Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
No cabe duda del enorme impacto que sobre las sociedades modernas ha producido primero el descubrimiento y luego el desarrollo del método o métodos científicos de analizar tanto el mundo físico como el social, y que combinado con avances tecnológicos (ciencia y tecnología están hoy íntimamente asociadas pero no son ni fueron exactamente lo mismo) han derivado en enormes mejoras en la calidad de vida del ser humano (aunque se discute si es primero el desarrollo económico y, como consecuencia, más recursos para la ciencia o al revés). Pero a día de hoy la ciencia (entendida como la labor de las personas que siguen y aplican estos métodos a sus investigaciones y desarrollos) está íntimamente vinculada en muchos casos a organizaciones estatales, de tal forma que una parte muy sustancial de la misma está financiada vía impuestos u orienta sus investigaciones hacia fines determinados políticamente (industria bélica, por ejemplo). Es pues lógica la pregunta de cómo se podría organizar la investigación científica en una sociedad anarcocapitalista y cómo podría ser financiada esta en ausencia de fondos estatales.
En primer lugar, cabe decir que la ciencia desde sus comienzos se ha organizado en anarquía. Se constituyó como una suerte de comunidad privada, con sus propias reglas de funcionamiento (métodos científicos), y aquellos que no sepan o no quieran seguirlas simplemente estarían excluidos del marchamo científico en los resultados de sus trabajos académicos. Michael Polanyi, por ejemplo, nos describe en su La lógica de la libertad una suerte de república científica funcionando autogobernada en anarquía. A nadie se le obligaba a ser científico, pero si quería usar ese nombre tenía que seguir esas reglas. Al mismo tiempo, los que seguían ese método tenían que afrontar la competencia de otras formas de conocimiento que seguían otros métodos u otras formas de razonar (alquimia, por ejemplo). En unos ámbitos de conocimiento, como los referidos al conocimiento de la naturaleza física, se impuso esta forma de pensar, mientras que en otros, como las humanidades o los estudios sobre la sociedad, este método de pensamiento bien no se ha impuesto, bien se ha impuesto a medias. Pero esto se ha conseguido a través de métodos anarquistas, o sea, de libre asociación. Por ejemplo, si quieres publicar en tal o cual revista o editorial debes seguir nuestro método y si no te gusta busca otro sitio. Si quieres trabajar en nuestro centro debes seguir nuestras reglas y si no crea tú otro con tus propias reglas. A nadie se le obligaba a nada y uno podía incorporarse a o retirarse a voluntad de esta forma de trabajar. Lo que ocurrió con el tiempo es que estos métodos, a diferencia de sus competidores, lograron ser asociados a unos resultados mucho mejores en la comprensión del mundo y, por tanto, devinieron formas mucho más prestigiosas y reputadas de saber. El llevar el marchamo de científico pasó a ser asociado a rigor y veracidad, mientras que sus competidores iban siendo poco a poco desplazados.
Al igual que en otros sectores, este tipo de forma de abordar el conocimiento se fue lentamente imponiendo en libre competencia, pero al igual que ocurre muchas veces con empresas exitosas se produjeron dos fenómenos. El primero es que el Estado quiere intervenir el sector o nacionalizarlo total o parcialmente. El segundo tiene que ver con la defensa de la competencia. Las empresas perdedoras, en este caso las tecnologías de conocimiento perdedoras, se quejaron de monopolio y, en vez de competir por mejoras sus tecnologías o forma de funcionar, reclamaron la “apertura del mercado” de tal forma que ellas también pasasen a ser denominadas ciencias y a ser reconocidas como tales. Así, hoy día raro es el conocimiento que no reclama ser denominado científico, lo cual es a mi entender un error, pues sus lógicas académicas o de conocimiento son difícilmente adaptables a los métodos usados en las ciencias naturales, que fueron las que iniciaron esta forma de pensar e investigar. En vez de confiar en sus propios métodos, depurarlos y mejorarlos, prefirieron usar procedimientos que por un lado no consiguen los resultados de las ciencias naturales y que, por el otro, consiguen resultados mucho peores de los que lograrían con sus métodos tradicionales. Pero esto tiene que ver también con el proceso de estatalización del conocimiento científico.
Como vimos, la ciencia surgió de forma anárquica y rápidamente se hizo un hueco compitiendo con saberes ya establecidos. Los gobernantes rápidamente vieron en ella una oportunidad para legitimar su poder y aprovechar sus frutos, de ahí que poco a poco fueron apareciendo Academias estatales de ciencia para intentar, a través de científicos afines, controlar y orientar sus investigaciones. Pero el dominio estatal de la ciencia aún tardaría en llegar, pues esta se financiaba en su inmensa mayoría de forma privada, como bien demuestra Kealey en su The economic laws of scientific research. Bien sea a través de la industria, de premios, de universidades privadas o eclesiales, de sociedades científicas o del propio pecunio del científico se logró construir un impresionante cuerpo de conocimiento que condujo a una indudable mejora tanto en el conocimiento como, asociada a la industria y al capital, en la salud y el nivel de vida de buena parte de la población mundial. Además, al coincidir esta etapa histórica de desarrollo económico global con el auge del conocimiento científico, se ha establecido en la opinión pública la idea de que aquel se debe principalmente a este, algo que sería necesario discutir.
Primero porque, como apunta Kealey, es cierto que existe relación entre ciencia y crecimiento económico, pero esta relación bien pudiera ser la inversa a la que habitualmente creemos, esto es, que bien pudiera ser que sea el desarrollo económico el que permita obtener más y mejor ciencia y no al revés. En segundo lugar, porque no por disponer de más ciencia se obtiene necesariamente más desarrollo económico, sino que dependerá de qué tipo de ciencia tenemos y en qué sectores. En tercer lugar, porque muchas veces se obvia que la ciencia sin tecnología para transformar sus descubrimientos en bienes útiles para el consumidor y sin los capitales necesarios para producir en gran cantidad esos bienes poca utilidad tendría para mejorar la vida de las gentes. Serviría, eso sí y no es poco, para incrementar el volumen de conocimiento humano, pero no disfrutaría ni mucho menos del prestigio del que hoy disfruta.
Los gobernantes, dado su merecido prestigio, no dudaron en intentar controlar o, cuando menos, orientar e influir los contenidos de la ciencia. Algo que se consiguió en buena medida y con la complicidad de muchos de ellos. Conviene resaltar que de entre las distintas familias que existen entre los intelectuales, los científicos han sido históricamente los más promovidos por los Gobiernos y probablemente los mejor tratados, o cuando menos los menos perseguidos, con algunas excepciones y debidas también en muchos casos a factores externos a la ciencia, como religión, raza o ideas políticas. Son, eso sí con numerosas excepciones, un colectivo (por desgracia no el único) que se ha caracterizado históricamente por reclamar más intervención estatal y por reclamar que esta se adecue a sus demandas. Los gobernantes entonces dotarían de financiación abundante y de puestos de trabajo estables y prestigiados a los científicos y, a cambio estos, investigarían los temas que aquellos les indicasen y con la orientación que le diesen. De ahí que las investigaciones en el desarrollo de armamentos o en cuestiones relativas a la seguridad o poder de los Estados (determinadas energías, medios de transporte, sistemas de telecomunicaciones) hayan contado con frecuencia con abundante financiación, en muchas ocasiones muy superior a la de la propia ciencia básica o a la de usos civiles no tan estatistas. Y aún así con resultados relativos peores que los conseguidos con medios privados por empresas y centros privados de investigación, como bien demuestra un estudio publicado no hace mucho por el Instituto Juan de Mariana.
El problema es que la intervención estatal en la ciencia no se ha centrado sólo en su financiación o en su orientación, sino que a semejanza de lo que ha acontecido en otro ámbitos de la vida intelectual, muchos Estados han pretendido o pretenden determinar qué es y qué no es ciencia. El caso Lysenko en la Unión Soviética de Stalin es quizás el peor y más conocido caso de este tipo de interferencias, pero a día de hoy y de forma más sutil sigue dándose en algunas controversias científicas, como las que se refieren al cambio climático. Obviamente yo no tengo postura al respecto pues no tengo conocimientos científicos rigurosos como para pronunciarme. De lo que entiendo un poco es de política, y por ello me sorprende que las afirmaciones sobre este tema se realicen a través de un panel intergubernamental, el famoso IPCC, con científicos seleccionados por los Gobiernos (no quiere decir que estos carezcan de competencia, sólo que son seleccionados políticamente de entre sus pares no necesarimente menos competentes) y que estos decreten una verdad incontrovertible y que esa y sólo esa versión merece ser financiada con fundos públicos. Yo pensaba que la ciencia era precisamente todo lo contrario, esto es, que cualquier afirmación puede en cualquier momento ser cuestionada o discutida, siguiendo, eso sí, el debido método, y que al final y en libre competencia la verdad triunfaría, sin necesitar el apoyo de los medios estatales para triunfar. Eso no quiere decir que la versión oficial sea falsa, sólo que no entiendo por qué esa verdad necesite de ser establecida como oficial. Las grandes formulaciones científicas, como las leyes de la gravedad, la genómica o las teorías de la relatividad, por poner algunos ejemplos, no precisaron nunca de un decreto en el boletín oficial del Estado para ser aceptadas. Fueron y son discutidas y mejoradas por los científicos, y pueden ser descartadas en el futuro por hipótesis mejores en un proceso de competencia que tiene muchas analogías con los procesos de mercado. La ciencia no precisa del Estado para llevar a cabo su noble función.
Una sociedad sin Estado estaría especialmente cómoda con la visión tradicional de la ciencia en la que las distintas teorías científicas compiten entre sí y en el cual estas se imponen por su mejor calidad o su capacidad explicativa. En una sociedad de este tipo la ciencia sería financiada como lo fue en el pasado, a través de donaciones, cooperación con empresas, universidades y centros de investigación. No se puede conocer a priori cuál sería la cantidad de conocimiento científico, ni su calidad ni cuánto se gastaría en ella, ni en qué áreas se invertiría. Correspondería a individuos y comunidades determinar esos parámetros, pero sí que se podría decir que el dinero y los recursos en ella invertidos responderían a sus demandas y, por tanto, se puede presumir que serían invertidos de una forma más responsable, sin que existiesen áreas estratégicas o prioritarias. Las prioridades, al igual que en el mercado, serían decididas por productores y consumidores de ciencia. Lo que sí sería distinto en este tipo de sociedades es que en ellas la ciencia no gozaría a priori de un status privilegiado con respecto a otras formas de conocimiento. De la misma manera que en el pasado la ciencia supo confrontar con éxito la competencia de formas alternativas de conocimiento y de ahí probablemente derivó su éxito, en una sociedad sin Estado no podría pretender prioridad ni exclusividad con respecto a otras. Al igual que podrá excluir a quien desee de sus filas negándole el estatuto de científico, no podrá en cambio excluir la competencia de otras formas de razonamiento, por extravagantes o alejadas que se encuentren de este método, y afrontar los desafíos que de ellas pudieran venir en el futuro. Tampoco, a diferencia de la situación actual, podrá exigir financiación forzosa a través de medios políticos. La ciencia no debe ser en ningún caso forzosa ni obligatoria, pues algunas personas pueden tener otras prioridades, pueden no estar de acuerdo con determinados usos de la misma o no tienen por qué financiar con sus impuestos descubrimientos que puedan afectarlos económicamente. Si bien nadie puede impedir el desarrollo del conocimiento y de la investigación y de los resultados prácticos de los mismos, tampoco puede ser obligada una persona a financiar algo que afecte a su conciencia o a sus intereses económicos. La ciencia sobrevivió y floreció sin intervención estatal, y lo hizo bien. Si se quiere que así siga siendo debe volver a ser el genial fruto de la anarquía que fue y en buena medida continúa siendo.