Por Gene Epstein
Los fantasmas de Reed Smoot y Willis Hawley acechan la presidencia de Donald J. Trump aún antes de que comience. Para evitar el riesgo de una recesión, se requiere urgentemente una especie de exorcismo.
El senador Smoot y el representante Hawley copatrocinaron la infame Ley de Aranceles de 1930, que elevó las tarifas a las importaciones a niveles récord. Otros países respondieron del mismo modo y se desató una guerra comercial mundial. El comercio exterior de Estados Unidos cayó 40%, contribuyendo a hundir la economía en la Gran Depresión. Más de 1.000 economistas enviaron una petición al entonces presidente Herbert Hoover instándole a vetar la ley, argumentando correctamente que “dañaría a la gran mayoría de nuestros ciudadanos”. No tuvieron éxito.
Ecos de Hawley y Smoot resuenan en las palabras de Trump. Incluso antes de pisar la Oficina Oval, el presidente electo ha matado el Acuerdo Transpacífico, acordado por 12 países, y ha condenado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o Nafta, con el flojo argumento de que cuesta empleos en EE.UU.
Evocando aún más a Smoot y Hawley, Trump ha insistido en imponer aranceles de 35% y 45%, respectivamente, sobre las importaciones de México y China, las mayores fuentes de importación de EE.UU. en términos de dólares. Dichas tarifas, dice Dan Ikenson, experto en comercio de Cato Institute, “serían devastadoras para las economías estadounidense y global y destruirían el sistema de comercio internacional”. El resultado sería una recesión mundial y el derrumbe de las bolsas.
Como señala Ikenson, cualquier intento de la Casa Blanca de subir agresivamente los aranceles será resistido por un Congreso dominado por republicanos, que tradicionalmente han apoyado la liberalización del comercio. Una resistencia aún mayor provendría de intereses empresariales cuyas cadenas de suministro globales dependen de bajas barreras comerciales. A diferencia de los días de Smoot-Hawley, cuando las importaciones eran principalmente productos finales vendidos a los consumidores, la mitad de las importaciones de EE.UU. son hoy productos intermedios vendidos a las empresas, dice Ikenson. Las importaciones baratas ayudan a que sea rentable para estas operar y dar trabajo a los estadounidenses.
Igualmente, los sectores de servicios, como el turismo, el entretenimiento y la gestión financiera, tienen un interés en el enorme superávit comercial que genera EE.UU. en estas industrias. Los empresarios que se benefician del comercio exterior probablemente harán oír sus voces.
Un aumento de los aranceles no sólo provocaría una reducción de las importaciones de EE.UU. Si el país importa menos, los extranjeros tendrán menos dólares disponibles para comprar productos estadounidenses. Peor aún, otros países podrían subir sus aranceles, lo que desencadenaría una guerra comercial, repitiendo el efecto de Smoot-Hawley.
“En todo país”, escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones, “ha sido, es y será, el interés de todo el cuerpo social comprar los artículos necesarios de quienes los venden más barato. La proposición es tan evidente que parecería ridículo el trabajo de probarla”. Esta proposición evidente no estaría en cuestionamiento, agregaba Smith, “si no se hubiese puesto jamás en tela de juicio si la interesada ‘sofistería’ de manufactureros y comerciantes no hubiese confundido con tal argucia el sentido común de todo el género humano”.
El comercio exterior de EE.UU. siguió el libreto de Smith. El comercio de bienes estuvo aproximadamente en equilibrio entre las décadas de 1950 y 1980, pero empezó a entrar en déficit cuando la mano de obra barata del extranjero comenzó a desplazar al más costoso trabajo nacional. El proceso se aceleró con los avances tecnológicos y los acuerdos comerciales impulsados en los años 50 y 60 por el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y desde 1995 por su entidad sucesora, la Organización Mundial del Comercio. Otros factores fueron el fin de la Guerra Fría, que hizo posible emplear a trabajadores de los antiguos países comunistas, el Nafta de 1994, y el ingreso de China a la OMC en 2001. Desde ese año, casi 80% del crecimiento del déficit comercial de EE.UU. en bienes puede atribuirse a la creciente disparidad con China.
Para EE.UU., el resultado de este proceso ha sido una bonanza de productos baratos para consumidores y empresas. El exceso de dólares ganados por aquellos que le venden más mercancías de las que le compran vuelve mayormente a EE.UU. como compras de acciones y bonos o como inversión directa.
Otro efecto de la globalización para EE.UU. ha sido el creciente superávit en servicios. Cuando el candidato Trump citó un “déficit comercial” de “casi US$800.000 millones” en el “último año solamente”, se refería básicamente al déficit comercial en bienes, no a la balanza total de bienes y servicios. En los últimos cuatro trimestres, EE.UU. tuvo un déficit comercial de mercancías de US$763.000 millones, que fue en parte compensado por un superávit en el comercio de servicios de US$268.000 millones, con lo que el déficit total del comercio exterior rondó los US$500.000 millones.
Durante el actual ciclo expansivo en EE.UU., el déficit comercial de bienes y servicios promedió 3% del Producto Interno Bruto, frente a 5,1% en la expansión de 2002-2007. El déficit de mercancías citado por Trump ha caído de 5,6% del PIB durante la expansión de 2002-2007 a 4,2% en la actual expansión. Estas son verdades incómodas para aquellos que se suscriben al mito de que los déficits comerciales pueden desacelerar el crecimiento.
Los proteccionistas parecen olvidar que, si bien muchos estadounidenses son trabajadores, todos son consumidores, y que el objetivo central de cualquier economía de mercado es atender las necesidades de los consumidores. Como candidato, Trump declaró que la globalización ha traído “nada más que pobreza”. Sin embargo, para las decenas de millones de consumidores que compran en Wal-Mart —un enorme vendedor de importaciones baratas— la globalización no ha traído nada más que enriquecimiento, aunque los clientes de Wal-Mart probablemente no sean conscientes de ello. Sus 1,5 millones de empleados también salen ganando.
Si bien Adam Smith tenía razón en que “todo el cuerpo social” se beneficia del libre comercio, ello no es cierto para quienes pierden su trabajo debido a la competencia extranjera. Estos trabajadores desplazados merecen un trato compasivo y ayuda en caso necesario. No obstante, darles un trato especial sería ignorar injustamente al más de 95% de quienes pierden su trabajo como resultado de la competencia dentro de EE.UU.
Entre 2001 y 2013, la competencia externa en el comercio de mercancías provocó la destrucción de 4 millones de puestos de trabajo en EE.UU., unos 333.000 empleos por año. Eso suena como mucho, pero es sólo 2,7% de los 12,5 millones de empleos que se perdieron cada año en el sector privado durante ese lapso, según la Oficina de Estadísticas Laborales. (Durante el mismo período, el sector privado de EE.UU creó un promedio anual de 12,8 millones de empleos).
Desde 2013, las pérdidas de empleo han disminuido y su creación ha aumentado. En los tres años transcurridos hasta marzo de 2016, anualmente se perdieron unos 10,3 millones de puestos de trabajo y se crearon otros 12,7 millones. Incluso suponiendo que los empleos anuales perdidos por la competencia extranjera hayan aumentado a 400.000, eso sigue siendo menos de 4% de los 10,3 millones empleos que se destruyen por año en EE.UU.
Muchos de esos empleos fueron eliminados por la automatización o la disminución de la cuota de mercado de las industrias. La automatización es la razón por la que la participación de la industria manufacturera en el empleo cayó de máximo pico de 32,5% en 1947 a 21,6% en 1979, mucho antes de que entrara en escena la mano de obra barata del extranjero.
Los proteccionistas a menudo invocan los elevados aranceles que EE.UU. tuvo en el pasado como prueba de que tales gravámenes son necesarios para el desarrollo. Es cierto que EE.UU tuvo altos aranceles en el siglo XIX, pero el resto del argumento no lo es. De hecho, este país es un buen ejemplo de cómo el libre comercio alimenta el crecimiento económico.
Los detractores olvidan que en el siglo XIX EE.UU. era una vasta zona de libre comercio. Los proteccionistas de entonces no pudieron impedir que la industria textil del Sur suplantara a la del Norte o, un poco más tarde, que la industria automotriz de Detroit destruyera el negocio de los coches a caballo. La destrucción creativa que el libre comercio ayudó a desencadenar estimuló el desarrollo económico. Los aranceles, impulsados por los intereses especiales, fueron un obstáculo más que compensado por el libre comercio interno.
EE.UU. sigue siendo una de las zonas de libre comercio más grandes del mundo, medida en función del valor en dólares de los bienes y servicios que atraviesan las líneas estatales. Afortunadamente, los proteccionistas que quieren restringir el comercio con Canadá y México no han instado a que Nueva York deje de comerciar con California.
Una fuente de empleo interno generada por el comercio internacional proviene de la inversión extranjera. Un déficit comercial con el resto del mundo de US$500.000 millones significa que el equivalente de esa suma debe ir a alguna parte. Como dijimos, la mayor parte de esos dólares vuelve a EE.UU. como compras de acciones y bonos o como inversión directa. En 2015, la nueva inversión extranjera directa superó los US$300.000 millones.
El índice de libertad económica del Instituto Fraser mide la relación entre apertura comercial y prosperidad económica en una escala de 0 a 10; una calificación alta significa “aranceles bajos, fácil despacho y administración eficiente de aduanas, una moneda libremente convertible y pocos controles” sobre el movimiento de capital.
Si los proteccionistas tienen razón, entonces este índice debería relacionar la apertura comercial con “nada más que pobreza”, según Trump. Lo contrario es cierto. Los países con mayor apertura tienen ingresos per cápita sustancialmente más altos y un crecimiento económico más rápido que los otros. La proporción de ingresos obtenidos por el 10% más pobre de la población de un país no tiene relación con la apertura al comercio. Y los ingresos del 10% más pobre en los países con mayor apertura al comercio son más de 11 veces más altos que los de los países con la menor apertura.
EE.UU figura en el cuartil superior durante el período de 1990 a 2014, pero sólo debido a las cifras relativamente altas de 1990 a 2000. Desde 2000, el índice de libertad de comercio de EE.UU. ha caído, tanto durante el gobierno de George W. Bush como el de Barack Obama.
En 2014, EE.UU tuvo una puntuación de 7,56. Entre los 159 países contabilizados por el índice, EE.UU. ocupó el 60º lugar, lo que significa que ha caído al segundo cuartil. Entre sus principales socios comerciales, está por delante de China (6,78), al mismo nivel que México (7,48) y Japón (7,67), y un poco por detrás de Canadá (7,83).
Y aunque está muy por delante de países como Argentina (3,44), Irán (2,97), India (5,56), Pakistán (5,81), Rusia (5,84) y Venezuela (3,13), está por detrás de Chile (8,35), Dinamarca (8,51), Finlandia (8,16), Irlanda (8,73), Nueva Zelanda (8,65), Suecia (8,32), Reino Unido (8,28) y más de 50 países.
EE.UU. tiene 14 acuerdos de liberalización comercial con 20 países y es miembro de larga data de la OMC, pero la presión de intereses sectoriales ha conseguido que muchos de sus productos estén exentos de esos tratados. Si el presidente electo Trump quiere renegociar los acuerdos comerciales, renunciar a esas exenciones sería un buen punto de partida.
—Gene Epstein es el editor de Economía del semanario Barron’s.