Por Javier Milei
Existen dos modos distintos de enfrentarse al mercado capitalista, aún entre los mismos economistas que consideran que el sistema de precios libres es el mejor mecanismo para cumplir las funciones asignativas en una economía.
Por un lado esta el típico caso de la microeconomía, en el cual, bajo mercados perfectamente competitivos la economía opera con conocimiento perfecto. Así, la elección que haga un individuo es la mejor que cabe hacer entre una serie de alternativas conocidas. Dados los precios de todos los bienes, cada decisor puede transformar el presupuesto del que dispone en una serie de cestas de bienes alternativas y, entre todas estas, selecciona la que considera preferible, de modo que tal selección constituye el conjunto de compras y ventas que realiza en el mercado. En esta visión, la hazaña de un mercado competitivo es que los bienes comprados y vendidos cuadran perfectamente como consecuencia de unos precios de equilibrio conocidos por todos. Todo intento de compra y de venta tiene éxito. Los bienes que pueden ser vendidos a un precio que beneficia tanto al vendedor como al comprador resultan vendidos. Por lo tanto, en esta pintura del mercado no existen sorpresas y por ende no hay beneficios ni pérdidas extraordinarias.
Por otro lado, dicha visión contrasta fuertemente con la posición de la Escuela Austríaca, la cual caracteriza al mercado como un proceso de descubrimiento, donde cada precio pagado o cada ingreso percibido son parte de un sistema, en el cual, cada transacción es fruto de los descubrimientos simultáneos realizados por todas las partes implicadas.
Ahora, el mercado consiste en una sucesión de conjuntos de transacciones, siempre cambiantes, que emergen como resultado de la interacción de tales pujas. En cada momento, las mercancías adquiridas por los compradores y los ingresos percibidos por los vendedores representan los descubrimientos realizados hasta entonces por unos y otros. También expresan los errores que ambos siguen cometiendo y que otros habrían cometido de haberse incorporado al mercado si hubieran sido conscientes de las posibilidades reales del mismo.
En este marco, los descubrimientos empresariales podrán seguir realizándose en la medida en que existan sin aprovechar oportunidades de realizar un intercambio mutuamente ventajoso entre un par cualquiera de participantes en el mercado y con respecto a un par cualquiera de mercancías de las que sean propietarios. Además, en un mercado con múltiples bienes, el descubrimiento de una oportunidad producirá una cascada de nuevos cambios en las decisiones de compra y venta de los individuos, así como nuevas oportunidades de intercambios mutuamente ventajosos.
De este modo, el proceso de mercado consiste precisamente en la sucesión de descubrimientos inducidos, proceso que sólo se detendría, en ausencia de cambios exógenos. Esto es, cuando todas las oportunidades de realizar intercambios mutuamente ventajosos hubieran sido ya aprovechadas y no quedara en consecuencia lugar para ulteriores descubrimientos empresariales.
Por ende, en la visión austríaca, al contrario que en la primera, el énfasis recae sobre las densas brumas de ignorancia que recubren cada decisión adoptada. Es más, el éxito del mercado no consiste ahora en su habilidad para producir precisamente el conjunto de precios de equilibrio que conduce a una infinidad de decisiones perfectamente ajustadas (cada cual adoptada con un perfecto conocimiento de todos los precios). Más bien, el éxito del mercado se juzga por su capacidad de generar descubrimientos.
Partiendo en cada instante de un trasfondo dado de una mutua ignorancia entre los participantes en el mercado, el funcionamiento del mercado irá espontáneamente ofreciendo los incentivos y oportunidades que acabarán conduciendo a dichos participantes a disipar cada vez más esas brumas de ignorancia. De hecho, son estas brumas las culpables de que el mercado no acabe de conseguir un perfecto ajuste entre las decisiones, y es precisamente el hecho de que el mercado continuamente genere las intuiciones que las disipan lo que posibilita que se alcance el grado de ajuste efectivamente existente.
Por último, la justificación racional para el uso de la competencia surge de la base de no conocer anticipadamente los hechos que determinan las acciones de los competidores. Tanto para los deportes, como en los exámenes o en los premios para la poesía, sería inútil organizar una competencia si supiéramos de antemano quién será el ganador. Así, la competencia debe ser considerada como un procedimiento para descubrir hechos que, de no recurrir a ella, serían desconocidos para todos o, por lo menos, no serían utilizados.
Por lo tanto, de la formulación anterior surgen de inmediato dos corolarios: (i) la competencia es valiosa porque sus resultados son imprevisibles y diferentes de aquellos que se pudieran haber perseguido deliberadamente, y (ii) los efectos generalmente provechosos de la competencia incluyen desilusionar o derrotar algunas de las expectativas o intenciones particulares.