Por Álvaro Vargas Llosa
Algo interesante ha sucedido en Cataluña, ejemplificado en la marcha atrás de Carles Puigdemont, Presidente de la Generalitat, que ha suspendido la declaración unilateral de independencia. La lectura general en España es que Puigdemont está jugando con Madrid y que sigue adelante con la independencia pero la suspende para ponerle difícil a Mariano Rajoy interrumpir la autonomía catalana (usando el artículo 155 de la Constitución) y provocar, con su pedido de diálogo, una situación en que sea España y no Cataluña la que aparezca como intransigente.
Todo eso tiene algo de cierto pero creo que hay algo más. Puigdemont quería declarar y aplicar la independencia y las circunstancias lo han obligado a postergarla. La dinámica, que hasta hace pocos días favorecía abrumadoramente a la coalición independentista, ha cambiado. Ya no se trata de un enfrentamiento entre Cataluña y España -David contra Goliat- sino de dos formas de entender el lugar de Cataluña en el mundo. La Cataluña que estaba arrinconada por el independentismo a pesar de ser mayoritaria ahora ha cobrado bríos y les pelea el escenario a los separatistas.
Eso es lo que ha obligado a Puigdemont a dar un paso atrás.
Ha quedado desbaratado el argumento victimista de los separatistas. Lo esencial del problema fue siempre que muchos catalanes serían víctimas del acto ilegal, del golpe de Estado, que supondría separar a Cataluña de España sin pasar por los procedimientos constitucionales y el consentimiento de los interesados. Pero la imagen que prevalecía en ciertos círculos y prensa internacional, era otra: la de una Cataluña monolíticamente predispuesta a ir por su cuenta y una España fascista imponiendo la unidad a sangre y fuego.
El cambio de dinámica que se ha producido sirve para detener los intentos de Puigdemont y compañía, desde luego, pero no para resolver las cosas a mediano plazo. Se necesitará ponerle imaginación a partir de ahora a la relación con Cataluña y pensar, desde Madrid, en una revisión razonable de los pactos que hicieron posible el sistema autonómico prevaleciente. Sólo así será posible cegar el césped bajo los pies del nacionalismo, reforzando a esos catalanes que no quieren separarse de España pero ansían un mayor control de su destino (o, que aturdidos por la propaganda, creen que Madrid los explota económicamente, algo harto discutible porque en los últimos años, en vista de su enorme deuda, esa región española ha vivido del dinero distribuido por el gobierno central español de un fondo de ayuda a las autonomías).
Para Europa es indispensable que no haya en el futuro una Cataluña derrotada por Madrid. Una cosa es que los independentistas sean (semi)derrotados -por ahora- y otra que se sientan todos los catalanes vencidos. No, de lo que se trata es de que Cataluña sienta que ocupa todo el espacio político y cultural que quiere dentro de una España flexible, más descentralizada aún de lo muy descentralizado que ha sido el sistema imperante. Porque si ese no fuera el sentimiento general, no sólo volverá a golpear con fuerza el independentismo en cualquier momento de crisis: también habría un efecto dominó en otras partes de Europa.
Este es el verdadero significado de las movilizaciones contra los independentistas: buscar una forma que sea conversada, no rupturista ni unilateral como la que proponen, contra la opinión de millones de catalanes, el gobierno de la Generalitat y los partidos radicales (la CUP) y organizaciones civiles (la Asamblea Nacional Catalana y Ómnium Cultural) que han provocado esta crisis empujando a los nacionalistas otrora moderados hacia el abismo. Se necesita, una vez restaurado el orden, negociar cosas sensatas dentro del orden constitucional.