Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Puede verse también del autor Los justos de Israel, Las aldeas condenadas y Los niños terribles
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa reflexiona en una serie de reportajes sobre la ocupación israelí. En esta entrega, describe cómo avanzan en un barrio de Jerusalén Este los asentamientos.
A diferencia de otros barrios de Jerusalén, tan inmaculadamente limpios como los de una ciudad suiza o escandinava, el vecindario palestino de Silwan, situado en el este y vecino de la Ciudad Vieja y la mezquita de Al Aqsa, regurgita de basuras, charcos hediondos y desechos. Me temo que tanta suciedad no sea casual, sino parte de un plan de largo alcance, para ir echando a los 30.000 palestinos que todavía viven aquí e irlos reemplazando por israelíes.
Los colonos comenzaron a infiltrarse en el barrio, por la zona de Batan Al-Hawa, hace 11 años. Lo que hasta entonces parecía poco menos que casual —grupos de familias ultrareligiosas que conseguían instalarse en una casa elegida al azar— tomó el cariz de una operación planificada y con un objetivo claro. Los colonos que se han metido en el barrio de Silwan pertenecen a dos movimientos religiosos: Elad y Ateret Cohanim. Están repartidos en unas 75 casas y no son muchos: unos 550. Pero se trata de una cabecera de playa, que, a todas luces, seguirá creciendo. Al día siguiente de mi visita al barrio, se anunció que las autoridades de Israel habían autorizado la construcción de un edificio en el barrio para albergar nuevos colonos de Ateret Cohanim.
Para saber dónde están los asentamientos basta mirar arriba: las banderas israelíes, flameando en la suave brisa de la mañana, indican que han ido constituyendo un cerco, igual que en el sur de las montañas de Hebrón, dentro del que todo el barrio va quedando encarcelado.
Las maneras como estas familias se apoderan de una casa son diversas: alegando tener documentos antiguos según los cuales fueron judíos los propietarios; comprando el inmueble a través de un testaferro árabe; hostilizando y amenazando al ocupante hasta hacerlo huir; pleiteando en los tribunales para que se decida a demoler la vivienda por no haber sido construida con los permisos necesarios, o, en los casos extremos, aprovechando un viaje o salida de los dueños o inquilinos para meterse en el lugar a la fuerza. Una vez que los colonos están adentro, el Gobierno israelí manda a la policía o al Ejército a protegerlos, porque, quién podría ponerlo en duda, esas gotas de agua de invasores en medio de ese piélago de palestinos, corren peligro. Las gotas se irán convirtiendo en arroyos, lagos, mares. Los colonos religiosos que han echado raíces aquí no tienen prisa: la eternidad está de su lado. Así han ido extendiéndose los enclaves israelíes en Cisjordania y convirtiéndolo en un queso gruyère; así van creciendo también en el Jerusalén árabe.
Se guardan las formas, como en el resto de la nación: Israel es un país muy civilizado. En Batan Al-Hawa hay 55 familias palestinas amenazadas de expulsión, por vivir en casas que carecen de documentos que garanticen la propiedad y 85 inmuebles con órdenes de demolición, pues, como de costumbre, fueron edificados sin obtener los permisos adecuados.
Cuando le pregunto a Zuheir Rajabi, vecino y defensor palestino del barrio, que me guía en este recorrido, si tiene fe en la honradez y neutralidad de los jueces que deben pronunciarse al respecto, me mira como si yo fuera todavía más imbécil que mi pregunta. “¿Acaso tenemos otra opción?”, me responde. Es un hombre sobrio, que ha estado en la cárcel varias veces. Tiene tres hijos de siete, nueve y trece años que han sido arrestados los tres alguna vez. Y una hijita, Darín, de seis años, que anda prendida de una de sus piernas. Su casa está rodeada de dos asentamientos y ha recibido varias propuestas para que la venda, por sumas más elevadas que su precio real. Pero él dice que no la venderá nunca y que se morirá en el barrio; las amenazas de sus vecinos no lo asustan.
Le pregunto si los colonos instalados en Silwan tienen niños. Sí, muchos, pero salen muy rara vez y generalmente escoltados por policías, soldados o la guardia privada que protege los asentamientos. Pienso en la vida claustral y terrible de esas criaturas, encerradas en esas casas hurtadas, y en la de sus padres y abuelos, convencidos de que, perpetrando las injusticias que cometen, materializan un proyecto divino y se ganan el Paraíso. Desde luego que el fanatismo religioso no es privativo de una minoría de judíos. También son fanáticos esos palestinos de Hamas y la Yihad Islámica que se despedazan a sí mismos haciendo estallar bombas en autobuses o restaurantes, lanzan proyectiles sobre los kibutz o tratan de acuchillar a los soldados o a pacíficos transeúntes, sin entender que esos crímenes sólo sirven para anchar la zanja, ya muy grande, que separa y enemista a ambas comunidades.
De pronto, en nuestras andanzas por Silwan, Zuheir Rajabi me señala un edificio de varios pisos. Todo él ha sido ocupado por los colonos, salvo uno de los apartamentos; en él permanece contra viento y marea una familia palestina de siete miembros. Hasta ahora, han resistido, pese a que les cortan el agua, la electricidad, a que deban tocar la puerta a los colonos para poder entrar cada vez que salen a la calle, e, incluso, a que, cuando abren las ventanas, los bombardeen con basuras.
Mientras conversamos, sin darme cuenta, nos hemos ido rodeando de chiquillos. Pregunto si alguno ha sido detenido alguna vez. El que levanta las manos tiene una cara traviesa y descarada: “Yo, cuatro veces”. Cada vez estuvo sólo un día y una noche; lo acusaron de tirar piedras a los soldados y él negó y negó y terminaron por creerle, de modo que no lo llevaron a la corte. Se llama Samer Sirhan y su padre tuvo un incidente con un colono, que le disparó su revólver y lo dejó en la calle malherido. Nadie lo recogió todo el resto de la noche y al amanecer murió, desangrado.
Cuento estas historias tristes porque, creo, dan una idea justa del más candente problema que enfrenta Israel: el de los asentamientos, la ocupación creciente de los territorios palestinos que lo ha convertido en un país colonial, prepotente, y que ha dañado tanto la imagen positiva y hasta ejemplar que tuvo mucho tiempo en el mundo.
Todavía hay muchas cosas que admirar en Israel. Haberse convertido, por el esforzado trabajo de sus habitantes, en un país del primer mundo, de muy altos niveles de vida y haber prácticamente liquidado la pobreza en la sociedad israelí gracias a políticas inteligentes, progresistas y modernas. Y, la máxima hazaña con que cuenta en su haber: haber integrado a decenas de miles y miles de judíos procedentes de culturas y costumbres muy diversas, de lenguas diferentes, en una sociedad donde, pese a la unidad del idioma hebreo que es el común denominador, coexisten fraternalmente todas ellas preservando su diversidad (dígalo, si no, el millón de rusos que han llegado en los últimos años al país).
Desde la primera vez que vine a Israel, a mediados de los años setenta del siglo pasado, contraje un enorme cariño por este país. Todavía creo que es el único lugar en el mundo donde me siento un hombre de izquierda, porque en la izquierda israelí sobrevive el idealismo y el amor a la libertad que han desaparecido en ella en buena parte del mundo. Con dolor he visto cómo, en los últimos años, la opinión pública local se iba volviendo cada vez más intolerante y reaccionaria, lo que explica que Israel tenga ahora el Gobierno más ultra y nacionalista religioso de su historia y que sus políticas sean cada día menos democráticas. Denunciarlas y criticarlas no es para mí sólo un deber moral; es, al mismo tiempo, un acto de amor.
Jerusalén, junio de 2016.