Por Álvaro Vargas Llosa
Aunque en política no hay muertos sino heridos de gravedad, convengamos en que el Acuerdo Transpacífico (TPP, en inglés) está más muerto que vivo tras el anuncio de Trump confirmando el inminente retiro de Estados Unidos y la declaración de Shinzo Abe, desde Japón, afirmando que este tratado “carece de sentido” sin la participación estadounidense.
Podemos negar la realidad diciendo que el TPP seguirá adelante sin Estados Unidos, pero si los participantes decidieran darle continuidad, cobraría forma algo distinto, como lo fue, en los remotos inicios de este proceso, el Acuerdo P4 entre Chile, Singapur, Nueva Zelandia y Brunei. Lo esencial del TPP era la conexión entre Estados Unidos y Japón, uno de los cuales sabemos que no estará y el otro de los cuales dice que sin el primero estar allí carece de sentido. El principal interés de Washington y de Japón no era comercial sino político: apuntaba a contener a China. Había también un interés subordinado al anterior que sí era comercial. Pero tenía que ver, precisamente, con Estados Unidos y Japón, que no han suscrito un TLC bilateral y de esta forma podían acordar uno de un modo más disimulado, es decir, más presentable de cara a los respectivos electorados y clases dirigentes.
Si obviamos el objetivo político y nos centramos en el comercial, hay que empezar por entender que Japón tenía interés en el mercado estadounidense, cuyo tamaño es cuatro veces mayor que el suyo. Un TPP sin Estados Unidos tendría un cierto atractivo comercial para Tokio si no contara ya con acuerdos económicos con Canadá y Australia, la tercera y cuarta economías en tamaño dentro del grupo de 12 suscriptores, pero da la casualidad de que los tiene. Las economías que quedan pesan poco por sí solas y en cualquier caso Japón también tiene acuerdos con algunas de ellas. Por tanto, no será Tokio quien encabece el esfuerzo por llevar adelante el TPP sin Estados Unidos.
Es por esto mismo que han sido sobre todo los países latinoamericanos los que, tanto en Lima durante la reunión de la Apec como tras conocerse la declaración de Trump, han insistido en seguir adelante. Desde Asia, la voz que se ha oído con más fuerza ha sido la de Japón, lo que equivale a un certificado de defunción para este tratado. Como la política está llena de Lázaros, no puede descartarse que reviva dentro de algún tiempo en términos parecidos a los anteriores. Pero seamos serios: pasarán varios años. No caigamos en la tentación de confundir un acuerdo que pueda darse a continuación a escala mucho más pequeña entre un grupo de países del Pacífico y lo que acaba de morir, que tenía otro significado por su tamaño, su dimensión política y el contexto global en que se negoció.
Vivimos un resurgimiento del populismo nacionalista en los países desarrollados, justo en el momento en que América Latina va, o pretende ir, en dirección contraria. Desde 2008 se han erigido más de cuatro mil medidas proteccionistas en el mundo. Los países del G-7, es decir, los más ricos, han adoptado el mayor número de medidas contra el libre comercio, seguidos por los Bric, aunque en uno de estos cuatro, Brasil, soplen ahora vientos de cambio y en otro, India, se siga proclamando aspiraciones reformistas aun cuando la realidad se ha empeñado en postergar su realización.
Para la Alianza del Pacífico, hoy menos impetuosa que hace pocos años, aquí va un reto interesante: convertirse en un pequeño bastión del libre comercio en un mundo donde los grandes se apartan de él.