en esa dirección. Desde hace mucho tiempo que la población mudó sus afectos hacia los demócratas, como lo atestiguan sucesivos hechos políticos y episodios electorales, y como lo dicta el sentido común: ¿Qué pueblo que haya padecido tantas miserias bajo un gobierno autoritario no ha acabado aborreciéndolo? ¿Por qué habrían los venezolanos de ser distintos en sus sentimientos políticos frente al hundimiento en la miseria y la violencia a otros pueblos que, una vez que pudieron expresarse sin trampas, optaron por repudiar a los responsables?
No, la duda -el pánico- era otra: que una vez más fuese imposible traducir el voto popular en cifras oficiales y hacer que las instituciones, en este caso la Asamblea Nacional, reflejasen la composición de fuerzas real. El temor no era gratuito: está muy fresco en el recuerdo el absurdo de que en 2010, en estas mismas elecciones, la oposición obtuviese 51% de los votos, pero sólo 67 diputados (luego reducidos a 65), mientras que el gobierno se adjudicó 101. O la infausta noche, en 2013, en que Henrique Capriles ganó unos comicios presidenciales que Nicolás Maduro acabó robándose. O la jornada de 2007 cuando el pueblo venezolano rechazó en un referéndum la propuesta de cambios constitucionales con la que Hugo Chávez quería dar un salto hacia la cubanización plena, y que no sirvió para casi nada porque el caudillo acabó infligiendo a su país esos mismos cambios por otra vía.
Pero algo importante ocurrió esta vez, un punto de inflexión en el chavismo, que ha dado a la Mesa de la Unidad Democrática los aplastantes dos tercios de la Asamblea. No tiene otro nombre que la fractura del régimen, el mismo factor que en buena parte de los países de Europa Central y oriental permitió hace un cuarto de siglo la transición hacia la democracia liberal.
La fractura no fue la división entre los máximos jerarcas políticos, ni supuso el surgimiento de una explícita corriente de cambio al interior del chavismo. Lo que sucedió aun no está del todo claro porque los detalles que se publican por aquí o por allá, o que circulan como la pólvora en el runrún popular, o que relatan los opositores a quien quiera escucharlos, no permiten todavía hacerse una idea cabal de lo sucedido. Pero algunas cosas están fuera de duda: que un sector del Ejército mantuvo suficiente independencia frente a Maduro y el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, como para crear al interior del chavismo un espacio que podríamos llamar de “respeto” hacia las consecuencias de un fraude electoral o de un rechazo oficial a los resultados reales. También está fuera de duda que sectores civiles, como el Consejo Nacional Electoral, que están al servicio del chavismo en el aparato del Estado se sintieron lo bastante desprotegidos como para recular en sus pretensiones de manipular el escrutinio o el anuncio de los resultados. Además, hay abundancia de indicios que apuntan a que sectores militares del régimen hicieron saber a gobiernos extranjeros de forma privada que no permitirían que se birlara a la oposición la victoria.
No sabemos todavía lo profunda que es la grieta que se ha abierto pero es evidente que el deterioro espeluznante de la situación interna, el repudio de la comunidad democrática y las investigaciones de la fiscalía estadounidense sobre la relación del chavismo con el narcotráfico han acabado por activar en sectores militares y civiles el instinto de supervivencia. O mejor dicho: de cambiar la orientación de ese instinto de supervivencia, pues siempre estuvo allí, sólo que hasta hace poco lo que aconsejaba era mantenerse firmes en la lealtad al chavismo porque allí era donde uno se podía proteger mejor.
La reacción de Nicolás Maduro contra los resultados es la de un hombre con miedo: ha advertido por fin la magnitud de su fragilidad y es consciente de que se ha partido el régimen. Su advertencia de que “a cada medida que tome la Asamblea le tendremos una reacción constitucional, revolucionaria, y sobre todo socialista”, y de que vetará una ley de aministía para liberar a los presos políticos, así como su frenética actividad promulgando la estabilidad laboral de empleados chavistas por varios años o entregando un museo militar a la fundación privada de una hija de Hugo Chávez, son síntomas de un hombre estrangulado por la inseguridad. Lo es también el anuncio de Diosdado Cabello de que la Asamblea saliente designará a los magistrados que ocuparán los cargos vacantes en el Tribunal Supremo de Justicia.
En realidad, esta inseguridad ya se podía notar en los discursos tremebundos días antes de las elecciones. La promesa de Maduro de que no entregaría la revolución y de que combatiría con el pueblo y los militares si perdía los comicios no era un acto de ansiedad muy distinto a la determinación expresada al conocer su estrepitosa derrota de que no permitirá un referéndum revocatorio (una de las prerrogativas de la mayoría cualificada en la Asamblea Nacional es la convocatoria de esa consulta).
La grieta que se ha abierto en el gobierno es el espejo al revés de la unidad de la oposición, factor clave en la victoria del 6 de diciembre. Una unidad que ha enfrentado pruebas difíciles y las volverá a enfrentar: en muchas ocasiones ha sufrido tentaciones disgregadoras. Fue en su momento muy clara la diferencia de opiniones entre quienes -como Leopodo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma- lanzaron la iniciativa “La Salida” para emplear las técnicas de la Resistencia civil contra la dictadura y la postura de quienes, como Henrique Capriles, preferían evitar esa confrontación y aceptar un calendario político mucho más lento y resignado.
Pero la unidad sobrevivió a todo. Esa unidad empezó a forjarse en 2008, cuando nació la MUD luego de varios años de reveses políticos y electorales traumáticos (el fracaso de la intentona golpista de 2002, el fiasco de la huelga petrolera de 2002/3 y la victoria de Hugo Chávez en las presidenciales de 2006 fueron los más saltantes pero no los únicos). En 2007, sin embargo, la victoria opositora en el referéndum con el que Chávez pretendía acelerar el tránsito al socialismo tuvo un efecto psicológico en la oposición. Revivió el optimismo al comprobarse que había una cierta conexión con el pueblo que parecía haber estado ausente en años anteriores; con él, surgió también un nuevo realismo político. Fue uno de los dos momentos clave, para mí, en la historia de la oposición venezolana (el otro sería, por supuesto, el apresamiento de Leopoldo López). Porque aquel momento vio nacer la madurez de una oposición que hasta entonces había exhibido tanto infantilismo como idealismo. El nacimiento de la MUD fue una mala noticia que el gobierno no supo entender.
La unidad permitió que -en un sistema muy autoritario donde no había elecciones dignas de ser llamadas limpias- la oposición fuera ganando espacios de poder. Primero lo hizo en ciertos municipios y regiones, y luego, en 2010, en la Asamblea Nacional, donde, a pesar de que no le permitieron ser mayoría aunque habían triunfado en porcentaje de votos, su presencia alcanzó notoriedad internacional. Que varios opositores -especialmente recordados son los casos de Julio Norges y María Corina Machado- sufrieran palizas a manos de matones disfrazados de parlamentarios por órdenes de Cabello, indica hasta qué punto la mayoría de 101 diputados temía a los 60 y pico adversarios. La expulsión de dos diputados -la propia María Corina Machado fue una de las dos- confirmó el salto cualitativo que había dado la MUD y el desconcierto que cundía en el oficialismo.
El fraude contra Capriles en una Venezuela sin Chávez y con un Maduro al que el fallecido comandante había nombrado a dedo en coordinación con Cuba acabó de convencer a un sector de la oposición de que era la hora de Resistencia civil pacífica. La movilización conocida como “La Salida” que llevó a la cárcel a más de tres mil manifestantes (de los cuales quedaron unos 80 presos políticos permanentes) y a la que el gobierno respondió matando a más de 40 estudiantes supuso el desafío mayor a la unidad de la MUD. A la distancia, no hay duda: fue la estrategia correcta. El encumbramiento moral y político de ciertas figuras opositoras, la campaña internacional de un grupo de mujeres admirables como Lilian Tintori y Mitzy Capriles, el despertar de la comunidad de países democráticos ante lo que sucedía en Venezuela y la tensión a la que fue sometido el chavismo internamente crearon las condiciones para la fractura interna que el 6 de diciembre produjo la hazaña opositora. Sin la huelga de hambre de los presos políticos para obligar a Maduro a convocar los comicios legislativos que pretendía postergar, ni siquiera habría habido elecciones el domingo pasado.
Me apresuro a decir que el contexto -el desplome económico y la creciente desintegración de tejido social- fue el propicio para que todo lo anterior surtiera un efecto relativamente veloz. Sin él, es muy probable que no hubiese habido 6 de diciembre.
¿Qué pasará ahora? Dependerá de la inteligencia con que actúe la oposición para hacer valer su mayoría llevando a Venezuela hacia la democracia plena sin exhibir un revanchismo o precipitación que provoquen que el chavismo, en sus instancias militares y civiles, se reagrupe y restaure la dictadura. La misión opositora es extraordinariamente delicada: que la Asamblea tenga poder real. El chavismo puro y duro hará lo indecible para impedirlo. La oposición deberá actuar con un sentido histórico del momento tan agudo como el que tuvieron un Rey Juan Carlos y un Adolfo Suárez en la España de la muerte de Franco o una Concertación Democrática en el Chile del Pinochet post referéndum. En el primer caso se trató de figuras del régimen que emprendieron la tarea de desmontarlo; en el segundo, de adversarios del régimen que midieron con cuidado hasta dónde debían estirar la liga sin que se rompiera. Ambas cualidades son hoy indispensables en la MUD, por paradójico que parezca al ser ellos adversarios (es decir el equivalente a la Concertación chilena de entonces) y no piezas institucionales del sistema (como lo era Suárez en España). Pero resulta que la extraña realidad que se ha producido en Venezuela coloca hoy a la MUD en un doble rol: el de ser parte de la institucionalidad (en este caso el poder total en la Asamblea) que debe dar paso a la democracia plena y el de ser parte de la oposición que todavía no puede garantizar al país que sus decisiones sean acatadas del todo porque el régimen no ha acabado de irse.
Maduro está débil, el sistema fracturado, la comunidad internacional está ansiosa por un cambio definitivo y la oposición tiene un respaldo popular masivo. Todo parece estar en su lugar para que la América Latina democrática recupere a la patria de Bolívar y de Rómulo Betancourt que se le escapó por 17 años. Pero la transición es una casa maldita que necesita una conjura.