Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
Robert Nozick planeteó hace ya más de 40 años en su libro Anarquía, estado y utopía la posibilidad de un estado ultramínimo, encargado solamente de la prestación de servicios de seguridad y justicia, dejando las demás funciones, incluidas las de asistencia social e infraestructuras, en manos del mercado o de la sociedad civil. Su tesis, explicada muy brevemente, es que, de dejarse exclusivamente en manos privadas el suministro de servicios de defensa y seguridad, al poco tiempo aparecerían agencias privadas dominantes que se impondrían y se convertirían a su vez en monopolistas, con lo que podrían, de esa manera, explotar al consumidor de tales servicios. Por lo tanto, si bien se consideraba libertario, reconocía la necesidad de reservar el monopolio en la prestación de estos servicios a los Estados, quienes, al menos supuestamente, podrían ser controlados con instituciones diseñadas para tal fin. Al siempre cáustico Roy Childs le faltó tiempo para denominar tal propuesta minarquismo y a sus defensores minarquistas. También Ayn Rand años antes había expuesto ideas parecidas, pero dispersas a lo largo de su obra y sin un tratamiento tan sistemático como el de Nozick. Sus seguidores, en especial Tibor Machan, se cuentan sin embargo entre los mejores defensores de esta doctrina.
Es conveniente precisar, antes de analizar la viabilidad del minarquismo, que tal propuesta es radicalmente nueva en la teoría política. Es cierto que habían existido históricamente Estados limitados en su alcance, esto es, con bajos impuestos y un relativamente reducido nivel de intervención en la economía o en la sociedad, pero nunca circunscritos exclusivamente a estas dos funciones. Estados Unidos, por ejemplo, disfutó durante mucho tiempo tanto de unos impuestos bajos como de una libertad económica y social muy amplia, pero mantuvo muchas otras funciones como la de la regulación monetaria, las infraestructuras de transporte y, tímidamente al principio, la educación forzosa. Esto es, tenía competencia sobre muchas de las funciones que hoy prestan los modernos Estados, sólo que aún poco desarrolladas, pero con la evidente posibilidad de poder extenderlas en el futuro, como así aconteció. El ideal de Estado pequeño y limitado, el Estado del 5% que ha propuesto el profesor Rallo en alguna ocasión, es el ideal del liberalismo clásico. Es una postura política legítima y puede perfectamente ser defendida, pero tiene un problema, que es el de justificar teóricamente la existencia de intervención en otros ámbitos distintos de la justicia y la defensa. La defensa de la intervención estatal desde postulados socialistas o socialdemócratas es ya bien conocida, pero no conozco justificaciones liberales de la misma. El minarquista lo sabe bien y por eso justifica la intervención en sólo esos dos ámbitos., pero incluso esta defensa entiendo que presenta problemas.
El primero, y no menor, es el de definir con precisión que es lo que se entiende por seguridad o defensa. Partiendo de un Estado justificado sólo en la defensa se puede construir un Estado al menos tan grande como el actual, sólo que en vez de justificarlo en la igualdad o en los bienes públicos se justificaría en las necesidades de seguridad de la población, entendida esta de forma laxa. Por ejemplo, autores como Barry Buzan o Ole Waever, que se asocian a la llamada Escuela de Estocolmo y especialistas en defensa como Lock Johnson defienden la intervención estatal para justificar, por ejemplo, la seguridad alimentaria o la seguridad de recursos naturales para poder afrontar un conflicto en debidas condiciones. También justifican políticas sociales y monetarias para defender la estabilidad social y así evitar disturbios internos. Lo mismo ocurre con la sanidad pública en nombre de la seguridad de la población frente a plagas o infecciones. El Estado debería suministrar las necesarias infraestructuras de transporte también por razones de seguridad, lo mismo que el control de la inmigración en el país. No digamos de la ciencia o la industria promovidas por causa del interés estratégico de la nación. Tampoco la regulación de los medios de comunicación escaparía a tal definición. Casi cualquier política podría ser definida en términos de seguridad. Algo semejante ocurriría con la justicia, sobre todo si le sumamos el apellido social a la misma.
El Estado minarquista basado en la justicia y la seguridad podría entonces ser tan grande como el actual, salvo que se definiese de forma estricta a qué seguridad y justicia se refieren, pero no he encontrado aún una definición más o menos clara de cuáles son los límites de las mismas y cuántas intervenciones y gasto se podrían justificar en su nombre. No hay límites de hecho a las intervenciones en tales ámbitos ni a lo que se puede gastar en los mismos. Cualquier cantidad dada sería arbitraria y se correspondería con una determinada definición de la provisión de dichos bienes. ¿Sería necesario tener submarinos nucleares, aviones de caza, tanques de última generación o llegaría con armas ligeras? ¿Usaríamos cárceles, trabajos forzados o multas para sancionar al delincuente? ¿Cuánta defensa o justicia privada se toleraría? ¿Se permitirían los árbitros y las formas de justicia no estatal? Son cuestiones que aún no he visto bien definidas en el argumentario minarquista.
Otro punto que encuentro problemático es el del alcance espacial de la minarquía, esto es, cuántas minarquías serían admisibles para sus teóricos (un Estado mundial, los Estados actuales, miles de unidades políticas como en el siglo XIII...) y cuál sería la escala mínima para permitirles existir.
La cuestión es relevante, porque la minarquía de Nozick surgiría desde una hipotética anarquía y, por tanto, se constituirían Estados para eliminar el problema de agresión de la agencia dominante. Nozick no especifica cómo de grande sería esta agencia de la que nacería el prístino Estado minarquista. Entiendo que muchos defensores de esta doctrina la plantean como una reducción de los Estados actualmente existentes a un nivel de intervención mucho menor basado sólo en defensa y justicia, esto es, reducir el actual Estado español a niveles muy pequeños. Pero ¿por qué tendría que ser así? Podríamos imaginar miles de minarquías en competencia, sin límite numérico y con derechos de secesión como los municipios de Liechenstein y organizadas en anarquía entre sí, lo cual se parecería más a un modelo anarcocapitalista que al propuesto por Nozick. ¿O no se permitiría la secesión y existiría un único Estado mundial? Esta cuestión tampoco la he visto aclarada en los escritos minarquistas.
Por último, habría que discutir la factibilidad de conseguir llegar a una minarquía, es decir, que los Estados actualmente existentes reduzcan su intervención y competencias para alcanzar el ideal buscado. Se tacha muchas veces a la anarquía de utópica, no sin cierta razón, no tanto por imposible sino por la dificultad de llegar a ella desde la situación actual. Sería muy difícil convencer a la población de que cambie una situación actual en la que, aún estando oprimida por tributos y regulaciones, disfruta de cierto nivel de protección y bienestar atribuido al Estado (entiendo que erróneamente como analizaremos en otro escrito), por una situación de anarquía en la que no sabe muy bien qué se iba a encontrar. Y mucho más difícil aún convencer a los gobernantes de que voluntariamente renuncien a su dominio por las buenas. Para el tránsito a una sociedad de este tipo se requiere, por tanto, vencer la incredulidad de la gente y la resistencia de los gobernantes. En cualquier caso, de darse sería una batalla ideológica que requeriría de un grupo de iniciadores fuertemente motivados y convencidos dispuestos a gastar tiempo y recursos y, en algunos casos, a sacrificar carreras profesionales e, incluso, en casos extremos, la libertad o la vida. Para conseguir tal grado de motivación, el resultado final tiene que compensar, y para facilitar cierta coordinación en la acción debe estar dotado de cierta precisión. Irvin Schiff murió encarcelado por no querer pagar impuestos, ninguno, pues los consideraba radicalmente inmorales. Pero no creo que hubiera asumido el coste de ese castigo si el premio hubiera sido una rebaja en el impuesto de sociedades.
La larga marcha a la minarquía cuenta con problemas semejantes a la de la anarquía. Los minarquistas tendrían también que esforzarse en convencer a la población de renunciar a los actuales sistemas de protección social y regulaciones laborales o de tener que pagar peajes en las carreteras, por ejemplo, para adoptar mecanismos de mercado cuyas ventajas a simple vista no son tan fáciles de percibir. Y tendrían también que vencer la resistencia de los actuales gobernantes, que dudo mucho que aceptasen con aplausos las propuestas minarquistas. De hecho, uno de los argumentos que se usan para criticar al anarquismo es que sus propuestas son vistas como muy radicales por una mayoría de personas, lo que aleja a muchos de la lucha por la libertad. No lo creo. Las propuestas minarquistas, aun poco concretas y difusas, también son percibidas como muy radicales (solo hay que preguntar qué opinión merecería entre gran parte de la población abolir la educación, la sanidad o las pensiones públicas). El objetivo minarquista no está detallado con precisión y probablemente a la hora de llevarlo a cabo habría disputas sobre su alcance, como, por ejemplo, qué porcentaje de impuestos sería admisible en una sociedad minarquista. No dudo del coraje de los minarquistas, muchos de ellos verdaderos y valientes defensores de su ideal, pero sí cuestiono su operatividad práctica a la hora de movilizar partidarios. La lucha por abolir la esclavitud fue por abolirla por completo, no por mejorar la alimentación de los esclavos. Y en tal lucha se consiguieron ambas cosas, porque los esclavistas se vieron obligados a ceder. Quizá la mejor forma de conseguir la minarquía sea reclamar la anarquía. Si lo que se busca son mejoras a corto plazo muy probablemente sería la estrategia más consecuente.