Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El teatro es, como los toros, un arte extremista, en el que una obra es muy buena o muy mala, pero no hay nada intermedio. Madrid, por apenas cuatro días, ha tenido la oportunidad de ver un montaje fuera de lo común, concebido por un director genial, el irlandés/inglés Declan Donnellan, de una tragicomedia de Shakespeare: Cuento de invierno.
Hace buen tiempo que no veía un espectáculo que me tuviera poco menos que en estado de trance a lo largo de las casi tres horas que dura. Ni siquiera otro montaje del mismo director, Medida por medida, de Shakespeare, que era también notable y que interpretaba una compañía de actores rusos, me dio esa sensación de belleza y originalidad, de destreza y perfección absoluta que, estoy seguro, todos los que asistieron a esta representación en el teatro María Guerrero nunca olvidarán. (Diré, de paso, la alegría que me dio comprobar, la noche en que yo asistí, el gran número de jóvenes y adolescentes que llenaban los palcos, galerías y la platea).
Pese a que Donnellan se toma muchas libertades con el texto original, apuesto lo que sea que si el gran Bardo inglés hubiera visto lo que hacía el irlandés/inglés con su Cuento de invierno se hubiera sentido tan feliz como nosotros, los espectadores. Porque la recreación de esta obra que ha ideado Donnellan no hace más que revelar las potencialidades ocultas en sus versos y en su melodramática historia, lo que hay en ella de universal y de actual. Nada más verla, reconstruida en un escenario por la sabiduría del teatrista, corrí a leerla de nuevo y fue toda una revelación advertir que, en efecto, con su fantasía desmelenada y sus delirantes coincidencias y retruécanos, con sus personajes estrafalarios y hasta su geografía fantástica (en la que Bohemia tiene un puerto marino), el Cuento de invierno es ni más ni menos que un testimonio sobre nuestro tiempo, nuestros conflictos, una obra que delata la absurdidad y las bellaquerías en que se mueve nuestra vida política, los trastornos sociales que provocan las injusticias cometidas por un poderoso más o menos imbécil, y, pese a todo ello, lo hermosa que puede ser la vida por momentos, para todos, los ricos y los pobres, las víctimas y los victimarios, cuando se ama, se danza, se canta, y un grupo de amigos y parejas jóvenes se reúnen para, por unas horas, en la embriaguez y el goce de la fiesta, huir de la rutina, las servidumbres y miserias cotidianas.
Todos los actores son tan buenos, cumplen tan rigurosamente su función específica, encarnan con tanta eficacia a sus personajes, que parece injusto tener que destacar la formidable interpretación de Guy Hughes como el paranoico Leontes, rey de Sicilia, sobre el que reposa buena parte de la obra. Lo hace magníficamente, con una versatilidad que le permite pasar de lo cómico a lo trágico, de lo sentimental a lo épico, con la misma desenvoltura con que llora, gime, se desmelena o carcajea. Parece mentira que un actor pueda metamorfosearse de tal manera y tantas veces en el curso de la obra. Los celos exacerbados de este demente, el rey Leontes, ponen en movimiento una historia que, arrancando de la candente tierra siciliana, recorrerá media Europa, provocando desgarramientos y catástrofes múltiples y mostrando una variopinta humanidad de pastores, pícaros, domésticos, nobles, señores, cómicos y troveros ambulantes, muchos de ellos con nombres y reminiscencias de mitos griegos. El embrujo es tal que, en un momento dado, nos da la impresión de ver al mundo entero al alcance de nuestros ojos, un pequeño universo en que, como en El Aleph de Borges, toda la humanidad viviente se pone a nuestro alcance.
Y los mismos elogios podrían hacerse de la iluminación, de la música, del vestuario. Unos cuantos cubos de madera le sirven a Nick Ormerod, el escenógrafo, para armar y desarmar unos escenarios que, pese a toda la sencillez de su estructura, nos hacen recorrer suntuosos palacios, páramos, campiñas donde pastorean los rebaños, aldeas campesinas, fiestas comunales.
Este año se celebran los 500 años de las muertes de Shakespeare y de Cervantes. Ojalá el autor del Quijote, el libro emblemático de nuestra cultura y nuestra lengua, ese hombre sencillo, bueno y trágico al que sus contemporáneos ignoraron o maltrataron, recibiera un homenaje semejante al que ha rendido Declan Donnellan al autor de Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta y tantas otras obras maestras. Porque un montaje como el que ha llevado a cabo con Cuento de invierno nos muestra, de una manera vívida e inmediata, apelando directamente a nuestra sensibilidad y fantasía, la increíble riqueza y variedad de la imaginación con que aquel oscuro comediante (del que no sabemos casi nada, fuera de que escribió un sinnúmero de obras maestras absolutas, y se retiró de los escenarios y la literatura cuando ganó bastante dinero como para vivir como un burgués y rentista) creó un mundo tan rico y diverso como aquel en que vivimos, sólo que siempre bello, pese a la violencia que lo recorre y las tragedias que padece, siempre bellísimo, gracias a la música y la magia de las palabras que lo constituyen, esa taumaturgia que troca la tristeza en alegría, el odio en goce, la brutalidad y lo terrible en generosidad y grandeza. Todo está en Shakespeare, su época y la nuestra, lo que hay en ellas de idéntico y de diferente, la grandeza de la literatura y los milagros que el arte realiza en la vida de las gentes, así como la manera en que la vida de los humanos destila al mismo tiempo felicidad y desgracia, dolor y alegría, pasión, traición, heroísmo y vileza. Toda la inconmensurable riqueza del mundo fantaseado por Shakespeare sale a la luz de manera cegadora y espléndida en este Cuento de invierno concebido por Declan Donnellan.
Una última apostilla. Esta obra, representada por la compañía Cheek by Jowl, que dirige Donnellan, ha contado con la colaboración de varios teatros europeos, de Francia, Italia, Luxemburgo y España, y se ha presentado en Madrid, en lengua inglesa, con una traducción en español para quienes no podían seguir el texto en su lengua original. Y esto no ha sido un obstáculo para que el público gozara fascinado de lo que ocurría en el escenario y premiara a los actores con una impresionante ovación. ¿Qué se puede concluir de todo ello? Que lo que se creyó siempre un impedimento mayor para que las compañías de teatro se movieran por el ancho mundo —los diferentes idiomas— ya no lo es, no sólo porque la vida moderna ha convertido en una exigencia inevitable el aprender idiomas sino, sobre todo, porque hay hoy día una tecnología que permite que los espectáculos puedan ser seguidos en traducción casi tan perfectamente como en su lengua original. Ojalá los ejemplos de Declan Donnellan y su compañía Cheek by Jowl sean seguidos por muchos otros y (lo que, ay, no será fácil) de la misma calidad.
Ojalá Cervantes recibiera un homenaje semejante al que ha rendido Donnellan al autor de 'Hamlet'
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