Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Españolita” no por machismo falocrático, ni por la pasión de los peruanos por los diminutivos, sino por cariño, por lo frágil, delgadita y vulnerable que parece, allá en el distrito de San Martín de Pangoa, en plena selva amazónica, donde se la deben haber comido viva los zancudos, con su bebita de un mes en los brazos y esos ojazos de muchacha valiente, que ha descubierto la verdad y sabe que este mundo va a desaparecer, pero que ella se salvará con ayuda del Príncipe Gurdjieff y será la madre de una nueva humanidad.
Su historia me la imagino perfectamente. Patricia Aguilar, de 16 años, está allá en su tierra natal, Elche (Alicante), dolida por la muerte de un tío muy querido, navegando en Internet. Y de pronto aparecen en la pantalla las palabras salvadoras, venidas del otro lado del mundo, Perú. Primero, la intrigaron, luego la sedujeron y, por fin, la convencieron. Este mundo se iba a acabar por la insensatez y crueldades de los humanos; pero algunos pocos se salvarían, gracias al Príncipe Gurdjieff y su sabiduría para traspasar las apariencias y llegar a la verdad cruda y dura. Con él sobrevivirían quienes escucharan su mensaje. ¿Qué podía importarle a ella que aquellos textos estuvieran plagados de faltas de ortografía si comunicaban algo que le llegaba al corazón y le contagiaba una fortaleza desconocida? A ocultas de sus padres, Patricia mantuvo largas conversaciones con el gurú peruano, quien la fue instruyendo en las verdades gnoseológicas, astrales y esotéricas que posee y dándole unas instrucciones que la joven conversa siguió al pie de la letra.
Al cumplir los dieciocho años, la mayoría de edad, dijo a sus padres que iba a cenar a casa de un amigo. En verdad, desapareció, llevándose seis mil euros de la familia. Aterrizó en Lima, donde conoció a su maestro, mentor y, desde entonces, amante. El Príncipe Gurdjieff tenía una mujer legítima y por lo menos dos amantes más. E hijos con todas ellas. Vivía en una barriada pobrísima, pero la españolita estaba preparada para todos los sacrificios. Quedó embarazada y, como las otras mujeres del harén del que ahora formaba parte, se convirtió en vendedora ambulante para alimentar y vestir a su Príncipe y gurú. Según el vecindario, de la vivienda en que este vivía con su serrallo y parvulario, salían ruidos violentos, golpes.
Aquí aparece el héroe de la historia, según los periodistas: Alberto Aguilar Berna, comerciante que proveía de levadura a todos los panaderos de Elche, hombre modesto, trabajador e invulnerable al desaliento. Empezó a mover cielo y tierra para encontrar a su hija desaparecida. Denunció su eclipse a la policía de Alicante, movilizó a la opinión pública, consiguió fondos y, cuando supo que Patricia estaba en el lejano Perú, partió hacia ese remoto confín. Allí sentó otra denuncia ante la policía local. Al mismo tiempo, hizo pesquisas y llegó a descubrir la barriada en que vivía el Príncipe Gurdjieff: la llenó de carteles ofreciendo diez mil soles de recompensa a quien le revelara el paradero de la muchacha.
Para entonces, el brujo, chamán y estafador ya había huido hacia Junín, varios cientos de kilómetros al Este de Lima y se había refugiado en un pueblecito amazónico, Alto Celendín, donde Patricia y demás mujeres trabajaban como camareras en un restaurante para darle de comer. Alberto Aguilar Berna llegó hasta allí, con policías peruanos a los que debió pagarles el viaje, la comida y la pensión, dados los presupuestos exiguos de la Policía Nacional. Por fin dieron con ella y esa es la fotografía repartida por el mundo: la españolita en bombachos floreados, de anatomía filiforme, con su bebita en los brazos y una mirada fija y serena, de quien desafía al mundo porque sabe que es suya la verdad.
La policía capturó también al Príncipe Gurdjieff, cuyo nombre verdadero es Félix Steven Manrique Gómez. Tiene 35 años y, además de brujo, gurú, seductor y fabulador, promete a sus secuaces femeninas reducirles las caderas si las tienen muy anchas, aumentarles los pechos si hace falta y perfilarles la nariz. Lo adorna una coquetería apabullante. Apenas lo capturaron, pidió un peluquero-barbero que le cortara el pelo y rasurara, para estar más apuesto en las fotografías de la prensa. Es técnico electricista, expulsado de una secta llamada Gnosis por conducta impropia y, usando nombres y seudónimos diferentes en Facebook y en YouTube, venía anunciando hacía tiempo el irremediable fin del mundo y su recreación, gracias a él, ser elegido.
Hasta ahora todo tiene la apariencia de una historia bastante frecuente, en este mundo de oscurantistas más o menos pícaros y muchachitas crédulas. Sin embargo, en vez de un final feliz, los problemas de Alberto Aguilar Serna y su esposa sólo acaban de comenzar. Porque su hija Patricia, que está siendo “desprogramada” por los psicólogos de la policía peruana, niega por lo visto que haya sido secuestrada, afirma que está muy contenta con su suerte, con la hijita que le hizo el Príncipe Gurdjieff, y se niega a que “la salven”. No olvidemos que es mayor de edad y que, a menos de estar loca rematada, puede hacer con su vida lo que le dé la gana. Es verdad que, como está viviendo en la ilegalidad en Perú, podría ser expulsada a España, donde, ha dicho su simpática madre, “la esperan a ella y a la niñita con los brazos abiertos”.
Tengo tan poca simpatía por el Príncipe Gurdjieff como por el Gurdjieff verdadero, el que, según Jean-François Revel, era una “sabandija beoda” que, en el París de los años cuarenta, seducía con sus patrañas espiritualistas a señoras millonarias e intelectuales progresistas (incluso a él, por un tiempo) a fin de que le pagaran las borracheras. Pero si a todos los vendedores de disparates religiosos los fueran a meter presos y nos dedicáramos a “desprogramar” a quienes les creen lo que cuentan, el mundo, me temo, quedaría despoblado. Y, algo peor, la libertad desaparecería.
En cambio, aunque todos los libros esotéricos me producen unos bostezos de cocodrilo, siento gran cariño por la filiforme Patricia y su odisea me produce una tristeza mezclada de cierta admiración. ¿Era feliz, llevando la deplorable existencia que llevaba al lado del Príncipe, sirviéndolo, como las otras infelices que también le creían las idioteces con faltas de ortografía que les decía? ¿Le abrirán quienes la “desprograman” el camino de la normalidad? ¿Y si la convierten en una muchacha bien comida, bien vestida pero sin rumbo, desdichada, convencida de que, como persona normal, ha perdido su alma y razón de vivir?
No digo que ocurra, pero podría ocurrir, y en ese caso ¿qué es lo más justo? Yo creo que dejarla hacer lo que a ella le parezca, lo que la haga sentirse mejor, respetar el destino que ella elija para la pequeñita que engendró en los brazos de aquel Príncipe de pacotilla. La “normalidad” también puede ser temible cuando se impone por la fuerza y consiste en aniquilar la libertad de los otros, los distintos a los que nos creemos normales.
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