Por Mary Anastasia O'Grady
Los partidarios de Donald Trump creen que es un candidato innovador cuyas ideas nunca han sido implementadas. Se decepcionarían al saber que el manual político de Trump es sacado directamente de la América Latina del siglo XX. Si llega a ser presidente, Estados Unidos será probablemente tan exitoso como lo fue la región bajo este tipo de liderazgo.
América Latina aprendió a las malas durante los últimos 100 años que el capital va, y se queda, donde hay un estado de derecho que lo trata bien. Es la razón por la que EE.UU. se ha desarrollado y la mayoría del resto de América se ha quedado rezagada.
Trump cree que el estado de derecho es para los débiles. Sus simpatizantes lo adoran porque promete superar la inercia institucional y simplemente decretar lo que le venga en gana, como un caudillo. Esto no va a terminar bien.
De ser elegido, Trump heredará un país en el que el estado de derecho ya se encuentra bajo asedio por parte del presidente Barack Obama. Con mucha palabrería y gobernando por decreto cuando el Congreso —la rama constitucionalmente equivalente del gobierno— no accede a sus peticiones, Obama es un clásico demagogo latinoamericano.
Los conservadores de EE.UU. detestan la renuencia del actual mandatario a reconocer las tradiciones pluralistas de la república y las limitaciones sobre el poder ejecutivo. Sin embargo, hubo una época en la que una oposición leal consideraba este abuso de poder como una anomalía, una interrupción temporal en lo que normalmente es un país con una institucionalidad robusta.
Ahora, el Partido Republicano alberga otra facción y está pidiendo su propia “mano dura”. Lejos de restaurar el respeto por la Constitución, Trump promete ser más Obama que Obama. A sus seguidores les parece bien. Es su turno. Lo que quiere decir que nos estamos convirtiendo en Bananalandia.
El eje de la campaña de Trump es su compromiso de violar la ley de implementación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés), que fue aprobado por la Cámara de Representantes y el Senado y promulgado por Bill Clinton en diciembre de 1993. Trump dice que impondrá aranceles de 35% sobre los autos y las autopartes provenientes de plantas de México como una forma de atraer empleos manufactureros a EE.UU.
Para destruir el Nafta de manera legal, un presidente Trump tendría que convencer al Congreso de derogar la ley que lo implementó. Eso sería una enorme tarea, dado que la economía norteamericana está altamente integrada luego de dos décadas y miles de millones de dólares de inversión que interconectan a las tres economías. Cientos de miles de empleos dependen ahora de los flujos continentales de comercio.
Trump no puede pensar que el Congreso hará explotar la economía estadounidense para perjudicar a México. Así que está fanfarroneando para ser electo o planea eludir la legislación estadounidense emitiendo un decreto unilateral imponiendo los aranceles.
Los defensores de Trump respaldan esta promesa de un uso inconstitucional del poder ejecutivo porque buscan erradicar el “establishment”. Pero este es un juego peligroso.
A menudo, es fácil encontrar una excusa, una indignación moral, para permitir los actos inconstitucionales de un hombre fuerte. Venezuela, que hasta que Hugo Chávez llegó al poder en 1999 era una las democracias más longevas de América Latina, es un ejemplo. En 1998 los precios del petróleo estaban en un nivel bajo, la economía iba a la deriva, la corrupción era rampante y Chávez, que no pertenecía a la clase política tradicional, prometió derrumbarlo todo. Cumplió. Una vez que la ley fue destruida, no hubo forma de controlarlo.
Medio siglo antes, otro populista autoritario, Juan Domingo Perón, recogió las banderas del italiano Benito Mussolini y se convirtió en defensor de los “descamisados” argentinos. Perón socavó el estado de derecho tan profundamente que el rico país de inmigrantes aún no se recupera.
Los candidatos republicanos en EE.UU. coinciden en el diagnóstico de los problemas económicos del gobierno de Obama. Pero hay una enorme división sobre cómo resolverlos. Trump, que irónicamente dice que es un buen negociador, tiene un plan que depende profundamente de la violación de los compromisos asumidos por EE.UU. bajo el derecho del comercio internacional.
EE.UU. es firmante de numerosos acuerdos de la Organización Mundial del Comercio, que están diseñados para impedir que sus miembros regresen al proteccionismo de los años 30. Si Trump decreta unilateralmente un nuevo arancel sobre los bienes fabricados en el exterior, debemos suponer que los socios comerciales de EE.UU. se quedarán de brazos cruzados. Es más probable que cuestionen estas acciones extralegales ante los tribunales y ahí EE.UU. perderá. Mientras tanto, los estadounidenses pueden esperar guerras comerciales que golpearán a los consumidores y a los exportadores.
Trump promete que su disposición para abusar del poder de la presidencia no termina con los temas económicos. El jueves por la anoche reiteró (antes de retractarse) que los militares estarían obligados a obedecer órdenes ilegales si él las diera.
Otra similitud entre el candidato y cada generalísimo que haya existido es su plan de encontrar una forma para demandar a quienes lo critican públicamente. Tal vez esté escuchando los consejos del hombre fuerte de Ecuador, Rafael Correa.
Es poco probable que los inversionistas cooperen con un volátil presidente Trump. Hay otros destinos para su capital.