Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Indonesia, por lo visto, consta de diecisiete mil islas, cuatro mil de las cuales desaparecen cuando la marea sube y reaparecen cuando baja. Un puñado de ellas, en el mar de Flores, forma parte del Parque Nacional de Komodo. Es un lugar celebérrimo por la belleza de su paisaje, la riqueza de sus aguas con arrecifes de coral y miríadas de pececillos que atraen a buceadores de medio mundo, pero, sobre todo, por sus dragones. Quedan unos tres mil y parece que son contemporáneos de pleistocenos y dinosaurios, unos vejestorios que, por las condiciones climáticas de estos parajes, donde, dicho sea de paso, se han encontrado también los huesos del homínido más antiguo, han sobrevivido a todos los desastres geológicos que acabaron con las especies prehistóricas.
Mientras navegaba hacia la isla de Rinca a conocerlos, iba recordando una propuesta que me hizo The New York Times, hace muchos años; tenía que ver también con un fenómeno de la naturaleza. Un científico respetable había detectado en las selvas del Brasil a un animal que hacía siglos rondaba por las leyendas de las tribus amazónicas y que hasta entonces se creía puramente mítico. Pero aquel hombre de ciencia había comprobado que existía y sus pruebas habían convencido al diario neoyorquino, que estaba preparando una expedición para ir en su busca. Me proponía que fuera el cronista de la aventura. Con el dolor de mi alma me fue imposible aceptar ese excitante reportaje por obligaciones de trabajo que se cruzaban con la fecha del viaje. Después supe que los expedicionarios no encontraron al monstruo, el que, imagino, sigue hasta hoy, lejano y salvo, en el reino de la mitología.
De los dragones de Komodo —alcancé a ver tres— diré ante todo que son horripilantes, unas lagartijas gigantescas (sin la agilidad y la gracia de las pequeñas), de unos tres metros los machos y las hembras de dos y medio, armados de una piel escamosa parecida a las de la boa constrictor y el cocodrilo, una lengua amarillenta y protuberante de unos cuarenta centímetros y unos ojos lentos, legañosos y glaciales que permiten entender a cabalidad y con escalofríos la expresión: “una mirada mefistofélica”. Pero, estoy seguro, ni siquiera los ojos del doctor Mefistófeles eran tan inquietantes como los de estos espantos milenarios.
Lo primero que advierten los guías es que no conviene dejarse morder por ellos, pues tienen una boca enquistada por toda clase de bacterias venenosas. Esto les permite alimentarse de los monitos, jabalíes, caballos, ratas y pájaros con los que comparten el territorio. Son unos camaleones insuperables; pétreos, permanecen horas y días mimetizados con los árboles, las rocas y el fango hasta que alguna presa se pone a su alcance. Apenas la muerden, ella queda paralizada por las infecciones. Entonces se la tragan entera, con huesos y todo, salvo los del cráneo, que no consiguen digerir, de modo que la isla de Rinca está sembrada de los restos indigestos de las comilonas de los dragones. Son también caníbales, pues se devoran entre ellos cuando aprieta el hambre e, incluso, las hembras son capaces de tragarse a las crías que acaban de parir. ¡Vaya costumbres!
Otra de sus gracias es que los machos no tienen uno sino dos penes. Me lo aseguraron los guías, yo no me acerqué tanto a ellos para comprobarlo. Supongo que esto les permite batir el récord que en el reino animal han establecido el sapo y la sapa cuyos agarrones sexuales, como es sabido, pueden durar cuarenta días y cuarenta noches, sin que consigan separarlos las descargas eléctricas ni las mutilaciones que los científicos, esos bárbaros, les infligen para medir su capacidad de resistencia durante el placer.
Estoy seguro que los dragones de Komodo no serán mi recuerdo más imperecedero de estas islas y que probablemente los olvidaré muy pronto. Sólo imaginármelos devorándose a las ratas vivas a las que han infectado con sus bacilos me da náuseas. Lo que, en cambio, nunca se me quitará de la memoria de estos días serán las malaguas (o medusas) del mar de Flores, a las que sufrí, pero nunca llegué a ver.
Estaba nadando en un mar limpio, transparente, tranquilo y tibio, cuando de pronto me sentí acribillado en los brazos y el estómago por decenas, acaso centenas, de pequeños dardos o agujas invisibles que, durante unos instantes, me dejaron paralizado, flotando. Miré y no vi nada en las aguas inmaculadas del rededor y, al fondo, sólo las construcciones rosadas y fantásticas de los arrecifes. Después me explicaron que mi atacante podía ser un plancton o un banco de medusas infinitesimales, que también abundan en este mar, al que mi presencia habría alarmado desencadenando la descarga de sus microscópicos tentáculos. El fuerte dolor desapareció al poco rato y, viendo que no me había quedado en la piel huella alguna de la agresión, respiré tranquilo.
No duró mucho. Las consecuencias de aquella picadura se manifestaron con las sombras de la noche: unas manchas violáceas erupcionaron de repente toda la piel afectada, acompañadas de una comezón feroz, inmisericorde, que fue aumentando por segundos hasta volverse irresistible. Nada la detenía, pese a vaciar sobre ella todas las cremas para el ardor de las picaduras que, prevenido por una larga credencial de víctima de los mosquitos en mis viajes a la selva, cargo siempre en mi maleta. Parecía más bien que, en lugar de atenuarla, la excitaban y enfurecían. Nunca me he rascado tanto, nunca he dormido tan poco, nunca he pasado una noche más exasperante en mi larga existencia.
A la mañana siguiente, en el moderno hospital construido por los japoneses en la hormigueante ciudad de Labuan Bajo, una dermatóloga con la que me entendía en un lenguaje de ademanes y morisquetas, me dio a entender que la picadura de aquel ejército de malaguas infinitesimales no tendría efecto alguno en mi futura salud. Me costó trabajo explicarle que mi problema no era el porvenir sino el presente, que esa picazón me enloquecía y que me la quitara aunque fuera amputándome los brazos. Le di una demostración práctica, rascándome delante de ella como un mono. Plácida, inconmovible, ella asentía y sonreía.
La pesadilla duró tres días y tres noches más. Los remedios de la doctora me tuvieron soñoliento y atontado; el ardor iba cediendo con lentitud exasperante, mientras a mi cabeza volvía y revolvía sin cesar una imagen del diario del viaje a Egipto de Flaubert, que leí hace siglos: su súbito encuentro, en el callejón de una aldea, con el leproso, y la terrible descripción de sus llagas purulentas.
Ahora ya estoy bien y he vuelto a releer a Popper y a nadar en el mar, aunque con explicable aprensión. Curiosamente, mi cólera retrospectiva por aquella fusilería submarina, no se vuelca contra las diminutas malaguas a las que mi súbita invasión de su líquido espacio debió producir un susto mayúsculo, contra el que se defendieron como podían, sino contra los dragones. Transferencia freudiana o lo que sea, a esas espantables criaturas y sólo a ellas las hago responsables de aquel aquelarre cutáneo con que me recibieron las aguas de este ardiente paraíso.
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