Por Álvaro Vargas Llosa
Escribo estas líneas en Lima, donde las conjeturas sobre el posible fin del fujimorismo lo asaltan a uno en todas partes.
La líder de la organización, Keiko Fujimori, está en prisión preventiva como parte de un proceso relacionado con las ramificaciones peruanas de Lava Jato. Su padre volverá a entrar a la cárcel una vez que abandone la clínica donde se trata en estos días. Varios de los colaboradores cercanos de la líder están bajo presión judicial, algunos ya colaborando con las autoridades y otros con pie en la cárcel.
La bancada parlamentaria, que llegó a sumar 73 escaños y dominar el Poder Legislativo, está reducida a unos teóricos 60 congresistas que en la práctica son muchos menos. Algunos han tomado licencia en el partido, otros saltan del barco buscando subterfugios de distinto tipo. El partido ha entrado en reorganización y su línea frente al Presidente Vizcarra, que era la del acoso y derribo, ahora es la del boxeador que, exhausto, se aferra al rival para no caer a la lona.
Las encuestas son crueles. En unas elecciones que se celebrasen hoy, el fujimorismo quedaría muy lejos de una segunda vuelta.
Hasta aquí, los datos objetivos. Pero enseguida lo que viene es futurología política, que no es más científica que la quiromancia. Todos los movimientos autoritarios de Perú, como en muchas otras partes, sobrevivieron un tiempo que pareció, entonces, más largo de lo que se ve hoy en retrospectiva. Sucedió con el odriísmo (militar), por ejemplo, o, antes con el leguiísmo (civil).
Los movimientos que sí tuvieron una duración permanente fueron otra cosa. El caso del Apra es obvio. Lo logró por varias razones: la persecución y el “veto” que sufrió el partido a manos de las élites peruanas durante muchísimos años; el misticismo que esa exclusión y la personalidad de su fundador, Haya de la Torre, infundieron al movimiento; el carácter representativo que tuvo el Apra de un segmento social determinado. Otros movimientos, como el belaundismo, no tuvieron una permanencia comparable, pero dejaron algo latente, como lo demuestra el rendimiento de ese partido en las recientes elecciones municipales y regionales.
El fujimorismo nunca tuvo una ideología, pero representó el populismo de derecha agrupado en torno a un líder que, por el enfrentarse al terrorismo de los años 90 y la hecatombe hiperinflacionaria heredada del primer gobierno de Alan García, reclamó credenciales que el fujimorismo fue capaz de mitificar con el tiempo. Pero todo eso va quedando atrás por el tiempo transcurrido y porque el comportamiento del fujimorismo en democracia ha sido demasiado desleal con los valores que la sociedad, hastiada de corrupción, política tradicional y autoritarismos, exige hoy. El mayor error del fujimorismo del nuevo milenio ha sido su incapacidad para leer la nueva sociología peruana con la misma perspicacia con la que supo leer, en los primeros años de democracia, la extendida gratitud por los “logros” de los 90.
Decretar una muerte política es una empresa demasiado osada. Además, la defunción de movimientos autoritarios del pasado no significó la muerte del gen autoritario. Cada generación produce sus propias amenazas al Estado de Derecho y la democracia liberal. Hay un sector enorme de peruanos con poca fe en la democracia, que cree que el Estado debe imponer ciertos patrones oscurantistas a la sociedad y está cargado de odio contra aquellos a quienes percibe como los triunfadores de esta hora aciaga para el fujimorismo.
El fujimorismo vive horas bajas y no ve posibilidad de regeneración. Aún no se puede descartar que levante cabeza tarde o temprano o que otros populismos de derecha ocupen su espacio.
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