Por Fernando Herrera
Las ruinas son una visión común en nuestro entorno. La mayor parte de las ruinas que observamos tienen una fácil explicación teórica: el edificio del que derivan dejó de ser útil para el propietario, en el sentido de que los costes de su mantenimiento superaban los beneficios que de él se podían obtener, por ejemplo, por la tecnología haber dejado obsoletas las instalaciones. Al observar estas ruinas, uno entiende, o al menos puede imaginarse, por qué la instalación dejó de utilizarse.
Sin embargo, en otros momentos históricos, o incluso en la actualidad en áreas de pocos recursos, es posible que la gente conviva con ruinas de instalaciones mejores objetivamente que las que actualmente utilizan, y cuyo origen ni siquiera son capaces de imaginar. Algo así, les ocurriría a los aztecas con las ruinas de Teotihuacán, o debió de pasar a muchos habitantes de Europa occidental después de la caída del imperio romano, o puede que les ocurra ahora a muyos camboyanos al ver las ruinas de Angkor. Al respecto, resulta muy ilustrativa la serie de novelas “El último Reino”, de Bernard Cornwell, que también tiene una serie televisiva. En efecto, en estas novelas es constante la presencia de ruinas romanas que muestran una tecnología mucho más avanzada, y unas ventajas de uso muy superiores, a las que les habilita la tecnología del momento, ello varios siglos tras la desaparición del imperio (las novelas ocurren en los años 800-900).
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