Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
Uno de los temas que divide a los anarcocapitalistas de las demás escuelas liberales, que tampoco son unívocas al respecto, es la cuestión del derecho o el principio de libre secesión de un territorio con respecto a su Estado de pertenencia. Y digo territorio conscientemente porque es este aspecto el que más preocupa a los contrarios a la misma, pues entre perder un millón de personas o el territorio en el que estas viven, permaneciendo las personas en el antiguo Estado, sin duda optarían muy mayoritariamente por el primer caso. La marcha de centenares de miles de personas de España durante la crisis no ha merecido más que algunos comentarios en los medios y, desde luego, no ha resultado en leyes de excepción o en la activación de mecanismos constitucionales previstos para situaciones de emergencia. El debate sobre la secesión territorial nos ayuda a entender como ningún otro la verdadera naturaleza y esencia del Estado moderno, y es también de enorme utilidad para entender cuál debería ser la dinámica a seguir para conseguir alcanzar una sociedad anarcocapitalista o, cuando menos, unos sociedad más libre. No es de extrañar tampoco que la mayoría de los principales autores libertarios hayan reflexionado sobre este tema, desde posturas partidarias al ejercicio de este derecho. Incluso liberales clásicos como Von Mises han sido siempre muy claros a la hora de reconocer la secesión, hasta el punto de incluso recomendar que se lleve a cabo dado que consideraba muy positivo a efectos de conseguir una sociedad libre reducir la escala de los Estados. Este es un debate muy relacionado con el de la secesión, pero que debe ser estudiado en otro plano, por lo que nos referiremos a él en algún futuro trabajo.
¿Qué nos puede entonces enseñar la secesión sobre la naturaleza del Estado? Muchas cosas. La primera y principal es que nos muestra que un Estado no es nunca algo voluntario y no puede serlo si quiere merecer tal nombre. La inmensa mayoría de las constituciones del mundo prohíbe o limita muy severamente la adscripción voluntaria o formas jurídicas muy semejantes como la nulificación. Si el Estado permitiese a los habitantes de un territorio la posibilidad de marcharse a voluntad, ese Estado se transformaría en una asociación voluntaria, lo que dificultaría enormemente su capacidad de dominio, pues sus órdenes podrían no ser acatadas simplemente con la posibilidad de separarse. Frente a esta amenaza potencial, los gobernantes verían muy limitada su capacidad de decidir, pues tendrían que medir mucho el alcance de sus mandatos hasta hacerlos aceptables por la inmensa mayoría de la población. De hecho, permitir la secesión equivaldría a gobernar por consenso, si se quiere mantener la unidad política, y eso conduciría a la anarquía como ocurrió con el Liberum veto polaco en el siglo XVII. La capacidad de nulificar una norma, tal como se entendía en los Estados Unidos previos a la guerra civil, equivalía de hecho a la posibilidad de secesión y fue abolida después de la derrota del Sur. Admitir la libre secesión no permitiría configurar un Estado moderno, al menos tal y como es concebido a día de hoy, y constituiría una limitación enorme al ejercicio de su poder, pues el Estado se transformaría en una suerte de club. Pero el Estado moderno no es eso, pues una de sus características principales es la de imponer obediencia se quiera o no y sin posibilidad de romper el “contrato” o la relación de forma unilateral, aun asumiendo los costes como sí ocurre en los verdaderos contratos.
Otro de los aspectos sobre los que el fenómeno de la secesión nos resulta de utilidad es el de contribuir a una mejor compresión del concepto de propiedad pública y a su distinción entre esta y la propiedad privada. Un argumento muy usado es que el colectivo que quiere separarse habita sobre un territorio que es propiedad común de todos los habitantes del Estado y, por tanto, ejercer el derecho de secesión requiere de la aquiescencia de la mayoría de estos y no solo del de los habitantes del territorio que se quiere secesionar. El concepto de propiedad derivado de los derechos de ciudadanía es cuando menos curioso, pues no cumple muchos de los criterios tradicionales que normalmente se aplican para definirlo. En primer lugar, se debería definir a qué territorios se aplica el concepto de bien nacional o estatal. Entiendo que en puridad debería referirse sólo a bienes, terrenos o edificios que son de propiedad estatal, con lo que quedarían excluidos de la definición los territorios que son propiedad privada de los secesionistas. Se podría razonablemente suponer que sobre estos bienes privados no habría problema en permitir su separación, mas la realidad nos muestra que incluso estos no pueden abandonar la soberanía del Estado sin permiso de la mayoría de los ciudadanos del Estado original, y no se da ninguna razón convincente, salvo la de que todo el territorio es propiedad pública, variando solo en grado. Esto implicaría que en el Estado moderno no existe verdadera propiedad, solo usufructo en mayor o menor grado de la propiedad, puesto que no podemos hacer libre uso de la misma. Sobre las tierras no privativas se entiende que los secesionistas tendrían que consultar al resto, pero tampoco queda claro en qué consiste eso de la propiedad pública colectiva. Si es verdadera propiedad ¿cómo es que no puedo venderla, cambiarla o alquilarla o usarla a mi antojo? Una propiedad comunal podría perfectamente definir mis derechos frente al bien colectivo (soy por ejemplo propietario de horas en un molino comunal, obviamente en desuso, pero siempre pudieron ser negociadas), pero en este caso no están claras cuáles son mis derechos sobre la propiedad de un territorio de propiedad estatal ni en qué consiste exactamente esta. Habitualmente las secesiones se realizan sobre la base de unidades políticas o administrativas previas, de tal forma que las tierras de propiedad pública pasan a propiedad de la nueva unidad política, como una suerte de intercambio. La nueva unidad pasa a ser gestora de esas tierras y a cambio renuncia a sus derechos sobre las tierras comunes del remanente, que no necesariamente tiene que ser más grande que el que se secesiona (de hecho, en la separación de Chequia y Eslovaquia, fue la primera quien se separó de la segunda). El resto de los bienes normalmente en el extranjero son tasados y después repartidos, al igual que la deuda pública.
De todas formas creo que convendría una discusión más profunda sobre la definición de la propiedad pública y la distinción entre esta y la propiedad privada, sobre la que entiendo que no existe argumento para impedir su secesión unilateral y posterior agrupación en otra unidad política si así se decidiese. Antes de que se diga que es un absurdo conviene recordar que en la frontera entre Flandes y Holanda existen calles en las que cada vivienda pertenece a un Estado distinto, a voluntad del dueño, sin que parezca existir gran problema. Si se investiga en la historia se puede ver que es un fenómeno no infrecuente (en la frontera entre Galicia y Portugal existió durante mucho tiempo el Couto Mixto, un territorio con esas características). Solo que a día de hoy y a diferencia de otros tiempos existe una querencia por los Estados territorialmente compactos y por el horror geográfico al enclave, fruto de nuestra educación a través de mapas. Benedict Anderson lo señala muy bien en su libro Comunidades imaginadas.
La secesión constituye un problema desde que el Estado se configura como un ente abstracto. Cualquier repaso a la historia nos muestra que la secesión o unión de territorios era lo más normal del mundo. Los antiguos reyes dividían sus dominios entre sus hijos, o adquirían territorios por matrimonio, o bien se anexionaban territorios por la fuerza. Al habitante de esos territorios esto le suponía poco cambio en su vida, dada la relativamente pequeña capacidad de penetración del poder político en sus actividades cotidianas. No se veía obligado a cambiar de idioma o a padecer cientos de nuevas regulaciones. Simplemente pasaba a pagar tributos a otro señor, que era bastante parecido al viejo. Todo cambia con la aplicación del principio de nacionalidad y con la extensión de las funciones estatales, de ahí que las modernas secesiones sean más complicadas. Unos porque están más o menos a gusto con la actual situación y, por tanto, se resisten a adoptar una nueva nacionalidad, y otros precisamente porque se encuentran a disgusto con ellas prefieren optar por una nueva. Como las intervenciones son numerosas y en ocasiones muy intrusivas (como la educación), es normal que la secesión se perciba como un conflicto serio por ambas partes y que sea fuente de disputas y molestias. Pero esto nos enseña otra cosa: que el Estado no somos todos. El caso de los movimientos secesionistas nos muestra que exista una parte, mayoritaria o no de la sociedad, que se identifica con el actual Estado, y otra parte, la que desea separarse, que se considera que no representa la verdadera esencia de la nación y es a veces denigrada como enemiga de la misma o como parte ajena a la misma, a pesar de formar parte y tributar en el mismo Estado. El mismo fenómeno suele acontecer en el grupo secesionista pero a la inversa. Pero en cualquier caso, el Estado no representa a todos, sino a una parte de él. El problema está en considerar la nación como un fenómeno exclusivamente nacionalista y no como uno de derechos de propiedad y libre asociación. Dejando aparte el hecho de que no todas las secesiones se pueden plantear por motivos nacionalistas (pueden existir secesiones por motivos económicos o por contar con diferentes sistemas económicos, como las dos Coreas por ejemplo), este problema está muy emparentado con el excesivo grado de intervención del Estado y con la mala definición y el no reconocimiento por parte de este de los derechos de propiedad y de libre asociación de sus ciudadanos. Si estos se respetasen no existirían problemas de este tipo y las secesiones se producirían de forma pacífica.
Es también una derivada del aspecto imaginario y sagrado del Estado como vimos en un artículo anterior. Anthony Smith en su libro Identidades nacionales apunta que uno de los rasgos característicos del moderno Estado-nación es su indisolubilidad, en el sentido de que debe existir una identificación entre estado y nación y que esta no puede ser dividida en unidades políticas. De hecho si entendemos la nación como una construcción cultural, no se entiende por qué no puede estar dividida en varias unidades políticas. Goethe, Hegel o Schiller pertenecen claramente a la cultura germana a pesar de que cuando ellos escribían Alemania estaba dividida en varias unidades políticas. Una nación puede perfectamente estar unida en sus principios esenciales y dividida políticamente, como puede comprobarse en muchos casos. El concepto de unidad parece sacado de los principios de la Iglesia católica, que como se sabe es una y santa y aborrece del cisma (equivalente religioso de la secesión), y fue adoptado por los Estados a su imagen y semejanza. Es curioso que hoy se vea perfectamente legítimo el cisma en la religión pero sea considerado una aberración si se refiere al Estado. Pero como ya hemos apuntado, el carácter sagrado de la organización parece haberse trasladado desde el mundo religioso al mundo político, para de esta forma reforzar su legitimidad. Al ser un concepto de origen sagrado es, por tanto, muy difícil de interpretar de forma objetiva. Lo que entiendo que quiere decir realmente es que ningún colectivo territorial puede separarse del dominio de quienes en este momento ostentan el poder estatal, pues de ser así este vería mermado su capacidad de extraer rentas de él. En realidad, se trata de un conflicto entre élites dirigentes por controlar y dominar un territorio, y dado el carácter místico que el Estado moderno ha adquirido, logra involucrar a buena parte de sus poblaciones en él. Un conflicto de este tipo en otras épocas sólo habría involucrado a sus respectivas clases políticas, pero hoy en día, al igual que acontece con las guerras, se proyecta sobre la totalidad de la población y es fuente de discusiones y malestar.