Por Álvaro Vargas Llosa
Las elecciones legislativas de hoy en Argentina son, desde cierto punto de vista, más importantes que las que llevaron a Mauricio Macri al poder en 2015. Porque, a menos que la súbita aparición, hace cuatro días, del cadáver de Santiago Maldonado, un joven activista que había desaparecido en raras circunstancias en la zona mapuche del país, modifique el comportamiento de muchos electores, todo indica que el gobierno obtendrá una sólida victoria. La tendencia apunta a una derrota definitiva del kirchnerismo y el inicio de una recomposición total del poder en el propio peronismo.
En otras palabras, estas elecciones podrían ser un parteaguas en la historia reciente de ese fascinante, desconcertante país. Las elecciones de 2015, ganadas por Macri por un pelo, supusieron un cambio de gobierno, de orientación y del clima imperante, lo cual no es poca cosa. Pero mientras no se produjera un punto de inflexión definitivo como el que puede suceder hoy, el cambio de modelo y la remodelación de las estructuras del país no eran del todo posibles. Y, en cualquier caso, el riesgo de retroceso iba a seguir allí. Ahora, si los electores transforman el mapa electoral, Macri tendrá vía libre para acometer las reformas que aguardan impacientemente a su ejecutor y se abrirá la perspectiva de una revalidación en las presidenciales de 2019.
Decir que el gobierno (Cambiemos), según los sondeos, debería obtener alrededor del 40% nacional no explica al verdadero alcance del resultado que se espera. Más preciso es decir que ningún Presidente, desde la recuperación de la democracia a comienzos de los 80, obtuvo una victoria en tantas y tan significativas provincias como las que se inclinaban, en los últimos sondeos, por el oficialismo.
El gobierno debe, en principio, ganar en las cinco grandes circunscripciones -la capital, la provincial de Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza y Córdoba-, algo que hasta hace poco parecía impensable dado que la provincia bonaerense, que concentra cerca del 40% del voto nacional, es un bastión tradicional del peronismo. Pero, además, se impondrá en provincias como Entre Ríos, La Pampa y Santa Cruz (la plaza histórica de los Kirchner), por no mencionar a otra decena. Un verdadero dominó electoral de fichas que van cayendo a medida que se va desmoronando el poder descomunal que llegó a concentrar el kirchnerismo, la variante más populista del peronismo desde el general Perón.
El golpe político que esto representa para el kirchnerismo lo será también, si no suceden imprevistos, para el peronismo no kirchnerista. En algunos de esos lugares y otros, como San Luis, figuras territoriales clave de ese movimiento -caciques locales con los que durante años el poder central tuvo que negociar no siempre desde posiciones de fuerza- verán sellado su declive.
En la actualidad, el macrismo controla sólo 86 escaños en diputados y son necesarios 129 para obtener el quórum, es decir poder aprobar leyes sin pactar. Esto, y la agitación social considerable que el peronismo sociológico y el kirchnerismo político han sido capaces de mantener durante la primera etapa del gobierno, es lo que explica que la Casa Rosada no haya podido pisar el acelerador de las reformas tanto como se lo exigían muchos de sus partidarios. Aunque ha logrado, mediante negociaciones con el peronismo no kirchnerista, sacar adelante iniciativas (o impedir que el kirchnerismo imponga otras), su debilidad parlamentaria ha sido un dato central. Sólo la habilidad de Marcos Peña, jefe del Gabinete de Ministros, y otros operadores ha impedido que esa debilidad no siempre pareciera tal cosa. Pero ella era real y contribuyó a crear la atmósfera de precariedad que acompañó los comienzos del gobierno de Macri.
Por eso importan tanto la modificación del mapa parlamentario que producirán, en principio, estos comicios. El oficialismo podría aumentar su representación hasta rozar los 110 escaños, quedándose cerca de la mayoría necesaria y en perfecta capacidad de lograrla con la suma de votos de opositores tibios muy distanciados del kirchnerismo. La recomposición parlamentaria también privará a la oposición de los dos tercios que tenía hasta ahora y le permitían, matemáticamente, revertir cualquier veto presidencial a leyes surgidas desde filas opositoras.
También en el Senado se producirá un cambio sísmico. Allí Macri estaba en una desventaja proporcionalmente mayor frente al kirchnerismo y todo indica que podría igualar en número de escaños a su mayor adversaria. En la práctica, eso equivale a superarla ampliamente por dos razones: la previsible estampida de kirchneristas ante la derrota de su jefa y, sobre todo, el apoyo que darán al gobierno los senadores peronistas no kirchneristas por la capacidad de presión que tienen sobre ellos los gobernadores de las provincias.
No sólo las matemáticas parlamentarias anuncian vientos de cambio: también, y lo que quizás sea más importante para Macri en lo personal aunque no necesariamente lo sea para el equilibrio de poderes democrático, la ausencia de un líder opositor. Sergio Massa, el ex peronista que llegó a desafiar al kirchnerismo en su momento y apuntaba como un gran dolor de cabeza para Macri, quedará reducido a la insignificancia (con una veintena de diputados o poco más). A su vez, la división del peronismo, que pasará a convertirse en una protoplasmática multiplicación de facciones, impedirá durante un buen tiempo que ese poderoso movimiento tenga capacidad para plantar cara a la Casa Rosada.
¿Y Cristina Kirchner? Aunque ella entrará al Senado casi con toda seguridad (falta por verse si la acompañará alguien más de su lista en la provincia de Buenos Aires), su principal adversario a partir del día después no será el Presidente sino el peronismo. O, mejor dicho, los peronismos. En estos comicios participan tres facciones -el kirchnerismo, el justicialismo tradicional y la corriente massista-, pero lo previsible es que surjan más porque la realidad electoral y política (y, como veremos, pronto la penal) del peronismo implica la ausencia de un liderazgo aglutinante. Sin él, los afilados cuchillos de la lucha interna serán todo un espectáculo.
El problema mayor de Cristina Kirchner ni siquiera es su declive y su pérdida de liderazgo en el peronismo; más bien, su nubladísimo horizonte penal. Ningún gobernante ha acumulado tantos presos en la historia democrática moderna de la Argentina tras dejar el poder como Kirchner. Hasta ahora son de segundo nivel, algo que puede cambiar muy pronto. El otrora todopoderoso ministro de Planificación de los tres gobiernos consecutivos de los Kirchner, Julio de Vido, para muchos la cara emblemática de la corrupción de ese docenio, está con un pie en la cárcel. La justicia ha pedido su desafuero (es congresista) y su detención. Otro sobre el que pende la espada de Damocles es el ex vicepresidente Amado Boudou (en su momento también ministro de Economía), por mencionar a dos de varios nombres de primera fila. Según reiteradas denuncias, el hijo de Cristina, Máximo Kirchner, hoy diputado, tiene sus huellas en toda la estructura utilizada por los Kirchner para el lavado de dinero y también parece que se va acercando su hora. Varios dirigentes sindicales importantes cercanos a la ex mandataria están ya presos o en el umbral del presidio.
Sólo una cosa podría salvar a Cristina de este vía crucis: un fracaso estrepitoso del gobierno en lo económico. En semejante escenario, la paciencia de la sociedad podría mudar en desencanto, primero, y en ira contra la Casa Rosada después, reanimando a las alicaídas huestes opositoras y abriendo espacios para que Cristina ejerza un liderazgo opositor. Pero resulta que -por fin- la economía argentina, que andaba groggy, está dando síntomas de levantarse de la lona. El crecimiento de este año probablemente esperará superar el 3% (las cifras interanuales en la parte industrial bordean el 6%) y empieza a haber señales de entusiasmo inversor.
Nada de esto es suficiente, por cierto, y todavía hay una herencia pesada en áreas como la inflación, que el gobierno quería reducir al 17% este año pero que superará el 22%. Macri y su gente entienden bien la imperiosa necesidad de emprender reformas -en terrenos como el fiscal, el laboral, el regulatorio, por ejemplo- que permitan levantar el peso sofocante del Estado de los hombros de la empresa privada y atraer capitales con una abundancia mucho mayor. Esas reformas, necesariamente costosas, requieren un marco político y una base social amplia que hasta ahora no se daban, a pesar de la victoria del macrismo en 2015. Fue la razón por la cual, en contra de la opinión de muchos colaboradores y gente cercana al oficialismo, el Presidente optó en sus primeros dos años por el gradualismo en lugar del “shock”.
Su plan era simple: si lograba sobrevivir a la oposición peronista (rompiendo una larga tradición argentina según la cual desde el siglo XIX ningún gobierno no peronista ha logrado perdurar), podría, en una segunda instancia, acometer reformas costosas. Acelerar el calendario expondría a su gobierno a una crisis política y social que sus fuerzas insuficientes no le permitirían afrontar con éxito. Ahora, reforzado y rejuvenecido políticamente, el gobierno se cree con la suficiente fuerza como para hacer modificaciones sustanciales, empezando por lo que los liberales más le han criticado en los últimos dos años: el desmedido gasto público (y consiguiente endeudamiento). Una regla fiscal no muy distinta de la que se ha dado en Brasil y que Macri ya tiene casi lista pondría coto al crecimiento del gasto y quizá podría incluso empezar a reducirlo.
Es imposible saber si todo saldrá como está planificado porque la historia suele sorprender a las voluntades que pretenden anticiparse a ella. Pero se puede decir que están reunidos, por fin, los elementos necesarios para que la Argentina revierta una herencia que no es la del kirchnerismo sino, en cierta forma, la de los últimos 70 años. No se trata de un cambio de políticas sino de un cambio de paradigma, de visión política y económica, en cierta forma de un cambio cultural. Esa tarea supera largamente la capacidad de cualquier gobierno, incluido el de Macri, pero para tener lugar debe empezar en firme en algún momento. Se creyó, en los 90, que empezaba con Carlos Menem, pero el “neoliberalismo” de aquel peronista resultó una variante del populismo que trajo tantos problemas como los que resolvió, incluyendo una corrupción que -por falsa asociación-dañó mucho a los liberales argentinos en los años posteriores.
Está por verse, pero los augurios son buenos, si ese cambio empezará con Macri en caso de confirmarse su victoria importante el día de hoy.