Por Álvaro Vargas Llosa
Esta semana, entre las noticias espeluznantes que ofrece al mundo Venezuela, nos enteramos del secuestro de Yon Goicochea, una de las figuras principales de la resistencia democrática que logró derrotar a Hugo Chávez en el referéndum revocatorio de 2007.
¿Lo secuestró una banda criminal, un grupo terrorista, un marido celoso, un acreedor impaciente, un socio desencantado? No, lo secuestró su gobierno. En la más acendrada tradición latinoamericana, esa que nos gusta creer cada cierto tiempo que ha quedado bajo tierra, en el cementerio de la mala memoria, pero que ahí está, terca y viva. En Venezuela, como le pasó a Yon, uno puede estar circulando cerca del túnel La Trinidad (municipio Baruta, Caracas), ser interceptado por gente armada de la policía política que no se identifica ni posee una orden judicial de captura, y desaparecer sin que su esposa, sus hijos y su abogado se enteren de su destino.
Como en la Argentina de los años 70, en la República Dominicana de los años 50, la Nicaragua de los años 40 o el Perú de los 90, por mencionar sólo algunas épocas. Sólo sabemos por boca del militar chavista Diosdado Cabello, tras un par de días de protestas dentro y fuera de Venezuela, que el gobierno de Maduro tiene a Yon, al que acusa de poseer material para explosivos y ser un “asesino”.
Yon regresó hace poco a su abracadabrante país a pesar de haber hecho un posgrado en la Universidad de Columbia y tener oportunidades de trabajo en medio mundo. Como él mismo ha dicho, a los 22 años, en 2007, le cayó la política encima “como un edificio”. Salió de esos escombros convertido en un líder nacional. Salió unos años para prepararse y optó, hace unos meses, por volver a su país. ¿Sus armas explosivas? La voz, el Twitter, su ejemplo. Como militante en Voluntad Popular, el partido de Leopoldo López, era un peligro: el peligro de la metástasis democrática, de la hidra libertaria. Porque era la demostración de que haber metido a Leopoldo en el ergástulo no sólo no había acabado con ese partido ni inhibido de hacer activismo cívico a los demás, sino que había provocado la multiplicación del heroísmo.
A diferencia del millón de venezolanos que han salido desde 2007 -el año en que Yon saltó a la fama liderando las protestas estudiantiles contra el retiro de la licencia a Radio Caracas Televisión, él regresó. A sus 31 años, con esposa y dos hijos, no tuvo dudas: su país reclamaba de él un compromiso democrático. En eso estaba, animando a la gente a participar pacíficamente en la marcha del 1 de septiembre, cuando se lo llevó secuestrado en un auto sin matrícula el gobierno cuya primera función es proteger a sus ciudadanos. Como se había llevado un par de días antes a Daniel Ceballos, el ex alcalde de San Cristóbal que estaba con arresto domiciliario y fue intempestivamente trasladado de madrugada, a patadas y puñetazos, a una cárcel de presos comunes. Y como muchos otros que en estos momentos honran los calabozos de la patria de Bolívar por querer que Venezuela tenga el sistema político de Uruguay, Chile o Colombia.
¿Cuántos secuestros políticos más debe perpetrar la dictadura de Maduro para que todos los gobiernos latinoamericanos sin excepción sigan el derrotero señalado por el Secretario General de la OEA, que invocó la Carta Democrática Interamericana hace unos meses para actuar en nombre del derecho internacional contra ese infame régimen?
En algún lugar, adolorido por las torturas y sobreponiéndose a las humillaciones que deben estar infligiéndole, imagino a Yon haciéndose esa misma pregunta.