Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
La principal de las razones que dan lugar a la filosofía anarcocapitalista y que la diferencian del resto del movimiento liberal es su teoría del Estado, que se aparta de la visión común de que éste es un instrumento útil e incluso beneficioso en determinados ámbitos de la vida social. Liberales como Mises, Hayek, Friedman o Buchanan, aun criticando su excesivo tamaño o la torpeza en su funcionamiento, casi siempre achacada a un mal diseño en su estructura de incentivos, no lo consideran algo dañino en esencia. Partiendo de visiones bien evolutivas bien contractualistas, no se preocupan mucho de indagar sobre los orígenes históricos del Estado ni sobre su lógica última de funcionamiento, y si bien no son ingenuos sobre su funcionamiento real en el momento en el que escriben, piensan que diseñando constituciones o instituciones adecuadas este mal desempeño podría ser reconducido. Es más, salvo los teóricos de la elección pública, muy especialmente Gordon Tullock, los liberales carecen de una teoría elaborada del Estado. Su optimismo creo que les lleva también a pensar que los gobernantes actúan en la forma en que lo hacen debido a una mala educación económica y política y que, por consiguiente, si estos pudiesen acceder a una adecuada educación económica en los principios liberales, ya sean estos austríacos o de la Escuela de Chicago, no les quedaría otra opción que sucumbir a esta lógica y abrazar los principios del liberalismo y del libre mercado. Bastaría con facilitarles a Al Sisi o a Maduro un ejemplar de la Economía en una lección o de La libertad de elegir para que, inmediatamente convencidos, transformaran sus economías en paraísos del libre mercado.
En cambio, los anarcocapitalistas, desde Rothbard, han elaborado un modelo más complejo del funcionamiento del aparato estatal, que si bien no es original, sí que complementa muy bien las teorías austríacas del intervencionismo y del Estado fiscal. Esta teoría que podríamos denominar teoría predatoria del Estado, en honor al trabajo homónimo de la politóloga Margaret Levi (el título original de su artículo seminal es “A predatory theory of rule”) se elabora partiendo de una antigua y rica tradición teórica, pero nunca hasta ese momento sistematizada de forma coherente. Desde que el historiador árabe Ibn Khaldun en el siglo XV formulase, en su Introducción a la historia universal, la idea de que todos los reinos nacen de la conquista, hasta los actuales teóricos anarcocapitalistas (incluyendo al hoy casi olvidado teórico de las Comunidades de Castilla, Fray Alonso de Castrillo, quien en su Tratado de republica de 1521 incidió también en el origen violento de los Estados), abundan los autores que de una forma u otra inciden en el mismo tema.
A pesar de lo que pudiera pensarse a primera vista, la mayoría de estos autores no son anarquistas y muchos ni siquiera liberales, pues abundan conservadores e incluso socialdemócratas entre sus filas. Simplemente se limitan a estudiar en serio el Estado y a eliminar los elementos míticos que rodean los misterios de su origen, evolución y lógica de funcionamiento. Tampoco son vistos como seres raros dentro de los muros de la academia, aunque fuera de ella sus conclusiones sí que son percibidas con recelo cuando no con burla. Son autores bien reconocidos y estudiados, como Max Weber, Charles Tilly o Michael Mann, sólo que sus conclusiones casi nunca trascienden ni se usan para fundar movimientos políticos o sociales. Simplemente describen lo que a sus ojos ha constituido, antes y ahora, la lógica de ejercicio del poder estatal, lo que no necesariamente implica que de ahí deba derivarse una postura política concreta, algo que sí hacen las diversas corrientes del anarquismo, colectivista, ecologista o capitalista, que si bien difieren en sus propuestas de sociedad, sí comparten una teoría del Estado muy semejante.
¿En que consiste entonces esta teoría predatoria del Estado? Yo distinguiría tres elementos principales, que se refieren a su origen remoto, a su origen y evolución próximos y a su lógica de funcionamiento, y que han dado lugar en cada uno de ellos a muy interesantes polémicas.
El primer debate se centra en el origen del poder político o de lo que se conoce en la antropología como el Estado prístino. La teoría predatoria del Estado defiende un origen violento del poder político y de las primeras formaciones políticas organizadas. Todos los estudiosos del tema coinciden en que la violencia jugó un papel determinante en la configuración de las primeras jefaturas y muy en especial en la configuración de los primitivos imperios hidráulicos. El debate se produce aquí entre los que defienden un proceso evolutivo que no excluye la violencia, repito, pero que incorpora elementos funcionales de tipo religioso o ideológico de caza o defensivo con respecto a otros grupos, tipo Elman Service o Timothy Earle, y los que defienden la violencia pura y dura en su origen, tipo Pierre Clastres o Henri Claessen. Pero todos coinciden en que ese proceso no se dio de forma voluntaria y que se ejerció la violencia para someter a los díscolos. La tesis más elaborada y también la más popular al respecto es la defendida por el antropólogo Robert Carneiro en un célebre artículo titulado “Una teoría del origen del estado” publicado originalmente en Science en el que se asocia el origen del Estado al encapasulamiento de poblaciones en territorios, como valles por ejemplo, en los cuales es posible encerrar de forma efectiva a la población y por lo tanto someterla a coacción y tributos. Es conveniente apuntar que los grupos de parentesco o clanes difícilmente podían dar lugar a un ente de tales características puesto que estos y aquellos podían fácilmente abandonar al resto del grupo, de estar este situado en lugares abiertos con fácil salida, y emprender la vida por su cuenta desplazándose a otros lugares. Esto es algo que sucedía con frecuencia y que explica la dispersión del poblamiento humano por buena parte del planeta. También coinciden en que apareció con formas distintas en distintos lugares y que en muchos sitios el proceso de creación de poder político simplemente no aconteció. Lo que pasa es que de estos últimos, como ya apuntamos, no se conserva recuerdo escrito y, por lo tanto, el relato histórico ha preferido centrarse en aquellos pueblos que sí han dejado algún tipo de memorial y, por tanto, la historia aparece sesgada a favor de estos últimos. Algunos datos más tenemos sobre los primeros Estados e imperios hidráulicos. Karl Wittfogel escribió un libro maravilloso, El despotismo oriental: Estudio comparativo del poder totalitario, en el que narra la forma de funcionamiento de los primitivos imperios. Henry Frankfort realiza un trabajo análogo, Reyes y dioses, también sobre los imperios egipcio, asirio y babilónico en el que nos narran los orígenes violentos de dichos imperios (describe restos arqueológicos de cráneos aplastados por mazas hallados en Egipto y coincidentes en la datación con la época de formación del imperio) y su posterior legitimación a través de cultos religiosos de naturaleza política. Imperios como el romano, el chino o más tarde el mongol fueron ejemplos de uso despiadado de la violencia para conseguir extender su dominio sobre otros pueblos. Sin negar a posteriori sus posibles logros culturales o civilizatorios, nadie discute que en el momento de su formación no se caracterizaron por usar el diálogo, el contrato o la persuasión para conseguir sus logros sino que la violencia, acompañada casi siempre por prácticas de terror, es la que explica sus éxitos en la conquista. Y cabe preguntarse para qué podrían querer los regentes de tales imperios extender sus dominios. La respuesta es obvia, aumentar sus rentas, ya sea en forma de bienes materiales de todo tipo ya en forma de puro poder, que es otra forma de satisfacer el ego del dominante. Recordemos que buena parte de los consumos humanos no están orientados a satisfacer necesidades físicas sino psíquicas, y el sentimiento de dominio y autoestima es una de las principales.
El segundo aspecto al que se refiere la teoría predatoria del Estado es al de la conformación del Estado moderno. Este difiere de los imperios y de las formas políticas patrimoniales en que el sujeto al que se debe obediencia no es una persona, por divinizada que esté, sino a un ente abstracto, normalmente expresado en forma de nación o de algún ente similar como república o comunidad. Este proceso de abstracción del poder sirvió para incrementar el poder de los dominantes, si bien con el correlato de que este ya no constituye una propiedad de estos sino un usufructo. También cambia la forma en que el poder se ejerce disminuyendo su capacidad despótica, en el sentido de arbitrariedad o capricho, incrementándose lo que en palabras de Michael Mann se denomina poder infraestructural, esto es, la capacidad de disponer de las rentas, propiedades o incuso vidas (recluta obligatoria universal) de los gobernados, eso sí, con la justificación del interés común, la justicia social o el bienestar de la colectividad. Conceptos estos, por cierto, que nadie me ha conseguido definir con precisión. Este proceso de configuración de un poder impersonal también requirió de ejercicio de cantidades ingentes de violencia desde el siglo XVI (relatadas muy bien por Tilly en su magnífico Capital, coerción y los Estados europeos) y del que fueron víctimas sucesivamente la nobleza, el clero y los campesinos, que como es natural, resistieron violentamente estos procesos pero que fueron al fin derrotados por la superior capacidad de ejercer la violencia y por una mayor astucia a la hora de establecer coaliciones y de dividir a sus adversarios que mostraron los gobernantes absolutos. Gunter Barudio, en su libro sobre la época del absolutismo, nos muestra cómo las viejas constituciones libertarias (en palabras suyas) fueron lentamente erosionadas y burladas por los artífices del Estado moderno hasta su apogeo en la Francia revolucionaria, para llegar a la sociedad estatista contemporánea. La consecuencia fue el moderno Estado fiscal y social que pone en manos de los gobernantes estatales la mitad de la producción de un país y la capacidad de determinar el uso o la propiedad de los bienes muebles o inmuebles del territorio en cuestión.
Y así llegamos al tercer aspecto fundamental del Estado predatorio, que consiste, en expresión de Margaret Levi, en su poco conocido libro Of rule and revenue, en la tesis de que la lógica de los Estados es predar la mayor cantidad posible de rentas en cada momento, esto es, que usará de todos los recursos posibles para obtener la mayor cantidad de recursos posibles de sus súbditos. Esto en principio parece absurdo pues es evidente que los Estado difieren mucho entre sí en su presión fiscal o regulatoria y es obvio que aun siendo predadora la lógica de cada Estado respecto del tratamiento a sus ciudadanos, difiere mucho entre sí. Pero si lo analizamos con calma, no es tan absurdo y merece cuando menos ser discutido. La lógica predadora es, podríamos decirlo así, empresarial. Al igual que las empresas buscan obtener los máximos beneficios, no lo hacen todas de la misma forma. Unas buscan obtener los beneficios a largo plazo y otras a corto, o prefieren beneficios elevados a corto plazo y otras rentas menos elevadas pero más constantes a largo plazo etc. Algo semejante acontece con los Estados. Unos preferirán expoliar a corto plazo todo lo que se pueda y otros preferirán impuestos más bajos pero que garanticen a largo plazo una fuente creciente de ingresos, que capitalizada podría bien ser superior al alto beneficio a corto. ¿Podríamos decir, por ejemplo, que los gobernantes de un país de relativamente baja presión fiscal como Hong Kong, obtendrían más rentas realizando una brusca y elevada subida de los impuestos? Dependería del lapso de tiempo que midiésemos, pero mucho me temo que no. La estrategia de estos países podría ser no menos predatoria que la de los infiernos fiscales, sólo que más inteligentemente llevada acabo. De hecho, algunos historiadores económicos indican que la adopción de reformas capitalistas en muchos países europeos en la época en la que el capitalismo tuvo origen se llevó adelante porque los gobernantes pensaron, acertadamente, que así podrían recaudar más que antes, algo que efectivamente lograron. También convendría tener en cuenta la cantidad de resistencia social a los impuestos y el conjunto de instituciones que frenan la voracidad fiscal, pero esto no contradice para nada la tesis sobre la predación estatal de nuestra autora, sino que la refuerza, pues lo que esta dice es que recaudan en cada momento lo que pueden, no que les gustaría recaudar. Queda por tanto, abierta la cuestión de si la lógica del funcionamiento estatal ha cambiado desde los tiempos de nuestros amigos los hunos o los vikingos o simplemente ha cambiado de forma para extraer no menos sino más recursos de la sociedad.