Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Las memorias que ha publicado Fernando de Szyszlo son tan hermosas como el título de su libro: La vida sin dueño. Un aliento de libertad recorre, en efecto, todas estas páginas en las que evoca su vida, sin eufemismos, desplantes ni censuras, con tanta franqueza como inteligencia y lucidez. Su palabra guía al lector por una rica experiencia de nueve décadas en la que su vocación de pintor y la pintura son los protagonistas, y, junto a ellas, grandes artistas e intelectuales que conoció y frecuentó en Europa y en América, también muchos que lo fueron sólo en ciernes, la cultura y la política peruana en el último siglo, su vida pública y privada, las alegrías y desgracias, las ilusiones y frustraciones, y los amores apasionados —tres, precisamente— que encendieron esa larga existencia.
Szyszlo es uno de los grandes pintores de nuestro tiempo y hubiera sido más conocido de lo que lo es si, como hicieron muchos otros artistas latinoamericanos —Lam, Matta, Botero y otros pocos—, se hubiera quedado en Estados Unidos o en Europa, en una época en la que París y Nueva York decidían los prestigios artísticos. Pero él prefirió volver al limbo, lo que era entonces el Perú culturalmente hablando, porque, al igual que otro compañero de generación del que habla con cariño en su libro, el poeta y dramaturgo Sebastián Salazar Bondy, necesitaba físicamente la presencia de su país en torno, aunque fuera sólo para dar la batalla cotidiana contra todo lo que andaba mal y lo irritaba en él. Esa ha sido su manera de vivir, de crear, esforzándose no sólo por llegar cada vez a mayores niveles de originalidad y perfección en su arte, sino, a la vez, tratando de sacar a la cultura y la vida cívica que lo circundaba del subdesarrollo, el provincianismo, el aislamiento.
Antes de que Sartre desarrollara la idea del “compromiso” ya era Szyszlo un artista comprometido hasta el tuétano. Esa batalla la ha dado a lo largo de toda su vida y, en cierta forma la ha ganado; pero lo extraordinario es que siga dándola, incansable, exigiéndose como si estuviera empezando en todas las horas que pasa diariamente en su estudio —con las cintas de música clásica ensordeciendo el ambiente— y pronunciándose sin cesar, en cartas, reportajes, artículos, sobre todos los grandes temas de actualidad, con una coherencia sin cesuras a favor de la democracia, de la libertad, de los derechos humanos, y de un arte y una cultura sin fronteras y sin trampas, sin complejos de superioridad ni de inferioridad, demostrando, con su propia obra, que el arte prehispánico puede fundirse con los más ricos hallazgos de la modernidad plástica y alcanzar la universalidad sin caer en lo pintoresco, en el costumbrismo de anteojeras.
Szyszlo fue el primer artista abstracto en el Perú y su primera exposición provocó un estallido de voces críticas. Cuando se hizo famoso internacionalmente, un grupo de empresarios peruanos, viendo que había un museo dedicado a Tamayo en México y que hasta Guayasamín tenía su propio museo en Ecuador, quiso auspiciar un Museo Szyszlo en el Perú. Un manifiesto de decenas de pintores peruanos, que rezumaba envidia vitriólica, protestó. Szyszlo recuerda aquel episodio, en el que él renunció de inmediato al proyecto, con cierta pena, pero solo porque entre los firmantes de aquel texto había un discípulo al que había querido y promovido. Es una pequeña anécdota sin importancia que ilustra bastante bien aquella afirmación del Inca Garcilaso de la Vega, que quería al Perú tanto como Szyszlo, pero llamaba a su tierra natal: “madrastra de sus hijos”.
Quienes lo conocen saben que Szyszlo, a diferencia de otros buenos pintores, que pintan sólo con las manos (y lo hacen muy bien), es un hombre muy culto, sobre todo de literatura, gran lector de poesía, y entre las influencias que ha recibido, junto a la de artistas como Hartung, Rothko y Tamayo, él menciona a Octavio Paz, José María Arguedas, André Breton, y sus lecturas de Thomas Mann, Paul Valéry y —sobre todo— de Proust, a quien suele citar a menudo de memoria. Las ideas le han importado siempre tanto como los objetos estéticos y, por eso, las páginas que dedica a su trabajo de pintor están entre las más seductoras y originales de su libro. No es frecuente que un pintor explique con tanta pertinencia la manera como se va fraguando cada cuadro, el pequeño esquema, trazo, línea o figurilla que dispara el proceso, la intensidad de emociones que genera en él esta aventura cotidiana, la sospecha de que todo aquello viene de las profundidades del subconsciente, la ilusión con que trabaja, y, luego, dice, la derrota inevitable, la comprobación de que lo logrado en el cuadro terminado está siempre por debajo del cuadro concebido como idea, intentando plasmarla cada día, una y otra vez, a sabiendas de que es imposible, porque la absoluta perfección es un demonio desalado al que un creador no alcanza nunca.
Szyszlo es el mejor amigo que tengo, el más extrañado y recordado, y yo creía conocerlo bien, pero sus memorias me han revelado que, bajo esa sobriedad tan austera —que él llama timidez— hay una personalidad menos firme de lo que parecía, más delicada y vulnerable, en la que las traiciones y decepciones —que, por supuesto, vuelca también en su trabajo— dejan una huella profunda, como la mítica pasión frustrada de su juventud, a la que oculta tras el seudónimo de Laura, y que describe en sus memorias con una elegancia que no consigue disimular que, pese al paso de tantos años, hay una herida que sangra todavía.
La muerte de su hijo Lorenzo, en un accidente de aviación, lo afectó de una manera terrible, dividiendo su vida en un antes y un después. Y, aunque todos los que lo conocemos lo sabíamos, ahora, después de las páginas desgarradas con que evoca esa tragedia, lo sabemos mejor; y también sabemos que nunca habrá cura para esa ausencia que lo hizo conocer de cerca aquella “boca de la sombra” que tanto lo había intrigado desde que por primera vez se encontró esa expresión en un libro, sin saber qué quería decir y de dónde salía, para descubrir, al cabo de los años, y en qué circunstancias atroces, que la había inventado Víctor Hugo y que era una más de las muchas metáforas que hemos fabricado los seres humanos para no llamar a la muerte por su nombre.
Es bueno vivir los 91 años que ha vivido Szyszlo si se los vive como él lo ha hecho, manteniéndose siempre activo y beligerante, trabajando sin tregua en la persecución de aquel sueño imposible, el cuadro perfecto, fiel siempre a un puñado de principios —la lealtad, la amistad, la verdad, la libertad, el amor— que le han ganado, tanto como su talento creativo, la autoridad moral de que goza en su país, y el aprecio y la admiración de tanta gente. Aunque él es parco, y reacio a volcar su intimidad, pese a que en pequeños grupos no puede ser más ameno y divertido, en La vida sin dueño desvela muchas cosas íntimas —también lo hace Lila, su mujer, en una carta deliciosa que se ha filtrado entre aquellas páginas— consciente de que un libro de memorias sólo tiene razón de ser si se escribe (o dicta, como parece ser el caso por lo menos de parte de este libro) en serio, con el mismo arrojo y temeridad con que un genuino creador escribe un poema, compone una sinfonía o pinta un cuadro. Su libro se lee con placer y, a ratos, con la misma nostalgia con que él evoca tantas cosas que fueron y ya no son más, y tantas personas que ahora aparecen como recuerdos que los días van desdibujando, y, también, en cada página, aún las más dolorosas, esa convicción profunda de que la vida, pese a lo ingrata que puede ser, es también la cosa más maravillosa que nos ha pasado y, por ello, debemos aprovecharla hasta la última gota.
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