Por Mario Vargas LLosa
El País, Madrid
La noche del 6 de enero de 2015 Philippe Lançon fue al teatro con una amiga, en Ivry, a ver Noche de Reyes, una obra de Shakespeare sobre la cual tendría que escribir al día siguiente un artículo para Libération. Pero esa mañana se celebraba asimismo la reunión en la que Charlie Hebdo,para la que también escribía, planeaba el contenido del próximo número. Se decidió por esta última y, como solía hacer, mientras sus colegas discutían aquel sumario él espiaba a su buen amigo, el dibujante Bernard Maris, que como siempre se pasó toda la discusión haciendo caricaturas de los asistentes.
Terminada la reunión, cuando todos comenzaban a despedirse, estalló el tiroteo. Philippe fue el primero en recibir un balazo en la cara, que le despedazó la mandíbula y lo lanzó al suelo, en un gran charco de sangre. No perdió el sentido. No podía moverse y, mientras se desangraba, vio a los dos terroristas, los hermanos Kouachi, ir matando y rematando a todos los presentes, mientras repetían, como un mantra, ¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar! Sus ojos no podían creer lo que veían: la cabeza de Bernard Maris, abierta a tiros y chorreando los sesos. En un momento dado vio, al lado de su cara, los zapatos y la metralleta de uno de los asesinos. ¿Por qué no lo remató? Porque lo creyó muerto, sin duda.
Finalmente, lo rescataron y una ambulancia lo llevó al hospital, donde permaneció 282 días, sometido a cerca de treinta operaciones que le han reconstruido la cara de una manera prodigiosa. Cuando yo lo conocí, en Princeton, hace unos tres años, era todavía un monstruo. Ayer, cuando veía sus fotos, me parecía increíble ver esa cara absolutamente normal en la que ni siquiera hay una cicatriz que recuerde el horror de esa experiencia que él, en el libro que acaba de publicar en Francia, Le lambeau (El pedazo, El colgajo), llama, con sobria elegancia, “la desaparición de lo ordinario”.
Lo más notable de este testimonio sobrecogedor, en el que vemos a un hombre morir e ir resucitando poco a poco gracias a su valentía y fuerza moral, y, sin duda, a la formidable ayuda que le prestaron los enfermeros, médicos, asistentes, y, sobre todo, a la destreza y sabiduría de la doctora Chloé, la cirujana autora de aquella prodigiosa reconstrucción facial, es la sobriedad y la mesura con que está escrito. No hay asomo de odio ni rencor, casi desaparece aquella máquina de matar que aniquiló a todos sus compañeros, el amor a la vida anima sus páginas y la ayuda vivificante que le prestan en esa larguísima resurrección ciertas obras literarias —Kafka, Proust, La montaña mágica— que relee buscando en ellas revivir aquellos momentos tan intensos que le depararon cuando las leyó por primera vez.
Creo que en ninguna de estas hermosas páginas habla Philippe Lançon de terrorismo. Y, sin embargo, Le lambeau es uno de los libros que permiten entender mejor los extremos de abominación y salvajismo a que puede llegar un ser humano esclavizado por el fanatismo religioso y convencido de que su fe lo autoriza a devastar el mundo, y desaparecerlo si hace falta, purgándolo de incrédulos. A esa barbarie cruda y dura opone Philippe Lançon la razón y la humanidad, las bellas artes, la poesía, las ideas, lo que crea denominadores comunes entre los seres humanos, más profundos y duraderos que las diferencias de lenguas, creencias, razas y costumbres, todo aquello que nos acerca y nos hermana, y que terminará prevaleciendo sobre la irracionalidad y locura abismal de quienes creen que poniendo bombas y asesinando inocentes se obtiene la justicia.
A los sótanos de los hospitales donde lucha Philippe Lançon por renacer llegan familiares, amigos, su exmujer, sus novias (sí, en plural) y también ese rumor poderoso que es el gigantesco movimiento de solidaridad que provocó en Francia y en el mundo entero la matanza de Charlie Hebdo. Aunque parezca mentira, hasta el humor se abre camino en esas páginas y el lector se encuentra a veces sonriendo, divertido, con los enredos sentimentales y personales que le surgen al personaje (llamado con el seudónimo de Monsieur Tarbes en uno de los hospitales que frecuentó) entre la anestesia, las inyecciones, los vómitos y las sondas y termómetros, y los pases mágicos de que tiene que valerse para que haya armonía donde podrían estallar los malos humores y el escándalo.
No hay como estar cerca de la muerte para saber lo maravillosa que es la vida. Lo descubrimos al mismo tiempo que Philippe, cuando puede comer unos bocados de yogur y dejar de alimentarse con sondas, cuando vuelve a masticar otra vez y —¡por fin!— a hablar de nuevo, sin necesidad de esa pizarrita que tantos meses le sirvió para comunicarse con el prójimo. Y lo generosos y decentes que pueden ser los hombres y mujeres, como él descubre a través de esas enfermeras y asistentes y barrenderos y médicos que se vuelcan día y noche para devolverle la salud y hacerlo sentirse querido y protegido por una muralla de amistad y de amor en esos larguísimos meses en los que Philippe Lançon vuelve a ser otra vez un ser humano, ya no el semicadáver que era cuando llegó.
Hace tiempo que un libro no me entristecía, emocionaba y alegraba tanto como Le lambeau. Cuando uno termina de leerlo comprende que el terrorismo —no sólo el islamista, todos los terrorismos, políticos y religiosos sin excepción— no ganará nunca la guerra que ha desatado, pese a los daños (acaso cuantiosos) que pueda provocar. Y no pueden ganarla porque son demasiado primitivos y bárbaros, perpetúan una tradición que el desarrollo humano —la civilización— ha ido haciendo retroceder y devolviendo a las cavernas, algo que es la negación misma de las buenas cosas que nos ha traído el progreso: la libertad, la democracia, es decir la coexistencia en la diversidad, la justicia, los derechos humanos, la igualdad ante la ley. Sin necesidad de referirse específicamente a aquellos temas, luchando por volver a la vida, recordando lo maravilloso que es un buen libro, una bella sinfonía, el rejuvenecimiento que significan la amistad o el amor, Le lambeau nos hace conscientes de lo estúpido y ciego que son el fanatismo y el uso del terror, y cuánto hemos avanzado desde los atroces tiempos en que el ser humano era todavía una fiera entre las fieras.
Ese progreso es una realidad para un gran número de países —para muchos otros, por desgracia, todavía no— y una prueba de ello es que Philippe Lançon está ahora otra vez vivo, que haya sido capaz de escribir este profundo libro y que Chloé y sus colegas hayan podido devolver a su rostro la humanidad y la apostura, y que se haya casado y, según me dicen, esté celebrando en estos mismos días el nacimiento de su primer hijo. Que esto haya ocurrido a mí me levanta el ánimo porque veo en todo ello algo hermoso y exaltante, la derrota de la estupidez y la ceguera mental y moral del fanatismo, el triunfo de la vida.
Uno de los episodios más conmovedores —hay cientos más— del libro ocurre cuando, en pleno atentado, Philippe tiene una rara sensación dentro de la boca y descubre que son sus muelas y dientes: los ha perdido todos. Al amigo común que me mostró hace unos días sus fotos de renacido, le pregunté si le había visto la dentadura. “La tiene intacta. ¡Y además blanquísima!”, me respondió. Sentí que mi corazón se desbocaba de felicidad.
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2018.
© Mario Vargas LLosa, 2018.