Por Fernando González San Francisco
Al trasladarme a vivir a Estados Unidos, tuve que inscribir a mis hijas en el distrito escolar que les correspondía: cuando tuve que indicar su idioma nativo, indiqué que hablaban en inglés con su madre y en español conmigo. La funcionaria se limitó a decirme que tenía que identificar su idioma primario y secundario: pensando que la situación sería analizada posteriormente con más detalle, indiqué inglés y español, por este orden. Error.
El primer día de colegio, otra funcionaria verificó su nivel de inglés para asignarlas a un programa de ayuda (inglés como segundo idioma o ESL, English as a Second Language, por sus siglas en inglés), aunque era evidente que no les hacía falta, tal y como reconocieron posteriormente en el colegio. Su asistencia era, simplemente, obligatoria: mi hija mayor perdió un par de horas a la semana y mi hija pequeña fue obligada a asistir media hora a la semana...
Detrás de esta sinrazón está, como casi siempre, el Estado: su incapacidad para la diferenciación y su escolarización obligatoria, derivada del monopolio de la fuerza, han dado como resultado la situación actual, que no es, lamentablemente, exclusiva de la educación pública ni de un país concreto. He visto transmitir los mismos mensajes colectivistas en un colegio privado y católico de España y en uno público y laico de Estados Unidos.
Siempre me había interesado estudiar la degradación, lenta pero constante, de la educación de nuestros hijos comparada con la de nuestros padres, pero después de este episodio, decidí que tenía que profundizar en las causas. Tuve la oportunidad de hacerlo durante el Máster en Economía UFM-OMMA: la asignatura, Teoría del Estado; el profesor, Miguel Anxo Bastos.
Es conocida la erudición del profesor Bastos: me parece difícil encontrar a alguien, ya sea en el entorno académico o fuera de él, capaz de ofrecer tantas referencias bibliográficas, tantos autores y tantas ideas en cuestión de segundos … José Augusto Domínguez le dedicó unas cuantas entradas aquí mismo no hace mucho, así que yo sólo voy a añadir mi opinión personal: genial.
Mi idea era investigar la evolución histórica que llevó al Estado a hacerse con el control de la educación en Occidente y la influencia que dicho proceso ha tenido en nuestra civilización. Ya conocía la visión de Rothbard (Education: Free & Compulsory), pero el profesor Bastos me recomendó un autor, Christopher Dawson, cuya obra principal al respecto (The crisis of Western education) recomiendo a todos aquellos que estén interesados en este tema. Dos autores, uno libertario y otro conservador: muy diferentes, pero complementarios. Empecemos por Rothbard.
Desde que nace, el ser humano necesita aprender: aprende a comer, a moverse, a andar y, por supuesto, a pensar. Interactúa con su entorno, juzga lo que le rodea, persigue sus propios fines, descubre maneras de conseguirlos, desarrolla su personalidad. Por lo tanto, la educación formal es sólo una parte de este proceso continuo de aprendizaje que supone la vida misma. ¿Por qué, entonces, necesitamos sistematizar parte del conocimiento que necesitamos para desarrollarnos?
La respuesta está en la naturaleza de dicho conocimiento, fundamentalmente intelectual. No es intuitivo, por lo que requiere algo más que leyes naturales o ciertos valores morales para su asimilación: requiere un proceso de aprendizaje sistemático, que necesariamente, será diferente para cada ser humano. En este sentido, nadie mejor que los padres para supervisar dicho proceso, ya sea mediante su implicación directa o por delegación voluntaria en alguien autorizado: en cualquier caso, la mejor opción educativa para cada niño sería un aprendizaje individual, adaptado a sus circunstancias y a su entorno.
Si no se puede optar por una educación individualizada, los problemas no quedarían resueltos incluso asumiendo un sistema completamente privado, puesto que no todos los alumnos podrán aprender al mismo ritmo ni tendrán las mismas habilidades para todas las asignaturas, pero al menos, sin intervención estatal, se permitiría el desarrollo de distintos tipos de instituciones especializadas en distintos tipos de alumnos. ¿Por qué la educación actual no se ajusta a este modelo? ¿Fue así alguna vez en Occidente?
Pues sí: tal y como nos enseña Dawson, así fue a lo largo de gran parte de la historia de Occidente: después de la caída del Imperio Romano de Occidente, la Iglesia tuvo que mantener la enseñanza clásica alrededor de las humanidades, pero su mayor esfuerzo fue la educación moral de los invasores bárbaros, que carecían de la herencia helenística. Los monasterios extendieron la educación por Occidente y permitieron combinar la tradición clásica con la nueva moral del Cristianismo.
La Edad Media supuso la aparición de la universidad. Si bien nacieron a partir de las escuelas de las catedrales, las universidades medievales no eran sino gremios de estudiosos con una serie de privilegios y sus propios órganos de gobierno, donde se admitía a los estudiantes independientemente de su nivel de riqueza y de su lugar de nacimiento.
Además, la cultura europea, y por tanto la educación occidental, fue capaz de integrar esa tradición eclesiástica, alrededor de la escolástica, con otra laica, extendida a todas las clases sociales a partir de la literatura y la poesía vernáculas surgidas alrededor de los libros de caballería y los ideales cortesanos.
El Renacimiento no fue tanto una revolución contra la tradición cristiana como la vuelta de ciertos aspectos humanísticos que se habían perdido en las disputas filosóficas y científicas medievales, pero que habían estado latentes en esa literatura y poesía cortesanas. Como consecuencia de este proceso, surgió otra institución: la academia. Estas asociaciones privadas, en las que se debatía sobre cuestiones científicas y literarias, coexistían con las universidades en las que se mantuvo la tradición medieval.
Fueron los jesuitas quienes recogieron la tradición monástica educativa, iniciada por benedictinos y continuada por dominicos y franciscanos, para integrar el humanismo del Renacimiento y el ideal religioso de la Contrarreforma. La imprenta facilitó el acceso a las obras literarias, de manera que ya no serían nunca más un privilegio de los clérigos para pasar a estar a disposición de casi cualquier estamento social, pero la cultura de Occidente siguió siendo una herencia de dos mundos, el clásico y el cristiano, aspecto que iba a cambiar un siglo después.
Con la Ilustración, la educación se hizo científica: el humanismo platónico y cristiano dejó paso a una ciencia más racionalista y experimental. Esa mezcla de racionalismo, física matemática y empirismo, destruyó la tradicional estructura en torno a la cual había girado la educación de la Cristiandad en Occidente: la ciencia y la tecnología iban a constituir las bases del nuevo sistema educativo. Para ello, era necesario desprestigiar a la orden que había desempeñado el papel de educador dentro de la Iglesia Católica durante los últimos dos siglos: la Compañía de Jesús. Su expulsión en Portugal, Francia y España desorganizó el sistema educativo tradicional y permitió que los ideales de la nueva ciencia se extendieran sin oposición ninguna, desacreditando la herencia cultural que se había ido transmitiendo a través de las universidades medievales y las academias humanistas del Renacimiento.
La Revolución Francesa acabó con los privilegios que las universidades habían tenido en Francia desde sus orígenes como instituciones independientes del Estado. Esta situación de tierra quemada vino a ser solventada en la época imperial: fue Napoleón quien determinó que era necesario controlar el sistema educativo. Reconociendo el legado de los jesuitas en el pasado, optó por sustituirlos: sería el Estado quien se encargaría de esta tarea. La Universidad Imperial napoleónica es un ejemplo de totalitarismo educativo como nunca antes había sucedido en Occidente, otorgando al Estado un control absoluto sobre la enseñanza del que ni siquiera la Iglesia había disfrutado durante los siglos en los cuales su poder era más incuestionable.
Este centralismo no fue tan acusado en el imperio alemán, que estaba formado por pequeños estados con cierta independencia respecto del poder central: sus líderes intelectuales veían en la educación, más que en la política, la fuente de poder que podía transformar el mundo. En sus orígenes, la reforma educativa en Prusia tuvo un carácter liberal, en tanto que no buscaba establecer una educación superior a mayor gloria de la nación, sino ofrecer la posibilidad de aprender a todo aquel que quisiera hacerlo en su propio beneficio. Sin embargo, como consecuencia de la situación política en el siglo XIX, esa educación pasó a ser el principal instrumento del nacionalismo: la consecuencia fue la creación del primer sistema educativo obligatorio en la historia de Europa, hecho que se extendió rápidamente por el continente y que también llegó a Inglaterra en el último tercio del siglo y a Estados Unidos a finales del mismo.
Desde entonces, sólo podemos atestiguar que la educación formal sigue bajo el control férreo del Estado, que no se limita únicamente a sancionar a los niños si no asisten a clase, sino que al hacerse cargo del desarrollo intelectual de los que serán sus ciudadanos en el futuro, ha extendido su dominio sobre otras áreas no necesariamente relacionadas con lo que hemos llamado educación formal, como por ejemplo la salud (educación física) o la moral (educación para la ciudadanía).
Cuando el Estado suplantó a la Iglesia e impuso la obligatoriedad de la educación, los padres ya no tuvieron el control de la misma: mediante el uso de la violencia, el Estado usurpó a los padres el tutelaje de la educación formal de sus hijos. Esta usurpación de los derechos individuales de padres e hijos por parte del Estado se ha traducido, como no podía ser de otra manera, en el desarrollo de una maquinaria gigantesca que va más allá de los contenidos educativos, las certificaciones exigidas a los profesores o la validez de los títulos obtenidos en cualquier tipo de institución académica, pública o privada: su principal razón de ser ya no es el desarrollo individual del ser humano según sus aptitudes intelectuales y su herencia cultural, sino el mero adoctrinamiento en la obediencia debida al Estado.