Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
Este artículo está escrito en pleno debate sobre la secesión de Cataluña. Podría ser de actualidad debatir sobre si los procesos de secesión son una posible evolución a sociedades anarcocapitalistas, pero, por principio, no me gusta debatir sobre temas tan polémicos en momentos en los que se discute con apasionamiento, y si bien tengo una postura al respecto (que coincide en lo esencial con la del director de este instituto), prefiero discutirla en momentos más calmados, por lo que este mes propongo el asunto de la transformación de la guerra y sus posibles consecuencias sobre la evolución de los Estados.
Los procesos de formación del Estado moderno y su posterior evolución están íntimamente ligados a la guerra. Historiadores y politólogos como Charles Tilly, Michael Mann, John Hall o Bruce Porter, no todos ellos libertarios, han explicado estos procesos como una dialéctica constante entre la estructura organizativa del Estado y las formas de hacer la guerra. Como observó uno de ellos, Charles Tilly, el Estado hace la guerra y la guerra hace al Estado. De ser este argumento correcto y ser aún la guerra el principal factor de definición estatal, se podría establecer que cambios en la forma del conflicto o en la defensa deberían alterar de forma sustancial la forma en la que el Estado se configura. Un historiador militar israelí, Martin van Creveld, ha expuesto en dos de sus libros (Rise and fall of the state y Transformation of war) la tesis de que las nuevas formas de guerra convertirán a los modernos estados en una suerte de reliquia histórica incapaz de cumplir con la función que teóricamente justifica su existencia, que es la de garantizar la seguridad de su población. A este respecto me gustaría abrir un doble debate, siendo el primero el de si la función de seguridad sigue aún siendo la principal función del Estado en las sociedades modernas de nuestro entorno y, la segunda, si es correcta o al menos potencialmente correcta la aseveración del profesor Van Creveld sobre la capacidad del Estado moderno de afrontar los nuevos desafíos a la seguridad. De ser cierta su teoría se podría entonces debatir, algo que haremos en un posterior trabajo, si el anarcocapitalismo podría llegar tras una evolución de este tipo y si este podría conformarse como la mejor de las respuestas posibles a este desafío. Ahora procederé a explicar cuál es mi postura al respecto de estos dos debates.
Si observamos los presupuestos de los modernos Estados occidentales, como quería el viejo Schumpeter, para medir la importancia de las distintas funciones públicas, parecería que las funciones de defensa y seguridad ya no son ni mucho menos la principal de las preocupaciones de los gobernantes, siendo preteridas por el gasto en pensiones o en bienestar social. El Estado moderno no parece preocupado, al menos en lo que al gasto se refiere, por el mantenimiento del orden y la seguridad, sino por el mantenimiento de servicios sociales de educación o sanidad e incluso de investigación o cultura. El viejo Estado gendarme parece haber pasado a mejor vida y el moderno poder político sólo nos muestra su cara más amable en términos de cuidados y protección de la población en general y de los más débiles e indefensos en particular. La gestión de la violencia ya no sería, pues, la función esencial del Estado, como no lo serían tampoco las otras funciones definidas como imprescindibles como la de justicia o la de construcción y sostenimiento de infraestructuras, también relegadas a la marginalidad, por lo menos en lo que a asignación presupuestaria se refiere.
Pero no estoy de acuerdo con Schumpeter en este punto. Si bien el gasto público en seguridad es porcentualmente pequeño en nuestro entorno, esto no implica que el gasto en seguridad haya disminuido en términos absolutos en perspectiva histórica y mucho menos implica que haya dejado de ser su función más importante y la que legitima su existencia. Sin el monopolio de la gestión de la violencia los Estados modernos no habrían podido en el pasado ni podrían haber mantenido en el presente el actual nivel de intervención en la vida social, ni recaudar los fondos para financiar los servicios públicos que lo legitiman. Sin el monopolio de la violencia y la amenaza de su ejercicio no sería posible, en primer lugar, conseguir recaudar la cantidad de ingresos de la que hoy disponen los Estados. Tampoco les sería posible conseguir la disciplina social que hace que la casi totalidad de la población obedezca sin resistencia sus directrices y, por ejemplo, escolarice a sus hijos en los sistemas obligatorios de instrucción pública, lo cual a su vez deriva en un incremento ulterior de los niveles de aquiescencia a las directrices estatales. El cambio que se ha producido en el ámbito de la seguridad es en el peso relativo de los mecanismos de defensa externa, que se han reducido en relación a los que se refieren al mantenimiento del orden público en el interior de las sociedades. A día de hoy, las guerras clásicas se puede decir que han desparecido y el conflicto se expresa más bien en luchas por el control por el poder en el interior de un Estado, con o sin intervención de potencias exteriores. De ahí que la función militar del Estado haya decaído en beneficio de la función policial del mismo, dándose al tiempo cambios en la propia organización y en las dotaciones de armamento necesarias para tal función, produciéndose cierta mímesis entre ambas, de tal forma que las policías (algo muy visible en Estados Unidos) usan armamento cada vez más pesado y, a la inversa, los ejércitos son cada vez más usados en funciones de orden público, siendo cada vez más habitual observar a soldados patrullando las calles como medida de disuasión antiterrorista. En conclusión, no entiendo que la defensa haya dejado de ser la función central del Estado, sin la cual este no podría en última instancia sostener su capacidad, pero sí reconozco que esta función haya abandonado el primer plano entre los argumentos usados para legitimar al moderno poder político y perdido, por tanto, visibilidad.
Una vez establecido este punto debemos pasar a discutir si la forma en la que el Estado presta sus servicios de defensa sigue siendo la más adecuada para garantizar la seguridad de la población y, de no ser así, analizar su posible evolución. Autores como Spruyt afirman que el Estado moderno es hijo de la artillería que destruyó el castillo feudal y sería, por tanto, lógico que nuevas formas de agresión o de gestión del conflicto pudieran a su vez contribuir a la superación de la forma estatal, incapaz de dar respuesta adecuada a las mismas.
Nuevas formas de agresión son las nuevas formas de terrorismo (sobre todo el yihadista), las mafias del siglo XXI, que son en muchas ocasiones mafias viejas como la N'Dranguetta, que paradójicamente se revelan perfectamente adaptables a las realidades tecnológicas del siglo XXI. Desafíos de nuevo cuño son los nuevos piratas y traficantes de personas que usan sofisticadas formas de cobro como el bitcoin o paypal. Nuevas formas de armamento como los drones (potencialmente usados incluso en forma de enjambre) o las nuevas generaciones de minas pueden reequilibrar el potencial de la defensa frente al ataque, dificultando al Estado su capacidad de control de territorios rebeldes. La aparición de ciudades ferales (ciudad con tal densidad de población que hacen imposible el control por parte de las policías convencionales) como pueden ser algunas grandes urbes de la India, Pakistán o Latinoamérica, plantean nuevos retos a la seguridad. Recordemos que históricamente los gobiernos podían controlar mejor a las ciudades que al campo, pero con ciudades enormes llenas de escondites y barios impenetrables en los cuales se pueden esconder todo tipo de terroristas o en las que maras o bandas pueden ejercer impunemente su dominio, el modelo tradicional de dominio estatal se tambalea. Los antiguos guerrilleros y partisanos operaban mejor en el campo, donde podían ocultarse dado su mejor dominio del terreno: pero ahora son las ciudades, sobre todo las grandes, el lugar donde pueden ocultarse y disimular mejor. Bin Laden, por ejemplo logró mantenerse oculto mucho tiempo en una de estas urbes. Dado que el espacio de este tipo de artículos es corto, analicemos entonces alguna de estas amenazas para ver en qué medida el Estado puede afrontarlas sin tener que abandonar su forma actual.
Los Estados modernos han diseñado tradicionalmente sus sistemas de defensa para confrontar a otros Estados, pero su escala o su organización para la prestación de este tipo de servicios pudiera no ser la adecuada. Por una parte, son muy pequeños para confrontar amenazas que se coordinan en red a escala mundial, en la forma de grupos terroristas yihadistas tipo Al Qaeda o ISIS (frente a los movimientos terroristas clásicos que operaban exclusivamente dentro de un Estado como ETA o el IRA). Tampoco las mafias de nuevo cuño, frente a las tradicionales, operan en un sólo país, sino a escala mundial, llegando a crear alianzas con otras organizaciones similares, como bien relata Claire Sterling en sus libros sobre las mafias. La coordinación de los Estados en este aspecto es muy compleja, pues ambas amenazas aprovechan vacíos legales y la difícil interoperabilidad de las distintas agencias de seguridad estatales.
A su vez, los Estados-nación son demasiado grandes para afrontar con eficacia el problema, dada la enorme desproporción de medios usados por unos y otros. Un pequeño grupo de terroristas, que en circunstancias normales no pasarían de montar un alboroto en una verbena o una taberna y ser convenientemente molidos a palos, pueden, en cambio, usando armas caseras desestabilizar países enteros de decenas de millones de habitantes, con fuerzas de seguridad bien dotadas, armadas y entrenadas. En Francia llegó a establecerse el estado de alerta y en España causó una crisis política de gran alcance. El Estado sólo puede actuar con un gran coste y su dimensión y su forma de operar no es probablemente la adecuada para afrontar esta amenaza y, de hecho, se han dado atentados indiscriminados en los Estados más consolidados del mundo. ¿Cómo se afrontaría el problema en una sociedad sin Estado? Primero, en una comunidad privada la presencia de minorías radicales de este tipo es mucho más difícil de ocultar y prevenir. Es más fácil detectar un terrorista en Liechenstein que en París, Londres o Berlín. Una comunidad privada dudo que facilite o permita el asentamiento o la entrada de este tipo de sujetos en su territorio, pues el acceso a los mismos no sería libre como lo es ahora. Segundo, el efecto de caja de resonancia, de tal forma que un atentado en cualquier sito ve multiplicado su efecto a nivel de todo un Estado desestabilizándolo y consiguiendo multiplicar su efecto en todo su territorio (objetivo último del terrorista), se ve aquí muy reducido dado que los efectos políticos del atentado quedarían reducidos a una escala más local. Muy probablemente la población de las sociedades sin Estado estén armadas o entrenadas para afrontar este tipo de amenazas, no como en las poblaciones estatizadas en las que la recomendación es escaparse y correr durante el tempo en que tarde en llegar un agente. Por último, habría que discutir si los sistemas penales de los Estados o sus formas de combatir el terror son las más adecuadas. Intuyo, aunque bien pudiera equivocarme, que los asesinos de las Ramblas no parecen estar muy asustados por la prisión permanente revisable de Gallardón. Nuevas formas de combate flexibles o organizaciones también reticulares como las mafias probablemente pudiesen combatir el terror de una forma más eficaz y menos costosa (la mafia corsa solicitó que le dejasen a ella hacerse cargo del trabajo, dado que el Estado, con sus portaviones y aviones de combate, no parecía muy competente).
Lo mismo podría decirse también , por ejemplo, de la piratería. Frente a la amenaza de los piratas en el Índico se enviaron por parte de los países europeos buques de combate preparados para combatir a buques similares, no a pateras con motor. Esos buques, además del enorme coste del viaje, no parecen ser por dimensiones o por procedimientos operativos la mejor forma de combatir a tales piratas. Los armadores solucionaron el problema con dos o tres mercenarios sudafricanos, dotados de armamento apropiado para ese tipo de navíos y bien entrenados para esa tarea en concreto. Desde entonces no se han producido más apresamientos.
Quisiera, así, con estas páginas contribuir a abrir algún tipo de debate sobre este tema y, en general, sobre la evolución de las formas de defensa y seguridad estatales y su contraste con las de una sociedad ancap.