Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Puede verse también del autor Los justos de Israel y Las aldeas condenadas
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa reflexiona en una serie de reportajes sobre la ocupación israelí. En la segunda entrega el Nobel describe, a través de lo oído en un tribunal militar israelí que juzga a palestinos de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad, cómo funciona un sistema para “prevenir el terror sembrando el pánico.
Salwa Duaibis y Gerard Horton son dos juristas —ella palestina y él británico/australiano—, miembros de una institución humanitaria que vigila las actuaciones de los tribunales militares en Israel encargados de juzgar a los jóvenes de 12 a 17 años que atentan contra la seguridad del país. La mañana que pasé con ellos en Jerusalén ha sido una de las más instructivas que he tenido.
¿Sabía usted que en el año 2012 ni un solo colono de los asentamientos de Cisjordania fue asesinado? ¿Y que el promedio de crímenes contra los miembros de los asentamientos en los últimos cinco años es solo de 4,8 de promedio al año, lo que significa que los territorios ocupados son más seguros para ellos que las ciudades de Nueva York, México y Bogotá para sus vecinos? Si se tiene en cuenta que en Cisjordania los colonos son unos 370.000 (si se añade Jerusalén Oriental serían medio millón) y los palestinos 2.700.000, no hay duda posible: se trata de uno de los lugares menos violentos del mundo, pese a los tiroteos, demoliciones, actos terroristas y disturbios de que da cuenta la prensa.
“Un gran éxito de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), sin duda”, dice Gerard Horton. “¿Hay que felicitarlas por ello?” Algo semejante sólo se consigue mediante un plan inteligente, frío y metódicamente ejecutado. ¿En qué consiste este plan en lo que concierne a los niños y adolescentes? En un programa de intimidación sistemática, astutamente concebido y puesto en práctica de manera impecable. Se trata de mantener a esa población joven, la de 12 a 17 años, desestabilizada psicológicamente. Para ella existen las cortes especiales que vigilan los juristas de esta institución. El método consiste en “demostrar la presencia” por doquier de las FDI, la “cauterización de la conciencia” y “operaciones simuladas de perturbación de la normalidad”. Esta jerga esotérica puede resumirse en una frase sencilla: prevenir el terror sembrando el pánico. (Este método es distinto al que se aplica a los adultos y, sobre todo, a los sospechosos de terrorismo; en este caso se incluyen asesinatos selectivos, torturas, larguísimas penas de prisión y demolición y confiscación de viviendas).
El Ejército tiene un oficial de inteligencia a cargo de cada una de las zonas de Cisjordania y una eficiente cadena de informantes comprados mediante el soborno o el chantaje, gracias a los cuales hace listas de los jóvenes que asisten a las manifestaciones contra el ocupante y tiran piedras a las patrullas israelíes. Las operaciones se hacen generalmente de noche, por soldados enmascarados que se anuncian con un ruido ensordecedor, lanzando a veces granadas de aturdimiento en sus irrupciones en los hogares, rompiendo cosas, dando órdenes y hablando a gritos, con el objeto de asustar a la familia, sobre todo a los niños. Los registros son imprevisibles, minuciosos y aparatosos. Al joven o niño delatado, le tapan los ojos y lo esposan; se lo llevan, tendido en el suelo del vehículo, poniéndole encima los pies, o dándole algunas patadas para mantenerlo asustado. En el centro de interrogación lo dejan tendido en el suelo entre cinco o diez horas, para desmoralizarlo y espantarlo con la incierta espera en las tinieblas. El interrogatorio sigue un protocolo preciso: aconsejarle que se declare culpable de tirar piedras, con lo que apenas pasará dos o tres meses en la cárcel; en caso contrario, el juicio puede ser largo, siete u ocho meses, y, si es declarado culpable, acaso reciba una sentencia peor. Ablandado así, se le puede proponer entonces que sirva de informante. Si no lo está lo suficiente, se le advierte que podría ser violado o torturado, algo a lo que no es necesario llegar, salvo casos excepcionales. A algunos, basta advertirles que su conducta podría obligar al Ejército a detener a sus seres más queridos, su madre o su hermana, por ejemplo. En algunos casos, el joven o niño acepta la propuesta; y casi siempre sale de aquella experiencia quebrado, confuso, compungido y avergonzado de sí mismo. Este estado de ánimo aminora, según los diseñadores del método, su peligrosidad potencial y lo vuelve vulnerable. Y no es imposible que ese ruinoso estado de ánimo se contagie al resto de la familia.
Por eso, no importa tanto identificar a los culpables de las pedreas; el objetivo es introducir en los hogares y en todas las aldeas, a través de los niños y adolescentes, inseguridad y alarma perpetuas. Acosadas por el temor de ser víctimas de esos registros, en medio de la noche, con destrozos en vajilla, camas y enseres, de que se lleven a hijos, hermanos o nietos, las angustiadas familias se vuelven menos peligrosas. Ese mismo fin persiguen las prohibiciones disparatadas, los toques de queda constantes, las súbitas disposiciones que alteran las rutinas y aumentan el sobresalto cotidiano. La confusión y el desorden impiden o por lo menos desalientan las conspiraciones. Gracias a la manera sorpresiva y escenográfica de los registros y la parafernalia que los acompaña, la población suele quedar muy desarmada sicológicamente para organizarse y operar; de este modo se atenúa el riesgo de que sean un peligro serio para esas colonias tan bien armadas, y, sobre todo, tan estratégicamente bien situadas.
Cola de mujeres, ancianos y niños en el puesto de control de Qalandia. P. Casado EL PAÍS
¿Qué pasa cuando esos niños o jóvenes son finalmente puestos en manos de los jueces? Para saberlo, acompañado por Gerard Horton y Salwa Duaibis, pasé unas horas en una cárcel en las afueras de Jerusalén, donde funcionan los tribunales de menores presididos por jueces militares. Entrar en el recinto de los juzgados es una larga tarea; hay que someterse a registros y recorrer pasillos enrejados y con cámaras que me recordaron lo que fue entrar a, y salir de, la Franja de Gaza.
Ninguna otra de las personas que está en esta sala muestra semejante alegría. Un hombre alto y enteco me cuenta que tiene dos hijos presos —uno de 15 y otro de 17— y que todavía no ha podido verlos. Le toma tres días llegar desde su aldea y ni siquiera está seguro de que hoy podrá charlar con ellos. Lo acompaña su hija, muy jovencita y muy tímida, a la que golpearon los soldados la noche que entraron rompiendo a patadas la puerta de su casa, porque olvidó mostrarles el teléfono móvil que tenía en el bolsillo y con el que acaso estaba grabándolos.
Cola de hombres en el puesto de control de Qalandia. Oren Ziv /Activestills EL PAÍS
Los juicios son rápidos. El juez o la jueza, en uniformes militares, hablan en hebreo y un oficial los traduce al árabe. Los abogados utilizan el árabe y son traducidos al hebreo. Los acusados, jóvenes semirapados y vestidos de negro, escuchan en silencio cómo se decide su suerte. De pronto, una muchacha, hermana de uno de los reos, estalla en llanto. Desde el banquillo de los acusados, aquel le implora con los ojos y las manos que se tranquilice, su llanto podría empeorar las cosas.