Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
Una de las cuestiones más disputadas en los debates sobre la posibilidad de establecer sociedades sin Estado es la de cómo se defenderían estas sociedades a falta de un ente monopolista de los servicios de defensa. En ausencia de tal entidad los habitantes de un determinado territorio serían fácilmente vencidos por el invasor, al carecer estos de organización y de un mínimo de acción colectiva que pudiera confrontar con éxito al agresor. El tema es fascinante y mucho más profundo de lo que a primera vista pudiera parecer, y de hecho se podría decir que es una suerte de analogía en el mundo de la política a lo que fue en su momento el debate sobre la imposibilidad del cálculo económico en una economía socialista en la teoría económica. Requiere entender muy bien os mecanismos de coordinación humana y la capacidad de llevar a cabo acciones colectivas en ámbitos excluidos total o parcialmente de los mecanismos de coordinación económicos habituales, como los precios monetarios u otras fórmulas de cálculo alternativas.
En primer lugar, debemos establecer que el concepto de invasión no es algo fácilmente definible. Por principio podríamos perfectamente definir cualquier agresión o violación de nuestra integridad física o material como una invasión. Toda agresión violenta por parte de otra persona podría entrar en esta categoría, pues el agresor es siempre otro, y a efectos prácticos es de poca relevancia que el bandido o el terrorista que nos agrede sea nativo y ciudadano de nuestro Estado o que provenga de otro. Normalmente el daño que se nos causa no varía según el color del pasaporte del agresor. Lo mismo acontece en el caso de violencia ejercida por grupos bien organizados como guerrillas o milicias. Los daños causados por una guerrilla o grupo terrorista nacional no son muy distintos de los causados por una milicia situada más allá de nuestras fronteras. Incluso la violencia nacional, como en el caso de guerras civiles, puede ser de mayor intensidad, pues normalmente viene acompañada de un tipo de odio que le es propio y que no se da tanto en conflictos internacionales. Ambas, en cualquier caso, son invasivos de la vida o propiedad del afectado y ni la forma ni la naturaleza de la banda armada tienen por qué ser muy distintos. Que nos queme la casa un connacional o un extranjero no parece a simple vista muy distinto.
Sin embargo, en lo que respecta al tema que estamos discutiendo en estos artículos, sí parece ser relevante. Si bien en ambos casos el Estado usa esa amenaza potencial de violencia como la razón última que justifica su existencia, en el caso de la invasión de nuestra vida o propiedad por nacionales podría ser visto como un fracaso o fallo del Estado en llevar a cabo sus funciones, demostrando su incapacidad de hacer cumplir su reclamado monopolio de la violencia. De hecho, autores como Van Creveld en su The Rise and Fall of the State predicen que los Estados modernos enfrentados a formas de violencia no convencionales, como el terrorismo yihadista o las nuevas formas de crimen organizado, no sabrán ni podrán darles respuesta adecuada dado que las formas que estas usan descolocan las pautas de gestión de la violencia de aquellos. Un tanque o un avión de combate valen contra otro Estado o contra una guerrilla organizada militarmente, pero no contra mafias reticulares como la 'Ndrangheta o contra lobos solitarios del Estado Islámico. Incapaz de afrontar desafíos nuevos, el Estado tradicional tendría que cambiar de forma o desaparecer como monopolista de la violencia, prevé este autor, reputado teórico militar de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Si bien la violencia interna puede ser usada para deslegitimar el poder estatal, en cambio la violencia ejercida por grupos organizados fuera de nuestras fronteras parece ser un argumento de mucho peso para seguir legitimando teóricamente la existencia del Estado. Y sin duda lo es, por lo que se hace necesario cuando menos discutirlo con cierto detenimiento. Si no los he entendido mal, este tipo de argumentos presume que una sociedad carente de Estado sería fácilmente invadida y sus habitantes asesinados, esclavizados o saqueados por parte de algún grupo organizado ajeno a tal comunidad anarquista. Es una visión que parte de una suerte de pesimismo antropológico muy al estilo de Hobbes, según la cual los humanos estaríamos en perpetuo conflicto unos contra los otros y sólo la mano de hierro del Estado, usada claro está con intenciones benéficas, podría eliminar tal amenaza, que parte del terror atávico del ser humano a ser muerto o dañado por sus congéneres.
Partiendo de tal premisa, podemos diseñar algunos escenarios de invasión. El primero sería un territorio anárquico rodeado de Estados. Los críticos del anarcocapitalismo prevén que tal territorio será con mucha probabilidad invadido, bien por los Estados circundantes bien por hordas o bandas procedentes de esos territorios. Como en cualquier lucha, el resultado dependerá de la fuerza relativa de cada actor, de la capacidad y disposición a luchar, de la superioridad de armamento, etc. Pero recordemos que los Estados modernos excluyen a la mayoría de la población de la capacidad de defenderse, privándola de entrenamiento y armamento (los suizos al conservar muchos rasgos premodernos en su estatalidad serían casi una excepción en nuestro entorno). El mero hecho de confrontar una anarquía contra uno o varios Estados no nos puede decir nada a priori. Lo mismo acontece en las luchas entre Estados, sin que la mera existencia de estos pueda garantizar su supervivencia o evitar la agresión. De poco le valió el Estado a los checos, belgas, daneses o franceses, aun teniéndolos muy evolucionados, frente a los nazis. Los romanos con todo su Estado un pudieron resistir a hordas mal organizadas y casi anárquicas de godos o vándalos. El Estado etíope dudo que pudiera causar mucho daño a una Texas ácrata poblada por fieros minutemen de la asociación del rifle. El resultado del conflicto dependería, por tanto, de la capacidad militar de las partes, y la mayor o menor anarquía sería un factor más del combate.
Si el Estado garantizase por su mera existencia la ausencia de invasiones sería un elemento muy a su favor en nuestro debate y yo sería el primero en reconocerlo, pero la existencia del mismo no ha librado a un número muy importante de pueblos de ser invadidos y derrotados, exactamente igual que lo que nos dicen que ocurriría en una situación de anarquía.
El argumento estatista se completa con la idea de que sería imposible establecer ningún tipo de acción colectiva que permitiese la defensa frente al invasor. Como en otras ocasiones hemos manifestado, resulta curioso observar cómo grupos enormes de personas son capaces de organizarse en anarquía para construir empresas y asociaciones de todo tipo, coordinadas a través de precios o reglas tácitas de conducta, y en cambio no serían capaces de organizarse para defender sus vidas o la de sus seres queridos. La historia nos muestra que sí han sido capaces, bien a través de confederaciones para la guerra, como las naciones indias frente a la agresión del Estado norteamericano, o bien, por curioso que parezca, fragmentándose aún más para dificultar el control del territorio por el invasor (muchos indios, por ejemplo, se dividían en grupos más pequeños y formaban partidas de cimarrones o bandoleros para hostigar al enemigo). La guerra española de Independencia frente al ejército napoleónico nos muestra una estrategia parecida, fragmentando España primero en varios reinos y formando después partidas de guerrilleros para combatir de forma descentralizada al invasor (con bastante éxito, por cierto, dado el poderío del enemigo). También fue la empleada por los talibanes tras la invasión de 2001, con el resultado de que al poco tiempo ya habían conseguido recuperar buena parte del territorio. Esta estrategia, aunque parezca lo contrario, no es necesariamente mala, pues dificulta y encarece la conquista, además de que no fía la resistencia a unas pocas batallas (caso de la caída de Francia en la Segunda Guerra Mundial) y permite a los resistentes conocer la forma de pelear del enemigo. Por ejemplo, ¿sería para Pizarro más fácil o más difícil la conquista del Perú si en vez de enfrentarse con sus cientos de soldados a un gran imperio centralizado de 10 millones de habitantes tuviese que enfrentarse a 20 principados de 500.000 cada uno? ¿Podrían los pocos miles de conquistadores hispanos conquistar más fácilmente una América de grandes imperios o una América compuesta de muchas sociedades sin Estado? Como siempre, todo dependerá de la capacidad bélica de unos y otros, pero intuyo que la anarquía no haría más difícil defenderse de la invasión sino más fácil. Incluso en el caso de una invasión de alienígenas cabría discutir cual podría ser la mejor estrategia, bien concentrar las fuerzas y fiarlo todo a un ente centralizado o descentralizarse y combatir al enemigo de forma descentralizada obligándolo a ocupar todo el terreno y combatiéndolo con formas variadas de lucha.
Otra cuestión que se podría plantear al hilo de este debate es la idea de que todos procederían a invadir al más débil. A Alemania le sería muy fácil conquistar Luxemburgo, igual que a Francia Mónaco o a Senegal Gambia. ¿Por qué no lo hacen? Según la lógica de la conquista de los estatistas sería indiferente a efectos prácticos conquistar una anarquía que un estado más débil, pues la capacidad de oponerse sería más o menos la misma. Pero la respuesta es que la conquista normalmente no aporta grandes ventajas al conquistador y menos en el actual contexto de integración y globalización económica[1]. Es más barato y beneficioso comprar e intercambiar que conquistar e invadir. En la era de internet es más barato, cómodo y menos arriesgado obtener bienes a través de Amazon o Alibaba que fletar barcos de guerra y montar expediciones de saqueo. Los beneficios económicos de la conquista y el imperio nunca han sido muy grandes como nos muestra la, por desgracia no muy abundante, literatura sobre la economía del imperialismo. Y de haberlos se concentran en sectores próximos a las clases gobernantes, mientras el resto de la población asume los costes. De ser cierto que la conquista beneficia al conquistador, países con inmensos dominios territoriales como Portugal se contarían entre los más ricos de la tierra y países que nunca “disfrutaron” de los beneficios de la conquista como Suiza se encontrarían entre los más pobres. Si esto se aplica a las conquistas entre Estados bien podría predicarse también a la invasión de territorios sin Estado. Según esta lógica, a los habitantes de estos territorios les bastaría para defenderse con encarecer la invasión hasta el punto de que esta no compense y los conquistadores prefieran usar un teléfono móvil para obtener lo que precisen en vez de someterse a las penurias de asedios y trincheras. De hecho, la lógica de la guerra moderna va en esta línea y trata no tanto de obtener victorias militares como de conseguir que el agresor se agote y desista (Vietnam sería un buen ejemplo de derrota no causada por motivos estrictamente militares sino por propaganda y daño económico al invasor).
De todas formas, el peligro de invasión existe, de ahí que autores anarquistas como Huemer (The problem of political authority) afirmen que los primeros experimentos de sociedad sin Estado aparecerán en zonas altamente desarrolladas y pacíficas del mundo, en las cuales los propios habitantes del territorio agresor verían como algo inaceptable el hecho de agredir a vecinos pacíficos y con los que se mantienen relaciones comerciales y personales satisfactorias. Pero del posible origen de las futuras sociedades anarcocapitalistas nos ocuparemos en algún otro artículo de esta índole.
[1] Vid., Stephen G. Brooks, “The Globalization of Production and the Changing Benefits of Conquest” en Journal of Confflict Resolution, vol 43, nº 5, October 1999, pp. 646-670.