
Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Ivanka Trump, envuelta en un vaporoso vestido que daba que hablar a los presentes, descubría la placa inaugurando la flamante Embajada de Estados Unidos en Jerusalén, el Ejército israelí mataba a balazos a sesenta palestinos y hería a mil setecientos que, lanzándole piedras, trataban de acercarse a las alambradas que separan Gaza del territorio de Israel. Ambos acontecimientos no coincidían por azar, el último era consecuencia del primero.
La decisión del presidente Trump de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel, anunciada en su campaña electoral, rompe setenta años de neutralidad de Estados Unidos. Este, al igual que sus aliados en Occidente, sostenía hasta ahora que la capitalidad de Jerusalén, reclamada tanto por palestinos como por israelíes, debía decidirse en el acuerdo entre ambas partes que contemplara la creación de los dos Estados que coexistirían en la región. Aunque la teoría de los dos Estados todavía asoma a veces en boca de los dirigentes de ambos países, nadie cree ya que aquella fórmula sea todavía factible, dada la política expansionista israelí cuyos asentamientos en Cisjordania siguen devorando territorios y aislando cada día más a los pueblos y ciudades que conformarían al Estado palestino. De existir, este sería en la actualidad poco menos que una caricatura de los bantustán de Sudáfrica de los tiempos del apartheid.