Por Rómulo López Sabando
La oferta y la demanda son el mercado. No es un sitio, un local, una plaza o un mall. Es un proceso, propio de seres humanos. Imposible entre los animales, pues es una abstracción. Es social. No existe un mercado sin oferta ni sin demanda. Las acciones voluntarias de dos o más, que intercambian bienes e intereses, hace un mercado. Mercado o market, mercadotecnia o marketing generalmente confunden por el enfoque político o ideológico que dice que es un tirano. Que la “dictadura” del mercado nos explota. El mercantilismo contribuye a ello.
El “margen” de ventaja o desventaja que pretendemos conseguir respecto a un bien, si nos es “útil” es la “utilidad marginal”. Y, si además es “escaso”, es económico. Por naturaleza, experiencia y formación, cada cual hace “lo suyo”. Es la “división del trabajo”. Cuando terceros o el Gobierno quieren clasificarnos o situarnos y según sus criterios y visiones “fijan” los precios, los resultados son escasez, carestía, especulación, negocios malos, desempleo y pobreza.
La oferta y la demanda dependen de “la” valoración que cada cual le da a lo suyo. Nadie compra, vende o permuta para perder, sino para ganar-ganar (suma positiva). Lo contrario son los juegos de azar, las loterías, la suerte (suma cero, negativa) en la que solo uno o pocos ganan y los demás pierden. Mi dinero que entrego como comprador vale, para mí, menos que lo que adquiero. Y lo que vendo o entrego vale, para mí, menos que el dinero que recibo a cambio. Si como vendedor quiero precios altos, por competencia la pluralidad del mercado me tumba los precios. Y si como comprador quiero precios bajos, por competencia el mercado me sube los precios.
Por ello la oferta y la demanda, (como la ley de la gravedad) que nadie inventó, es una ley natural que funciona según las demandas y ofertas del bien apetecible. Y entre dos bienes, escojo el que más me beneficia. Y el bien que sacrifico por el que disfruto, es mi costo de oportunidad (beneficio sacrificado). Pero lo que le da carácter al “intercambio” es la posibilidad de competir. De ello se deriva la “competitividad” que nos induce a producir más, de mejor calidad y basados en reducir nuestros costos (productividad).
Para satisfacer sus necesidades (ilimitadas en su número y limitadas en su capacidad) todo humano es comprador o vendedor, sea como recolector, agricultor, productor, intermediario. Pero, por sobre todo, es consumidor. Aunque nacimos iguales por naturaleza, ella nos torna diferentes. La igualdad solo trasciende cuando hay “diversidad”, que proviene del temperamento, del carácter y de la personalidad. Es lo que nos identifica.
Entre gemelos y entre padres e hijos somos desiguales como desiguales son nuestras limitaciones y ventajas, necesidades, capacidades y talentos físicos, éticos e intelectuales para lograr nuestros propósitos, deseos e intereses y satisfacer nuestras necesidades. Nos comparamos (ventajas comparativas) y competimos con los demás para conseguir lo que queremos (ventajas competitivas).
Según las leyes de la naturaleza todos los humanos somos iguales. Solón, (638-559, a.C.), fundador de la democracia de Atenas y su mejor legislador basó sus leyes en el concepto de la “igualdad de todos ante la ley”. Pero no en la igualdad conseguida “por medio de la Ley”. Esto neutralizó al poder y a la discrecionalidad de las autoridades.
El uso, disfrute o consumo de un bien es diferente y su intercambio voluntario y libre da origen al Estado de Derecho y a la vida en sociedad. Lo contrario es guerra, imposición, dirigismo o “Ley de la selva”. El intercambio libre esto es, la oferta y la demanda, son la argamasa de la vida social civilizada y el respeto recíproco al derecho ajeno.