Por Sebastian Edwards
La Tercera
Hace unos días, un amigo argentino me lanzó la siguiente lindura: “Los chilenos son unos bebés, unos malcriados, quejosos y lloricones”. Quedé estupefacto, sin saber qué decir. Pensé en las dos últimas Copas América, pero no me salieron las palabras. Mi amigo aprovechó mi silencio para lanzar una nueva andanada: “Hasta hace unas décadas, Chile era un país de cuarta. Un país simpático, pero mediocre, apagado, inseguro”. Luego hizo un ademán de fastidio y remató: “En verdad, no entiendo de qué se quejan. Son una manga de confundidos. Si quieren tener razones para quejarse, vénganse a vivir un tiempito a la Argentina”.
Respiré hondo y traté de explicarle. Más que un estallido de quejas injustificadas, dije, en Chile hubo un despertar de la clase media, una toma de conciencia de su poder político y económico. Esta clase media hoy reclama cosas atendibles, cuestiones que en los países avanzados son consideradas normales y obvias: un trato digno, buen uso de sus impuestos, productos de buena calidad, cultura y esparcimiento. Exige un sistema político transparente, una sociedad sin dobleces, tolerante e inclusiva; un mundo más plano, con oportunidades para todos, con mayor igualdad, mayores libertades individuales y derechos sociales. Al mismo tiempo, rechazan la incompetencia, la palabrería hueca, los arreglos entre cuatro paredes.