Por Enrique Fernández García
La igualdad moral, la importancia primaria igual de la vida de todos y cada uno, no significa que todos sean iguales en otros aspectos.
Thomas Nagel
En 1988, Leopoldo Zea publicó su provechoso Discurso desde la marginación y la barbarie. Es un libro que, más allá de las críticas relacionadas con la cultura, permite una reflexión sobre valores supuestamente en disputa. Me refiero a un par que ha originado debates de indudable relevancia: libertad e igualdad. En efecto, ese autor analiza la problemática planteada por su aparente incompatibilidad, descartándola con solvencia. Es que conseguir una no implica el desconocimiento o supresión de la otra. Sólo quienes defienden una concepción absoluta de cualquiera podrían rechazar su coexistencia, pues alegarían que toda limitación es imposible. En consecuencia, un hombre libre no tiene por qué temer ni, menos aún, deplorar las pretensiones igualitarias, salvo cuando éstas procuran conducirnos a la opresión.
Así como tenemos distintos valores, los cuales no son necesariamente negados por la igualdad, encontramos diversas situaciones en que su presencia se vuelve manifiesta, aunque tras mirar al prójimo. Sucede que, conforme a lo señalado por Norberto Bobbio, no podemos entender ese concepto ni tampoco su opuesto, la desigualdad, sin pensar en compararnos con los demás. En este sentido, debe recordarse que, si bien tenemos elementos comunes, por lo que puede hablarse hasta de un género humano, existen también diferencias del más variado tipo. Es evidente que podemos hallar coincidencias gratas, tan estimables como el aprecio por los libros o la repulsión frente a brutalidades políticas; no obstante, las ruindades están asimismo en condiciones de volvernos semejantes. No es suficiente la concordancia ni el desacuerdo; lo fundamental tiene que ver con su cualidad moral.
La revisión del pasado, con sus guerras y, en suma, horrores diversos, posibilita notar cuán sensato es reivindicar una igualdad de carácter jurídico-político. Ciertamente, nada parece más elemental que esto, excepto si aspiramos a forjar un orden en donde las condiciones mínimas para nuestro buen desenvolvimiento sean cuestionadas. Con seguridad, es razonable tener una posición favorable a esa idea, generadora del patrocinio a la libertad de pensamiento, expresión y asociación, entre otras facultades tan básicas cuanto innegociables. Todos deberíamos ser iguales respecto al reconocimiento de tales derechos, teniendo, por ende, idéntica protección ante los abusos que sean consumados en su contra. Instaurar un sistema sobre esta base no conlleva sino a convenir que tenemos la misma esencia, condición, naturaleza o, si se prefiere una voz menos controvertida, dignidad.
Pero no todos están satisfechos con una reivindicación moderada de la igualdad. Efectivamente, se ha postulado que sea el valor supremo en cualquier campo de la vida. Así, como si fuese algo siempre abominable, se condena al más ínfimo indicio de la desigualdad, considerándola injusta en toda circunstancia. Nadie discute que, por ejemplo, cuando se han forjado de modo arbitrario, las diferencias socioeconómicas puedan tornarse debatibles; empero, sin mediar dicha situación, no parece comprensible exigir el igualamiento en ese plano, imponiendo una realidad uniforme. Puede formar parte de nuestros anhelos ideológicos; sin embargo, ampliar la mirada igualitaria, acompañada por el ejercicio del poder, suele dirigirnos hacia terrenos en los que sus exageraciones impiden el acceso a días prósperos. Además, nunca olvidemos que las prédicas igualitarias han terminado en el establecimiento de jerarquías inmutables e infames.
El autor es escritor, filósofo y abogado.