Por Álvaro Vargas Llosa
Si tuviera que resumir en una frase cómo se ve a Chile hoy desde el extranjero, diría que ha pasado de ser un país cuya imagen vivía de sus méritos continuos a ser otro que vive del crédito acumulado y la comparación con el entorno.
La diferencia es importante: la percepción es que Chile se ha desacelerado como idea y como país puntero en la región, no que ha desandado el camino andado ni que corre el riesgo de arruinarse. La desaceleración a la que me refiero tiene poco que ver con ese 1,7% de crecimiento económico que esta primera parte del año registra en comparación con la parte equivalente de 2015. No, nada tiene que ver con la coyuntura económica, que, para un país cuyo destino está altamente ligado todavía a ciertas materias primas, es siempre parcialmente cíclico. Me refiero más bien a lo que Chile representa en el imaginario político de quienes observan a la región de cerca o de lejos, y a su condición de líder en la carrera de los países de la región hacia el desarrollo.
Sería más fácil y hasta cómodo decir que esto tiene que ver con las reformas de dudosa modernidad de la Presidenta Michelle Bachelet: la tributaria, que elevó impuestos, y en mal momento; la laboral, que por pretender un monopolio sindical en la negociación colectiva chocó con el Tribunal Constitucional; la educativa, que en la parte escolar concentra poder estatal y limita opciones, y que en la superior no logrará ni siquiera cumplir lo prometido; y la constitucional, que es de incierto pronóstico aún, pero ha abierto una caja de Pandora. Por no mencionar otras. Pero no sería justo culpar a estas reformas por la desaceleración de la imagen galopante que llevaba Chile.
¿Dónde está el problema, entonces? Quizá en el contexto en que se dan esas reformas, el de un Chile donde sectores de la sociedad que son hijos del progreso registrado en las últimas décadas han perdido la noción de qué fue lo que hizo posible ese éxito. Chilenos que con la mejor voluntad pretenden modificar y revertir, en lugar de ampliar o profundizar, lo mucho que en Chile hay de sociedad basada en los derechos individuales, intercambios libres y solidaridades voluntarias.
Ese contexto se agudiza en los últimos tiempos con los escándalos éticos que han afectado a la izquierda y la derecha, y que si bien son poca cosa en comparación con cualquier país latinoamericano medianamente corrupto, han tenido el efecto de potenciar lo que ya había provocado lo dicho en el párrafo anterior: una cierta latinoamericanización de la imagen de Chile.
Un factor adicional -tercera parte del trípode- es el pobre liderazgo que en líneas generales ha exhibido Chile en coincidencia con los dos factores anteriores. Han sido liderazgos difusos o que han ido a remolque de corrientes o grupos de interés que gritaban por lo suyo, pero no liderazgos a la altura del momento de duda que vivía el país respecto de su modelo y destino.
Ha habido, felizmente, elementos compensatorios, el mayor de los cuales ha sido la reacción de una parte importante de la sociedad, que ha demostrado, sin cuestionar la necesidad de reformas, no estar dispuesta a permitir que se ponga en peligro lo avanzado. Esta reacción no ha venido tanto de las clases altas -que estaban semiparalizadas por el temor al gobierno de izquierda y a sus propios escándalos éticos-, sino de sectores medios, en parte ajenos a los partidos. Acaso sin ser conscientes de ello, han ayudado a evitar que el deterioro de la imagen de Chile sea más significativo. ¿Por qué? Sencillamente, porque han confirmado que existía un Chile mental, culturalmente avanzado, que está para quedarse.
El efecto de estas corrientes encontradas -una que pugnaba por latinoamericanizar a Chile, la otra por señalarle a América Latina un camino mejor- ha sido el de desacelerar, no revertir, la imagen galopante de Chile.
La imagen del país ha empezado a consumir el crédito acumulado en lugar de seguir ampliándolo, y eso, aunque suene poco, es en cierta forma un éxito. Para comprobarlo basta con ver lo mucho que otros países de la región que antes gozaron de un cierto prestigio se han desplomado como objeto del deseo exterior. Brasil, la estrella de la primera década de este siglo, hoy es sinónimo de tragedia a ojos de muchos observadores.
Sería un gran error de parte de Chile confiar en que su imagen podrá vivir del crédito acumulado eternamente. Hay un momento en que el crédito se acaba y lo que se empieza a consumir es el capital propio, un proceso que podríamos llamar de autofagia política.
Desde luego, ningún país debe plantearse mejorar sus bonos en el extranjero antes de mejorar los internos. Se ha demostrado que la mejor imagen externa es la que refleja el éxito interno. Cuando un país busca proyectar un éxito externo sin haber hecho los méritos internos (méritos reales), ocurre lo que le pasó a Lula da Silva: quiso ser un líder mundial sin que su país justificara todavía, en términos de desarrollo, tanta ambición.