Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Algún día habrá que levantar un monumento en homenaje a la compañía brasileña Odebrecht, porque ningún Gobierno, empresa o partido político ha hecho tanto como ella en América Latina para revelar la corrupción que corroe a sus países ni, por supuesto, obrado con tanto empeño para fomentarla.
La historia tiene todos los ingredientes de un gran thriller. El veterano empresario Marcelo Odebrecht, patrón de la compañía, condenado a diecinueve años y cuatro meses de prisión, junto con sus principales ejecutivos, luego de pasarse un tiempito entre rejas anunció a la policía que estaba dispuesto a contar todas las pillerías que había cometido a fin de que le rebajaran la pena. (En Brasil llaman a esto “las delaciones premiadas”). Comenzó a hablar y de su boca —y las de sus ejecutivos— salieron víboras y ponzoñas que han hecho temblar a todo el continente, empezando por sus presidentes actuales y pasados. El señor Marcelo Odebrecht me recuerda al tenebroso Gilles de Rais, el valiente compañero de Juana de Arco, que, llamado por la Inquisición de Bretaña para preguntarle si era cierto que había participado en un acto de satanismo con un cómico italiano, dijo que sí, y que, además, había violado y acuchillado a más de 300 niños porque sólo perpetrando esos horrores sentía placer.
La compañía Odebrecht ha gastado cerca de 800 millones de dólares en coimas (sobornos) a jefes de Estado, ministros y funcionarios para obtener licitaciones y contratos que, casi siempre escandalosamente sobrevaluados, le permitían obtener ganancias sustanciosas. Esto venía ocurriendo hace muchos años y, acaso, nunca hubiera sido castigado si entre sus cómplices no estuviera buena parte de la directiva de Petrobras, la petrolera brasileña que, investigada por un juez fuera de lo común, Sergio Moro —es un milagro que esté todavía vivo—, destapó la caja de los truenos.
Hasta el momento hay tres mandatarios latinoamericanos implicados en los sucios enjuagues de Odebrecht: de Perú, Colombia y Panamá. Y la lista sólo acaba de comenzar. El que está en la situación más difícil es el expresidente peruano Alejandro Toledo, a quien Odebrecht habría pagado 20 millones de dólares para asegurarse los contratos de dos tramos de la Carretera Interoceánica que une, a través de la selva amazónica, al Perú con el Brasil. Un juez ha decretado contra Toledo, que se halla fuera del Perú en condición de prófugo, prisión preventiva de dieciocho meses mientras se investiga su caso; las autoridades peruanas han dado aviso a la Interpol; el presidente Kuczynski ha llamado al presidente Trump pidiendo que lo devuelva al Perú (Toledo tiene un trabajo en la Universidad de Stanford) y el Gobierno israelí ha hecho saber que no lo admitirá en su territorio mientras no se aclare su situación legal. Hasta ahora, él se niega a regresar, alegando que es víctima de una persecución política, algo que ni sus más ardientes partidarios —le quedan ya pocos—pueden creer.
Me apena mucho el caso de Toledo porque, como ha recordado Gustavo Gorriti en uno de sus excelentes artículos, él encabezó con gran carisma y valentía hace 17 años la formidable movilización popular en el Perú contra la dictadura asesina y cleptómana de Fujimori y fue un elemento fundamental en su desplome. No sólo yo, toda mi familia se volcó a apoyarlo con denuedo. Mi hijo Gonzalo se gastó los ahorros que tenía en la gran Marcha de los Cuatro Suyos, en la que miles, acaso millones, de peruanos se manifestaron en todo el país a favor de la libertad. Mi hijo Álvaro dejó todos sus trabajos para apoyar a tiempo completo la movilización por la democracia y, a la caída de Fujimori, su campaña presidencial hasta la primera vuelta, y fue uno de sus colaboradores más cercanos. Luego, algo extraño ocurrió: rompió con él, de manera precipitada y ruidosa. Alegó que había oído, en una reunión de Toledo con amigos empresarios, algo que lo alarmó sobremanera: Josef Maiman, el expotentado israelí, dijo que quería comprar una refinería que era del Estado y un canal de televisión. (Maiman, según las denuncias de Odebrecht, ha sido el testaferro del expresidente y sirvió de intermediario, haciendo llegar a Toledo por lo menos 11 de los 20 millones recibidos bajo mano para favorecer a aquella empresa). Cuando ocurrió aquello, pensé que la susceptibilidad de Álvaro era exagerada e injusta y hasta tuvimos un distanciamiento. Ahora, me excuso con él y alabo sus sospechas y olfato justiciero.
Espero que Toledo regrese al Perú motu proprio, o lo regresen, y sea juzgado imparcialmente, algo que, a diferencia de lo que ocurría durante la dictadura fujimorista, es perfectamente posible en nuestros días. Y si es encontrado culpable, que pague sus robos y la enorme traición que habría perpetrado con los millones de peruanos que votamos por él y lo seguimos en su campaña a favor de la democratización del Perú contra los usurpadores y golpistas. Lo traté mucho en esos días y me parecía un hombre sincero y honesto, un peruano de origen muy humilde que por su esfuerzo tenaz había —según le gustaba decir— “derrotado a las estadísticas”, y estaba seguro de que haría un buen gobierno. Lo cierto es que —pillerías aparte, si las hubo— lo hizo bastante bien, pues en esos cinco años se respetaron las libertades públicas, empezando por la libertad para una prensa que se encarnizó con él, y por la buena política económica, de apertura e incentivos a la inversión, que hizo crecer al país. Todo eso ha sido olvidado desde que se descubrió que había adquirido costosos inmuebles y dio unas explicaciones —alegando que todo aquello había sido adquirido por su suegra ¡con dinero del celebérrimo Josef Maiman!— que en vez de exonerarlo nos parecieron comprometerlo todavía más.
Las “delaciones premiadas” de Odebrecht abren una oportunidad soberbia a los países latinoamericanos para dar un gran escarmiento a los mandatarios y ministros corruptos de las frágiles democracias que han reemplazado en la mayor parte de nuestros países (con las excepciones de Cuba y Venezuela) a las antiguas dictaduras. Nada desmoraliza tanto a una sociedad como advertir que los gobernantes que llegaron al poder con los votos de las personas comunes y corrientes aprovecharon ese mandato para enriquecerse, pisoteando las leyes y envileciendo la democracia. La corrupción es, hoy en día, la amenaza mayor para el sistema de libertades que va abriéndose paso en América Latina luego de los grandes fracasos de las dictaduras militares y de los sueños mesiánicos de los revolucionarios. Es una tragedia que, cuando la mayoría de los latinoamericanos parece haberse convencido de que la democracia liberal es el único sistema que garantiza un desarrollo civilizado, en la convivencia y la legalidad, conspire contra esta tendencia positiva la rapiña frenética de los gobernantes corruptos. Aprovechemos las “delaciones premiadas” de Odebrecht para sancionarlos y demostrar que la democracia es el único sistema capaz de regenerarse a sí mismo.
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