Por Gabriela Calderón de Burgos
El Universo
El gobierno de la Revolución Ciudadana llegó hace 10 años al poder jactándose de ser un grupo de personas con “mentes lúcidas, corazones ardientes y manos limpias”. El argumento era que un grupo de supuestos iluminados, con voluntad de servicio y sin ambición de beneficiarse personalmente, llegaban a salvarnos de un pasado en el que supuestamente habíamos estado sometidos a los arbitrios de los privados. Eran los privados, los malos, los culpables de la corrupción y por eso se requería expandir la envergadura y tamaño del Estado para controlarlos. Por supuesto que quienes administrarían el Estado serían ellos, los buenos, quienes debíamos suponer que tenían una aureola y eran incapaces de ser tentados por los manjares del poder.
El economista Ludwig von Mises decía acerca del intervencionismo y la corrupción:
“...Por desgracia, los funcionarios y sus dependientes no son angelicales. Pronto advierten que sus decisiones implican para los empresarios considerables pérdidas o, a veces, considerables ganancias. Desde luego, también hay empleados públicos que no aceptan sobornos; pero hay otros que están ansiosos de aprovecharse de cualquier oportunidad ‘segura’ de ‘compartir’ con aquellos que sus decisiones favorecen... El intervencionismo engendra siempre corrupción”.
Ahora que estamos inundados de denuncias de casos de corrupción en la administración pública, la reacción del Gobierno ha sido la de lavarse las manos y pretender endilgarle toda la responsabilidad a individuos aislados, muchos de ellos del sector privado. Detrás de cada soborno hay dos partes: el que soborna para obtener un privilegio del Estado y el funcionario sobornado que concede dicho privilegio.
Consideremos algunos casos. En todos se cumple la norma: siempre hay un funcionario con poder de otorgar contratos públicos, o de realizar compras o ventas de una empresa pública. Aquí una breve lista: La Refinería de Esmeraldas, cuyo costo se duplicó; el oleoducto de 93 kilómetros para la Refinería del Pacífico que no existe todavía y en la cual se van gastando $ 1.500 millones; la planta de gas en tierra Monteverde, que terminó costando más del doble; los medicamentos genéricos vendidos por la estatal Enfarma a un costo cinco veces superior a los precios internacionales de referencia; y la red de corrupción en Petroecuador revelada hace tres años por un periodista y un legislador que fueron perseguidos y confirmada con información de los Panama Papers. No olvidemos cosas que causaron un perjuicio menor al erario público, aunque quizás el mayor ridículo, fue el satélite Pegaso que le costó al fisco $ 700.000 y que cuatro meses después de su lanzamiento –televisado en cadena nacional como si fuese la llegada a Marte, la Agencia Espacial del Ecuador (entidad privada patrocinada casi totalmente por el gobierno de la Revolución) dio por perdido. Tampoco olvidemos la beca del exvicepresidente, ahora candidato a la presidencia, para vivir con sueldo millonario del Estado, en Ginebra, sin ser funcionario público.
Son tantos casos que demuestran al menos laxitud en la administración pública, y en el peor de los casos, complicidad por parte de quienes ejercían cargos en empresas y ministerios del Estado.No es que no había corruptos antes, ni que los privados sean santos. Es que nunca antes hubo tanta plata y poder concentrados en un gobierno por tanto tiempo. ¿Qué esperaban? ¿Que los controladores se controlen a sí mismos?