Por Briana Erickson
LA HABANA. - El agua que guarda la improvisada cisterna la traen camiones del gobierno, “las pipas”, cuando el vecindario la necesita. La familia limita el consumo a 10 cubos diarios al día por persona.
Los hombres están sentados en los escalones de entrada y juegas a las cartas; las mujeres conversan junto a las ventanas enrejadas. Varios perros callejeros a los que les faltan trozos de pelaje les pasan por al lado.
Los taxistas le dicen la última parada de La Habana, pero para los vecinos es el barrio de Jesús María.
En lo alto de la empinada escalera de hormigón, una familia de siete personas comparte un apartamento pintado de azul pastel y las raciones básicas comunes en Cuba, además de un escaso y potencialmente insalubre abastecimiento de agua que chapotea en una cisterna oscura y vieja justo al pasar la puerta de entrada.
Cuba parece un país donde hay mucha agua, con abundantes lluvias, ríos que cruzan la isla en todas direcciones y manantiales subterráneos de aguas color turquesa que brotan a la superficie.
Pero en la isla siempre ha sido difícil entregar suficiente agua potable a sus habitantes.
Parte del problema es que el agua no está donde está la gente. Aunque la capital cubana está en la región occidental del país, la más húmeda y mejor irrigada, su población de más de 2.1 millones de habitantes significa que cuenta con menos agua per cápita que muchas otras zonas. Además de los problemas de distribución, La Habana y otras partes de la nación también carecen de una infraestructura suficiente y de plantas de tratamiento. La escasez de agua ha empeorado en los últimos años debido a la sequía.
De regreso al apartamento, un niño de 3 años se alegra al escuchar el sonido de duendes que hablan español en el televisor. El pequeño, que se llama Diandro, agarra su muñeco de Spiderman.
El vecindario, que abarca entre 120 y 150 manzanas, tiene un mercado al aire libre para comprar carne y frutas y un minimercado. El mercado al aire libre abre a las 10 de la mañana, pero los vecinos están ahí desde las 9 para asegurarse de conseguir suficiente comida para la familias.
Ellos viven en la parte sur de la Habana Vieja, en una calle que está a 20 minutos en automóvil de donde los turistas se aventuran normalmente. Los vecinos de la zona no tiene automóvil y los ómnibus no llegan a la zona, por lo que tienen caminar 16 cuadras o más para ir al trabajo, o van en bicicleta.
Cada día laboral, Yan Álvarez recoge un fajo de papeles blancos marcado “Despacho”.
Cada papel significa al menos 10 lugares en los que él tiene que bombear agua por toda la Habana Vieja. Llenar el depósito de cada casa demora entre 20 y 30 minutos.
“No llueve”, dice Álvarez, de 40 años, quien lleva siete años haciendo este trabajo.
El corpulento Álvarez dice que trabajó 18 horas el día antes: de las 8 de la mañana a las 2 de la madrugada.
Detiene su viejo camión junto a un apartamento color rosa, el número 109 de la Calle Aguacate. Su esposa, Leonida, lo guía desde el asiento del pasajero.
Entonces arrastra la larga manguera del tanque azul del camión hasta dentro de la casa, hasta entrar a casa de Yanin Amaga, quien espera en la puerta.
Lo mismo que los demás vecinos de toda la ciudad, Amaga dice que siempre espera el día que viene el camión del agua. A veces tiene que estirar su exigua ración hasta siete días antes de que vuelva a ver a Álvarez.
“¿Quieres café?”, le pregunta, aunque ya le lleva la tacita.
Mientras él sorbe su café, su hijo de 3 años, Alejandro, sin camisa y con pantalones cortos a cuadros, salta del camión y tropieza con sus botas azules de goma.
En la casa de Álvarez en Jesús María, la tía de Diandro Elena Rodríguez, su hijo Fabio y el esposo de ella, Eduardo Torres, viven en el piso de abajo.
Los tres comparten una habitación y una cama personal. Los tres juntos ganan el equivalente de 20 pesos convertibles cubanos (CUC) al mes como maestros de baile, (alrededor de 23 dólares estadounidenses, según el cambio reciente de 0.87 CUC por dólar).
Afuera de la habitación de la familia, la luz del día ilumina un pasillo sin techo.
A la derecha está lo que la familia llama el pozo, la cisterna de donde sacan agua para sus necesidades diarias: limpiar, cocinar, bañarse, lavarse las manos, fregar, y —los domingos— lavar la ropa. El agua para beber la hierven.
Si la pipa viene cuando no están en casa, tienen que llamar y sobornar a los camioneros con dinero para que vuelvan, dice Torres.
Hervir el agua para beber se ha convertido en un ritual diario. Aunque Torres tiene hervir el agua desde que era niño, dice que no se le ha hecho más fácil.
“Aquí no vivimos, aquí sobrevivimos”, dice.
Además del agua de la pipa, también entra un poco del líquido por las tuberías, que usa para rellenar la cisterna.
Torres, carismático, de cabello oscuro, se agacha junto al pozo. Introduce un cubo y lo saca rebosante de agua. Cuando el nivel del agua baja mucho, los familiares colocan y sacan el cubo con un cable.
Para tener agua corriente, las tuberías costarían a la familia entre 150 y 200 CUC. (Entre $172 y $230.) Eso es más de lo que Torres y Rodríguez ganan en un año como maestros de baile.
Torres llena una olla, la lleva al fogón y enciende la llama. El agua gris empieza a burbujear; trozos flotantes de roca sedimentaria, calcio y cloro dan vueltas en el caldero.
Fuera de Aguas de La Habana, donde Yan y los demás choferes de las pipas rellenan los camiones cisterna, trabajadores en botas de goma y pantalones largos hacen girar una rueda herrumbrosa.
El agua entra a chorros en cuatro camiones simultáneamente. Cae en cascadas por los costados y se derrama en la calle. En toda Cuba se pierde agua además debido a salideros en las tuberías, lo cual agrava los problemas del abastecimiento.
El olor a gasolina permea el agua mientras pasa un camión azul con un delfín pintado en la parte trasera. El tanque tiene 8,000 litros. Los demás camiones tienen 10,000 litros, y algunos 12,000. Luego, cada uno se adentra en la ciudad hacia los hogares necesitados de agua. Se anima a las familias a que la hiervan antes de beberla.
Frente a una casa del otro lado de la calle, dos hombres con camisa azul marino y la identificación de “Aguas de La Habana”. Mientras levanta la tapa de una alcantarilla con un cigarro encendido entre los dientes, uno de los hombres sacude la cabeza. También hay pipas de 20,000 litros, dice, y esas van directo a los hoteles.
Mientras los cubanos racionan el agua, los turistas beben agua embotellada por litro y se dan duchas calientes como si estuvieran en sus países.
El gobierno cubano ha estado trabajando en la infraestructura de suministro de agua en todo el país. Pero no ha sido suficiente para los habitantes de La Habana y otras ciudades.
La estrategia a largo plazo más importante es proteger los recursos acuáticos naturales de la isla y asegurar que la industria turística. cada vez más importante, use el agua inteligentemente y ayude a financiar soluciones sostenibles, dice Roberto Pérez Rivero, de la Fundación Antonio Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre, una organización científica cubana sin fines de lucro.
“Llevar el agua de aquí hasta allá, eso puede resolver el problema. Pero sólo un tiempo”, dice. Sin una solución más holística que las pipas “pronto todo el mundo sufrirá escasez”.
En el apartamento, el agua sigue hirviendo en el fogón. Rodríguez agarra la cazuela con un paño y lleva el agua humeante a la escalera para que se enfríe. En un par de horas estará lista para beber.
Entonces usa la tapa de uno de los cubos de agua a manera de tabla para cortar tomates con un cuchillo sin mango. Lanza una rodaja de tomate al aire. Su pitbull, llamada Mentira, salta para agarrarla.
“Ella es italiana”, bromea Rodríguez.
Entones echa mano a un puñado de frijoles negros y los mete en el agua para lavarlos. El color contrasta con el azul turquesa de sus uñas.
“Me encanta mi país”, dice Rodríguez. “Pero… a Cuba le falta todo”, sentencia.
Este reportaje es parte de un proyecto de narración multimedios llamado “Cuba: Outside In”, de estudiantes de la Escuela de Periodismo y Comunicaciones de la Universidad de la Florida.