Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Vaya año terrible: primero fue Fernando de Szyszlo, luego Luis Loayza, ahora Abelardo Oquendo. Me dicen que, desde que se le declaró el cáncer, se negó a ser operado y tratado y que esperó la muerte con gran coraje y dignidad. Traté de hablar con él varias veces y nunca lo conseguí. Me voy quedando sin los amigos que dieron vida y ánimos y buenas lecturas y enseñanzas a mi juventud.
Conocí a Abelardo en el año 1956. Acababa de casarme por primera vez y andaba buscando trabajitos que me permitieran sobrevivir, sin renunciar a la Universidad. Conseguí siete, y el séptimo gracias a él, que trabajaba entonces en el Suplemento Cultural de El Comercio, que salía los domingos: me encargó una entrevista semanal a todos los escritores peruanos sobre sus métodos de trabajo, sus ideas literarias y sus proyectos. Todos pasaron por aquel tamiz, desde el venerable López Albújar hasta José María Arguedas, que me hizo rehacer una y otra vez el texto hasta el instante mismo de mandarlo al linotipista.
Con Abelardo y Lucho Loayza formamos un trío irrompible. Nos veíamos a diario, para tomar un rápido cafecito en el Bransa de La Colmena y para saber que estábamos vivos y nos necesitábamos, y para discutir sobre si Sartre o Borges era el gran maestro. Yo sostenía que el primero, Lucho, que el segundo, y Abelardo mantenía una cierta neutralidad. Su maestro, Luis Jaime Cisneros, lo había tenido un año fichando las Tradiciones Peruanas para una tesis doctoral que iba a llamarse Los paremios en Ricardo Palma, algo que lo había disgustado de la filología y, casi casi, de la literatura (no era para menos). Pero ésta se hallaba tan arraigada ya en él que, aunque nunca llegó a escribir los libros que creíamos, siempre la practicó, de esa manera discreta que convenía a su personalidad, en forma de notitas, reseñas, columnas anónimas, consejos verbales y cartas que algún día, espero, alguien recopilará: será entonces leído y reverenciado como el maestro secreto que fue.
Apenas recuerdo por qué Lucho y yo lo llamábamos el Delfín. Tal vez porque nos deslumbraba cuando explicaba la poesía de los clásicos, por ejemplo los más intrincados poemas de Góngora, y sabía distinguir con gusto infalible la originalidad de la impostura, detectar el talento genuino entre los mares de textos que ya entonces le llevaban los poetas jóvenes en busca de orientación. Estábamos seguros de que más pronto que tarde escribiría esos ensayos que, como los de Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña que leíamos con pasión, serían bellos, sabios e inconfundibles. Pero nunca los escribió y ese es un gran misterio que ya no tengo manera de resolver. Recuerdo que en uno de mis viajes a Lima me dijo que tenía un proyecto en marcha: escribir unos ensayos sobre una serie de poetas peruanos. Pero sólo escribió el primero, uno magnífico, consagrado a Javier Sologuren. ¿Qué lo desanimó? Tal vez el deseo de la absoluta perfección inalcanzable, tal vez esa sensación de para qué, de es por gusto, no tiene sentido en un medio tan poco estimulante como el de Lima extenuarse tratando de escribir obras maestras. ¿Cuántas promesas se quedaron en embrión en la historia del Perú, de América Latina, por ese derrotismo psicológico que la pobreza intelectual y literaria del medio expande en torno, paralizando a los mejores?
Por eso queríamos partir. Vallejo sin París no hubiera sido Vallejo, y hubiera terminado tal vez como Martín Adán, al que, cuando salía del manicomio a tomarse unos traguitos, íbamos a espiar religiosamente al Bar Cordano. Hacíamos sesiones de espiritismo, jugábamos a quién se reía primero (yo solía ganarles imitando al pato, raneando y chillando: “¡Soy el pájaro-mitra!, ¡cua cua!”), pero, sobre todo, planeábamos el viaje a Europa, con gran detalle. Iríamos allá y nos reuniríamos en ese dodecasílabo: ¡Montecarlo, Principado de Mónaco! Se convirtió en un estribillo al que acudíamos para levantarnos el ánimo y combatir la desmoralización limeña, esos días sin cielo, grises y con garúa. Pero sólo Lucho y yo partimos, porque Pupi, la mujer de Abelardo, quedó embarazada por segunda vez y con dos hijos la aventura europea resultaba ya muy arriesgada.
La correspondencia suplió la presencia, por muchos años. Sin las cartas de Lucho y de Abelardo, esas cartas estimulantes, alentadoras, queridísimas, probablemente yo no hubiera terminado nunca mi primera novela, La ciudad y los perros, que escribía y reescribía sin cesar, mientras hacía el doctorado en la Complutense de Madrid, y luego, en París, mientras traducía artículos para la UNESCO y la France Presse, preparaba programas para la Radio-Televisión Francesa y ponía voz en español a Les Actualités Françaises. Cuando vivía en Lima sólo soñaba con París, pero, en París, me hacían falta Lima y el Perú, y Abelardo atenuaba esa nostalgia con sus cartas semanales. Con el tiempo, aquellos intercambios fueron disminuyendo, alargándose, hasta desaparecer. Pero, cada vez que yo regresaba al Perú nos veíamos, almorzábamos un arroz con pato, recordábamos los viejos tiempos y actualizábamos los chismes, siempre secundados por otro escribidor, Alonso Cueto. Era grato sentir que la amistad estaba allí, intacta.
Fue Loayza, una tarde, en su casa de París, quien me dijo que Abelardo tenía cáncer. La idea de morir yo mismo nunca me ha espantado; pero, en cambio, la de la muerte de las personas próximas, queridas, siempre me estremece, desde que murieron mis abuelos, el tío Lucho, las personas que me ayudaron a ser lo que tanto quería: un escritor. Lo llamé por teléfono y, por supuesto, hizo unas bromas al respecto, unas bromas muy serias, distanciadoras del drama, quitándole importancia, como correspondía a esa elegancia y distinción que Abelardo practicó en todas las circunstancias de la vida.
Cuando Alonso Cueto me iba informando de la entereza con que Abelardo sobrellevaba esa última etapa me lo imaginaba muy bien. Todos los que lo conocimos supimos siempre que nunca incurriría en la vulgaridad de quejarse, protestar, lamentarse de su suerte. Había en él un respeto de las formas y las maneras que lo alejaban de la época, que prolongaban en él a aquellos caballeros dignos y decentes, correctos y formales, que ya sólo existen en la literatura, esos que aceptan la muerte con naturalidad y sin vulgares aspavientos. Así agonizó y murió Cartucho Miró Quesada, otro de los grandes amigos que he tenido, ejemplo de caballerosidad y limpieza moral hasta el último instante. Saber morir no es menos importante que saber vivir. Me acuerdo de una terrible película que vi en mi juventud, una en la que un cura convence al gánster James Cagney de que, para dar un ejemplo de cobardía e indecencia a los jóvenes, simule acobardarse antes de ser electrocutado, y llore y se retuerza y ruegue, en vez de morir en su ley, valientemente. Me pareció atroz que James Cagney consintiera a esa farsa, que se desnaturalizara de este modo en el último instante, en vez de morir en su ley, con el desprecio con el que había desafiado la muerte a lo largo de toda su vida. Anoche, cuando hablé con ella por última vez, Claudia, su hija, me confirmó lo que ya sabía: que Abelardo había muerto muy sereno, conversando sin drama, antes de ser sedado.
Adiós, amigo.
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