Por Robert Higgs
“Pocas han sido en verdad las invasiones a las libertades esenciales que no hayan estado acompañadas por invocaciones de una necesidad urgente efectuadas de buena fe por hombres responsables . . . ”
— Frank Murphy, Juez de la Corte Suprema
El tiempo y la oportunidad han sido despiadados con las esperanzas de los Padres Fundadores. Establecieron la Constitución para “asegurar las bendiciones de la Libertad” para sí mismos y para su posteridad, procurando un marco de libertad y de gobierno para perdurar tanto a través de la tormenta como del sol. Pero los muertos no podían por siempre maniatar a los vivos, y el desarrollo de nuestra historia durante el siglo veinte ha pasado a ser una segunda Constitución. Además de la Constitución Normal, protectora de los derechos individuales, ahora tenemos una Constitución de Crisis, hostil a los derechos individuales y amistosa con los poderes desenfrenados de los funcionarios del gobierno. En las emergencias nacionales la Constitución de Crisis elimina a la Constitución Normal.
El gran peligro es que en una era de emergencia permanente—la era en la que vivimos, la era en la que probablemente vayamos a vivir—la Constitución de Crisis se engullirá simplemente a la Constitución Normal, privándonos en todo momento de los derechos para cuya protección en todo momento la Constitución original fue creada. La perspectiva puede descorazonar solamente a aquellos que creen que el propósito fundamental de la Constitución es proteger los derechos de los individuos a la vida, a la libertad, y a la propiedad. Si bien acontecimientos tempranos, especialmente durante la Guerra Civil, presagiaron la Constitución de Crisis, la Primera Guerra Mundial atestiguó su inequívoca aparición. Incluso antes de que los Estados Unidos ingresaran formalmente a la guerra, los problemas laborales del ferrocarril de 1916–17 provocaron acciones gubernamentales sin precedentes. Haciendo frente a la perspectiva de una huelga ferroviaria a nivel nacional cuando las fraternidades y los administradores del ferrocarril no podían ponerse de acuerdo acerca de los salarios y de las jornadas de trabajo, el Presidente Woodrow Wilson se dirigió al Congreso, logrando la sanción de la Ley Adamson en septiembre de 1916. En efecto, la ley simplemente impuso sobre la industria del ferrocarril interestatal un aumento del 25 por ciento en los índices salariales.
Los ferrocarriles desafiaron la ley, pero la Suprema Corte mantuvo su constitucionalidad. Mientras que el gobierno no posee poder de emergencia alguno como tal, argumentó la Corte, tiene un reservorio de facultades reservadas legítimamente para ser utilizadas durante las emergencias. El resultado: los dueños del ferrocarril fueron privados de una basta propiedad, sin compensación, para un uso no público, a saber: elevar la paga de los trabajadores ferroviarios sindicalizados que tenían a la economía como rehén.
Después de que los Estados Unidos ingresaran formalmente en la guerra, el gobierno sancionó la legislación que preveía el reclutamiento de soldados. Aunque durante la Guerra Civil habían sido reclutados efectivos, la Suprema Corte nunca se había pronunciado sobre la constitucionalidad del servicio militar. Además, las cuestiones ahora eran diferentes: los hombres eran reclutados no para defender al gobierno de la violenta rebelión interna o de una invasión sino para combatir en las trincheras de la lejana Francia, para fomentar objetivos ideológicos tan ostensiblemente abstractos como “hacer al mundo seguro para la democracia.”
La Suprema Corte afirmó fácilmente, sin embargo, la constitucionalidad de la conscripción, rehusando considerar seriamente el reclamo de que la misma constituye una forma de servidumbre involuntaria prohibida por la Décimotercera Enmienda. El resultado: muchos reclutas fueron privados de la propia vida por las acciones de las autoridades políticas decididas a la prosecución de la guerra pero poco dispuestas a imponer los impuestos explícitos suficientes para contratar al personal militar deseado.
La Gran Depresión, a la cual el Juez de la Suprema Corte Louis Brandeis llamó “una emergencia más seria que la guerra,” incitó una mescolanza de acciones por parte del gobierno en todos los niveles. Entre 1932-45, 25 estados decretaron una moratoria de las ejecuciones hipotecarias. Tales leyes parecían ser daños inequívocos a la obligación contractual y por lo tanto una clara violación de la Constitución de los EE.UU. Pero cuando la ley de la moratoria de Minnesota fue tratada por la Suprema Corte, la mayoría se pronunció sosteniendo que esta auto-declarada legislación de emergencia era el ejercicio válido de los poderes de policía del estado.
Regresando al caso del ferrocarril de 1917, el Juez de la Corte Suprema Charles Evans Hughes razonó que “mientras que la emergencia no crea poder, la emergencia puede proporcionar la ocasión para el ejercicio del poder.” La cláusula de la Constitución protegiendo a los contratos, dijo Hughes, “no es para ser leída con exactitud literal.” El resultado: muchos miles de acreedores hipotecarios fueron privados de los derechos de ejecutar la hipoteca estipulados en sus contratos y obligados a utilizar las alternativas proporcionadas por los estatutos de emergencia.
También en las profundidades de la Gran Depresión el gobierno federal abandonó el patrón oro, nacionalizó las existencias monetarias de oro, y abrogó las cláusulas del oro de todos los contratos, públicos y privados, pasados y futuros. Este “acto de absoluta mala fe” asombró incluso a algunos miembros del Congreso. El Senador Thomas P. Gore lo declaró “robo liso y llano.”
Pero la Suprema Corte sostuvo que “si las cláusulas del oro . . . interfieren con la política del Congreso en el ejercicio de la autoridad [monetaria] no pueden seguir vigentes.” La Corte argumentó que “los contratos, no obstante expresos, no pueden entorpecer la autoridad constitucional del Congreso.” El resultado: miles, quizás millones, de partes involucradas en los contratos que contenían cláusulas de oro, incluyendo a los muchos tenedores de bonos del gobierno de los EE.UU., que estipulaban el pago en oro, fueron privados de los derechos de propiedad, victimizados por su propio gobierno.
Claudicación de los ciudadanos
En la emergencia de la guerra que prosiguió al ataque japonés contra Pearl Harbor, el gobierno edificó una impresionante economía dirigista, suspendiendo muchos derechos individuales. Diez millones de hombres fueron reclutados. La Suprema Corte rechazó incluso analizar desafíos a la conscripción. Unos 110.000 estadounidenses de origen japonés, dos tercios de ellos ciudadanos de EE.UU. y a ninguno de los cuales le fuera comprobada la comisión de un crimen, fueron confinados en campos de concentración, perdiendo su libertad y soportando pérdidas de su propiedad estimadas en unos $400 millones. Todo absolutamente constitucional, dijeron los jueces de la Corte.
Durante la emergencia de la Guerra Coreana el gobierno reinstituyó los controles sobre las materias primas, la producción, la navegación, el crédito, los salarios, y los precios. Cuando los controles de salarios y de precios crearon un impasse en la negociación colectiva en la industria del acero, amenazando con una huelga a nivel nacional, el Presidente Harry Truman ordenó al secretario de comercio confiscar la industria. La Suprema Corte, no convencida de que existiese una genuina emergencia nacional, falló que el presidente no poseía autoridad constitucional alguna para la expropiación.
La decisión, sin embargo, de ninguna manera significó un triunfo para los derechos individuales o un significativo control sobre el ejercicio de las facultades gubernamentales de emergencia. La decisión de la Corte encontró intolerable el fracaso del presidente de citar la autoridad legislativa específica para su acción; pero sobre las facultades de emergencia, las múltiples opiniones de los miembros del Tribunal—siete en total—hablaban más en favor que en oposición. Solamente dos integrantes de la Corte rechazaron explícitamente el reclamo de Truman de las facultades presidenciales intrínsecas. El resultado: la confiscación del acero en sí misma fue prohibida; pero, dado el razonamiento de los miembros de la Corte y la fragmentación de sus opiniones, la vulnerabilidad de los derechos de propiedad privada a la suspensión de emergencia siguió siendo virtualmente tan grande como antes.
En los años 70, la Ley de las Emergencias Nacionales (1976) y la Ley de los Poderes Económicos de la Emergencia Internacional (1977) impusieron nuevos requisitos procesales pero hicieron poco para detraer de la sustancia de las facultades presidenciales de emergencia, las cuales continúan siendo empleadas rutinariamente. Recientes fallos de la Suprema Corte han sostenido un alcance amplio para el ejercicio de estas facultades.
En 1981 la Corte le otorgó una construcción extensa a la facultad del presidente para actuar bajo la Ley de los Poderes Económicos de la Emergencia Internacional, fallando incluso que el presidente tiene la facultad constitucional para actuar ante la ausencia de la autoridad estatutaria. El fallo de la Corte de 1983 contra los vetos del Congreso, demolió eficazmente el control de una resolución concurrente proporcionada en la Ley de las Emergencias Nacionales. La Corte más tarde erosionó las restricciones sobre el presidente estipuladas en las leyes de emergencia cuando falló, en 1984, que la rama ejecutiva podía imponer una importante nueva restricción a los viajes particulares a Cuba sin tan siquiera declarar una emergencia nacional o cumplimentar los requisitos procesales de la Ley de las Emergencias Nacionales.
El resultado: durante la última década, se ha prohibido a los ciudadanos estadounidenses viajar a varios países, pedirle prestado o comprarle o prestar o vender a los ciudadanos o a los gobiernos de varios países, satisfacer los términos de contratos válidos, perseguir en los tribunales de EE.UU. remedios legales por lesiones e ingresos. Lejos de tener sus derechos a la vida, a la libertad, y a la propiedad defendidos por el gobierno federal, los estadounidenses han sido rutinariamente privados de tales derechos bajo las declaraciones de emergencia.
Humilde centinela
Si los forjadores de la Constitución pensaron a las facultades de los funcionarios gubernamentales o a los derechos de los ciudadanos privados, para que fuesen diferentes durante las emergencias nacionales, descuidaron expresar esa intención en el Texto Sagrado. Pero la Constitución es más que el documento en sí mismo. Como lo observó Charles A. Beard, el mismo es “lo que los hombres y mujeres vivos piensan que es, reconocen como tal, ponen en acción, y obedecen.” Y claramente, la Constitución de Crisis es, y ha sido por mucho tiempo, una parte importante del sistema constitucional estadounidense como la Constitución Normal.
Quizás la mejor manera de comprender cómo la Constitución de Crisis se ha incrustado en el sistema constitucional es examinar los principales episodios de su desarrollo, preguntándose respecto de cada uno: ¿Podría haber sido diferente? Para cada episodio uno puede apenas imaginarse que, dadas las realidades políticas y las condiciones de crisis prevalecientes, el resultado hubiese podido ser evitado.
Considere si la Corte hubiese declarado inconstitucional a la Ley Adamson en 1917. ¿Cuál hubiese sido la consecuencia de tal decisión? Presumiblemente una huelga nacional ferroviaria hubiese ocurrido, causando, en palabras de la Corte, la “destrucción del comercio interestadual” y una “infinita lesión al interés público.”
Lo suficientemente malo, pero los Estados Unidos también estaban parados en el borde de la guerra. Thomas Gregory, el procurador general en ese entonces, recordó más tarde que el Juez de la Corte Edward White “sabía, tanto como todos lo sabíamos, que nos encontrábamos en el mismo borde de la guerra; para el momento él se olvidó de los hechos del caso que debía tratar, y su ojo profético reposaba sobre el futuro inmediato cuando cada apropiada facultad de nuestro país sería convocada para sostenerlo en su hora de mayor necesidad.”
La mayoría no estaba simplemente dispuesta a emitir una decisión cargada de peligro para la fortaleza militar de la nación, sin importar lo que la Constitución Normal pudiese exiguir. En retrospectiva, el aspecto más notable de la decisión es que cuatro miembros de la Corte disintieron, dos de ellos exhibiendo una vigorosa oposición a la derogación de la mayoría de los derechos de propiedad privada en la crisis.
La división dentro de la Corte desapareció totalmente cuando los miembros de la misma fallaron sobre el servicio militar obligatorio en 1918: la decisión fue unánime. Bajo las condiciones políticas y sociales prevalecientes, impregnadas por la histeria de la guerra, el patriotismo sobrecalentado, y los ataques de vigilantes contra los “vagos,” la decisión era casi inevitable. Los hombres estaban, después de todo, siendo arrojados a la cárcel simplemente por cuestionar la constitucionalidad de la conscripción. (El procurador general fue más lejos al solicitar la ayuda de la Liga Protectora Estadounidense, una organización privada de superpatriotas, para localizar a opositores a la conscripción. Los miembros de la Liga condujeron numerosas “redadas de vagos,” produciendo la detención de unos 40.000 ciudadanos, y la investigación de cerca de 3 millones de sospechados de subversión.)
Leon Friendman ha sostenido que los casos de las leyes del servicio militar “estaban basados sobre argumentos superficiales, indiferencia de la evidencia histórica substancial, y una deferencia indebida a las exigencias de la Primera Guerra Mundial—en síntesis, fueron decididos incorrectamente.” No obstante, uno puede ver por qué los miembros de la Corte eligieron trascender a la Constitución Normal y mantener el servicio militar obligatorio: las élites políticas a través del país se encontraban aullando por la conscripción, y sin ella el esfuerzo bélico del gobierno se hubiese derrumbado.
¿Podría la Suprema Corte haber mantenido los derechos de propiedad privada en el caso de la moratoria hipotecaria de Minnesota? Por supuesto, podría haberlo hecho, y la decisión real descansó sobre solamente un margen de 5-a-4. Pero los granjeros han sufrido desproporcionadamente en la Gran Contracción. Enojados y frustrados, algunos habían recurrido a la violencia y muchos otros habían inflingido siniestras presiones políticas sobre las legislaturas estaduales. Para fulminar, en enero de 1934, a las leyes de la moratoria ya sancionadas por 22 estados se hubiesen arriesgado a generar una explosión de protestas de los granjeros y quizás a extender la violencia. Forzada a escoger entre mantener la Constitución Normal y evitar una calamidad social y política potencial, la mayoría decidió evitar la calamidad.
Cuando la Corte se expidió en los casos de la cláusula del oro, a comienzos de 1935, enfrentó—como a menudo lo hace en los casos que involucran políticas públicas con impactos extendidos—un fait accompli ejecutivo. ¿Estaba la Corte por decir que el gobierno debe devolver monedas y certificados de oro a los millones de ciudadanos que los habían entregado y que todos aquellos que habían pagado en moneda de curso legal en lugar de en oro, deben volver y pagar en oro según lo estipulado inicialmente en sus contratos? Las consecuencias económicas de gran envergadura de tal decisión deben haberle dado a los jueces de la Corte pausa. (El presidente consideraba tan desastrosa a una decisión adversa sobre la cláusula del oro que, con anticipación, preparó un discurso radial anunciando que no la haría cumplir.)
Más allá de la absoluta confusión del mercado, reposa la interrupción de la política monetaria de la administración, ahora de casi dos años de edad. El argumento del procurador general ante la Corte enfatizó la doctrina de las facultades de emergencia y la gravedad de la crisis de la depresión prevaleciente; el “poder de auto-preservación,” declaró, requería trascender la “supuesta santidad e inviolabilidad de las obligaciones contractuales.” Una vez más, dadas la condiciones económicas y políticas prevalecientes, el aspecto notable de la decisión es que cuatro jueces disitieron—el juez James McReynolds leyó las objeciones de los mismos con murmurados apartes de que “la Constitución ha desaparecido” y “esto es lo peor de Nero.”
La virtual abdicación de la Suprema Corte durante la Segunda Guerra Mundial reflejó, aún más claramente que los casos de la claúsula del oro, un fait accompli por las ramas legislativa y ejecutiva del gobierno. Las ramas políticas habían creado una verdadera economía de comando. ¿Estaba la Corte, decidiendo casos en 1944 después de que tales políticas habían estado en vigor durante años, para decir que los mismos eran inconstitucionales? Es inconcebible. Hubiese sido, en cualquier evento, vano. La Corte, escribió Alpheus Mason, ocupó “la posición de un particular como centinela de guardia abordando a un comandante en jefe sin su pase.”
Posición precaria
Los acontecimientos durante la Segunda Guerra Mundial evidencian en su forma más clara la lógica de la Constitución de Crisis. Cuando las élites y las masas creen por igual que la emergencia nacional se encuentra por encima de ellas, le piden al gobierno que “haga algo.” Las ramas políticas, actuando más o menos autónomamente, adoptan políticas. Por su propia naturaleza tales políticas implican costos para el público. Cuanto mayores sean los costos, más proclive estará el público a resistirse. Por lo tanto, los gobiernos adoptan medidas para encubrir u obscurecer los costos, sustituyendo invariablemente con medidas de comando-y-control encubridoras de costos a los medios fiscales y de mercado reveladores de costos para la asignación de recursos. La implicancia necesaria de esta substitución es la atenuación o la destrucción de los derechos del ciudadano privado—las derechos protegidos previamente por la Constitución Normal.
Después de la caída de Francia e incluso después del ataque japonés contra Pearl Harbor y de las declaraciones de guerra posteriores, los estadounidenses exigieron la acción militar efectiva para defender a la nación y someter a sus poderosos enemigos. Los ramas políticas respondieron imponiendo un sistema de comando y control amplio. Dependiendo de la rama ejecutiva para la aplicación de sus órdenes, la Suprema Corte no habría podido prevenir este desarrollo incluso si hubiese deseado hacerlo; como dijera Aristóteles, “aquellos que portan las armas pueden determinar siempre el destino de la constitución.”
Pero aún más fundamental que las propias armas—las armas deben ser empuñadas por gente consciente de lo que está haciendo—es la ideología dominante. Gente buscando ansiosamente seguridad contra amenazas inminentes a la viabilidad económica, la independencia, o la supervivencia de la nación se somete más fácilmente a una privación de los derechos normales. Mucha gente que ordinariamente habría rehusado conformarse con las directivas intrusivas del gobierno, las aceptó durante la Segunda Guerra Mundial como apropiadas a la prevaleciente situación nacional. Solamente en virtud de dicho apoyo público, las medidas de emergencia del gobierno demostraron razonablemente eficacia.
En suma, la Constitución de Crisis, como la Constitución Normal, descansa sobre una amplia base ideológica. En el siglo veinte el pueblo estadounidense ha esperado, tolerado, y en muchas ocasiones exigido que la Constitución Normal fuese desplazada durante las emergencias nacionales.
Para hacer las cosas peores, sin embargo, la Constitución Normal a las cual volvemos después de que una emergencia nacional ha concluido, nunca es la misma que era antes de la crisis. En un cierto grado, los aspectos de la Constitución de Crisis, según lo expresado en la interpretación judicial y más aún en el cuerpo de creencia que apoya al sistema constitucional, se encuentran incorporados en la Constitución Normal. Tales legados marcaron las postrimerías tanto de las guerras mundiales como de la Gran Depresión.
Después de la Primera Guerra Mundial, la Constitución Normal incluyó la participación masiva del gobierno en los mercados del crédito, las comunicaciones, y las industrias del transporte así como perdurables precedentes para los controles de alquileres, el reclutamiento militar, y la supresión de la libertad de expresión. La Gran Depresión, por supuesto, trajo una profusión de restricciones gubernamentales y de agencias reguladoras y la constricción correspondiente de los derechos de propiedad privada. Durante 1937-42, una verdadera Revolución Constitucional tuvo lugar, sumergiendo a la doctrina del debido proceso en los asuntos económicos y otorgando un alcance irrestricto al poder regulatorio federal.
Entonces, los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial llevaron a la Constitución de Crisis a nuevas alturas, y sus legados son una legión. Incluso después de la promulgación de una resolución común que derogaba muchos de los estatutos del tiempo de guerra en julio de 1947, más de 100 provisiones estatutarias del tiempo de guerra permanecían activas; los estados de emergencia oficiales continuaron en vigor; y varias medidas de emergencia nuevas, incluyendo una ley de control de los alquileres y una ley sobre el reclutamiento militar en épocas de paz, fueron sancionadas.
Como Edward S. Corwin lo destacó en Total War and the Constitution en 1947, después de la guerra, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, el país no retornó a una “Constitución de tiempos de paz.” Ahora, la Constitución Normal incluía: (1) “poder legislativo del alcance indefinido”; (2) poder ejecutivo “para estimular constantemente” el uso de este poder indefinido “para expandidos fines sociales”; (3) el derecho del Congreso de delegarle sus facultades al presidente; (4) una amplia prerrogativa presidencial para cumplir con las auto-definidas emergencias y para crear agencias ejecutivas para asistirle; y (5) “ampliar progresivamente” la facultad de hacer cumplir la ley administrativamente en lugar de judicialmente.
En las cuatro décadas que han transcurrido desde que Corwin hiciera este sumario, nada de lo que él mencionó ha cambiado. Así la Constitución Normal de la era post Segunda Guerra Mundial ha validado completamente al Gobierno Grande en el sentido de un gobierno activo, poderoso, altamente arbitrario mucho menos restringido por los mecanismo del equilibrio de poderes de la Vieja Constitución normal, un sistema que una vez puso coto a las intervenciones, cuando no a las ambiciones, de los funcionarios del gobierno.
Los poderes de emergencia como tales continúan apoyando la negación del gobierno de numerosos derechos, especialmente en relación a los viajes internacionales y a las transacciones comerciales y financieras. Para mantener las acciones gubernamentales bajo la Ley de los Poderes Económicos de la Emergencia Internacional, la Corte citó con aprobación una decisión de un tribunal inferior que observa que el lenguaje de la ley “es amplio y no calificado. El mismo faculta ampliamente a que el Presidente pueda invalidar o anular el ‘ejercicio [por parte de cualquier persona de] cualquier derecho, facultad o privilegio con respecto a . . . cualquier propiedad en la cual algún país extranjero posea algún interés.’” De este modo, aún a comienzos de los años 80, una epoca tan normal como la que uno puede esperar en nuestra era, la Constitución de Crisis elimina y desplaza a la Constitución Normal.
Si una emergencia nacional genuina se presenta, no puede existir duda alguna sobre cómo el gobierno reaccionaría. (Recuerde sus acciones al ocuparse de la en parte espuria, en parte auto-infligida “crisis energética” en los años 70.) Los derechos privados de los estadounidenses—tal como permanecen—se encuentran balanceados en un muy delgado límite constitucional.
Trinquete Mortifero
La efectiva protección de los derechos privados contra la futura invasión del gobierno bajo el color de la emergencia es improvable. La experiencia de la última década ha demostrado que las salvaguardias procesales estipuladas en la Ley de las Emergencias Nacionales no tienen ningún efecto verdadero. En cualquier acontecimiento, el problema no es el procedimiento; es la sustancia—y el abuso de las facultades sustantivas.
No mucha más esperanza puede ser depositada en una Suprema Corte reconstituida, una dedicada más a los derechos individuales y a la restauración de la vieja Constitución Normal. Incluso si tales jueces podrían ser encontrados y designados—una perspectiva poco factible—su resistencia a la Constitución de Crisis no podría tener más que un efecto temporario en una emergencia. Esta lección la hemos aprendido de la crisis constitucional de mediados de los años treinta. Incluso una corte que contenía a los Cuatro Jinetes, una corte que quería hundir una daga constitucional en el corazón colectivista del New Deal, no podía resistir indefinidamente de cara al apoyo preponderante del público para las políticas del gobierno.
George Sutherland, un amigo tan incondicional como la Constitución Normal nunca tuvo, duda que los jueces “sean indiferentes a lo que otros piensan de sus decisiones” y declaró que él mismo no era indiferente. El Juez de la Corte Suprema Owen Roberts, el “voto decisivo” quién más que cualquier otra persona asumió la responsabilidad por el vuelco de la Corte en 1937, observó más tarde: “Mirando hacia atrás, es difícil ver cómo la Corte hubiese podido resistirse al reclamo popular.” Se refería oblicuamente a la “enorme tensión y a la amenaza para la existente Corte, de la cual yo estaba completamente consciente.” En la Corte, como en otros ramas del gobierno, los hombres buenos no son suficiente.
En última instancia, la Constitución Normal puede ser preservada contra las incursiones de la Constitución de Crisis solamente si las élites políticamente influyentes que generan las políticas y moldean las opiniones de la mayoría están dispuestas a resistir las pasiones de la emergencia nacional. Si tal comprensión, y un compromiso concomitante con los derechos individuales, estuviesen difundidos, tendríamos poco que temer. Como dijo Abraham Lincoln “Con el sentimiento público nada puede fallar; sin él, nada puede tener éxito.” Si la ideología dominante otorga un fuerte apoyo a la Constitución Normal, sobrevivirá, sin importar lo que suceda.
Pero si la ideología dominante no brinda un fuerte apoyo a la Constitución Normal, la misma será eventualmente aplastada por la Constitución de Crisis. Gradualmente, una pérdida de las derechos al estilo de un trinquete tendrá lugar en cada episodio de emergencia nacional. Y podemos así mismo admitir, que tales emergencias son inevitables.
Desafortunadamente, los ciudadanos en los Estados Unidos hoy día, con tan sólo unas pocas excepciones notables, no poseen ni una apreciación de este proceso del trinquete ni un fuerte compromiso por los derechos individuales a la vida, a la libertad, y a la propiedad. Por lo tanto, la perspectiva más factible es la de una expansión adicional de la Constitución de Crisis y la correspondiente pérdida de la libertad que nuestros Padres Fundadores intentaron asegurar para nosotros.
Traducido por Gabriel Gasave
Robert Higgs es Senior Fellow retirado en Economía Política, Editor Fundador y ex Editor en Jefe del journal trimestral del Instituto Independiente The Independent Review.