Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Cuando el 13 de octubre de 2018 salieron de la ciudad hondureña de San Pedro Sula eran unos pocos centenares. Tres semanas después, mientras escribo este artículo, son ya cerca de ocho mil. Se les han sumado gran cantidad de salvadoreños, guatemaltecos, nicaragüenses y sin duda también algunos mexicanos. Han avanzado unos mil quilómetros y pico, andando día y noche, durmiendo en el camino, comiendo lo que gente caritativa y tan miserable como ellos mismos les alcanza al pasar. Acaban de entrar a Oaxaca y les falta la mitad del recorrido.
Son hombres y mujeres y niños pobres, pobrísimos, y huyen de la pobreza, de la falta de trabajo, de la violencia que antes era sólo de los malos patronos y de la policía y es ahora, sobre todo, la de las maras, esas bandas de forajidos que los obligan a trabajar para ellas, acarreando o vendiendo drogas, y, si se niegan a hacerlo, matándolos a puñaladas e infligiéndoles atroces torturas.
¿Adónde van? A Estados Unidos, por supuesto. ¿Por qué? Porque es un país donde hay trabajo, donde podrán ahorrar y mandar remesas a sus familiares que los salven del hambre y el desamparo centroamericano, porque allí hay buenos colegios y una seguridad y una legalidad que en sus países no existe. Saben que el presidente Trump ha dicho que ellos son una verdadera plaga de maleantes, de violadores, que traen enfermedades, suciedad y violencia y que él no permitirá esa invasión y movilizará por lo menos 15.000 policías y que, si les arrojan piedras, estos dispararán a matar. Pero no les importa: prefieren morir tratando de entrar al paraíso que la muerte lenta y sin esperanzas que les espera donde nacieron, es decir, en el infierno.
Lo que pretenden es una locura, por supuesto. Una locura idéntica a la de los miles de miles de africanos que, luego de caminar días, meses o años, muriendo como moscas en el camino, llegan a orillas del Mediterráneo y se lanzan al mar en balsas, botes y barcazas, apiñados como insectos, sabiendo que muchos de ellos morirán ahogados —más de dos mil ya en el año— y sin poder realizar el sueño que los guía: instalarse en los países europeos, donde hay trabajo, seguridad, etcétera, etcétera.
El asalto de los millones de miserables de este mundo a los países prósperos del Occidente ha generado una paranoia sin precedentes en la historia, al extremo de que tanto en Estados Unidos como en la Europa Occidental resucitan fobias que se creían extinguidas, como el racismo, la xenofobia, el nacionalismo, los populismos de derecha y de izquierda y una violencia política creciente. Un proceso que, si sigue así, podría destruir acaso la más preciosa creación de la cultura occidental, la democracia, y restaurar aquella barbarie de la que creíamos habernos librado, la que ha hundido a Centroamérica y a buena parte de África en ese horror del que tratan de escapar tan dramáticamente sus naturales.
La paranoia contra el inmigrante no entiende razones y mucho menos estadísticas. Es inútil que los técnicos expliquen que, sin inmigrantes, los países desarrollados no podrían mantener sus altos niveles de vida y que, por lo general —las excepciones son escasas—, quienes emigran suelen respetar las leyes de los países huéspedes y trabajar mucho, precisamente porque en ellos se trabaja no sólo para sobrevivir, sino para prosperar, y que este estímulo beneficia enormemente a las sociedades que reciben inmigrantes. ¿No es ese el caso de Estados Unidos? ¿No fue al abrir sus fronteras de par en par cuando prosperó y creció y se volvió el gigante que es ahora? ¿No fue Argentina el país más próspero de América Latina y uno de los más avanzados del mundo gracias a la inmigración?
Es inútil, el miedo al inmigrante es el miedo “al otro”, al que es distinto por su lengua o el color de su piel o por los dioses que venera, y esa enajenación se inocula gracias a la demagogia frenética en que ciertos grupos y movimientos políticos incurren de manera irresponsable, atizando un fuego en el que podríamos arder justos y pecadores a la vez. Ya ha pasado muchas veces en la historia, de manera que deberíamos estar advertidos.
El problema de la inmigración ilegal no tiene solución inmediata y todo lo que se diga en contrario es falso, empezando por los muros que quisiera levantar Trump. Los inmigrantes seguirán entrando por el aire o por el subsuelo mientras Estados Unidos sea ese país rico y con oportunidades, el imán que los atrae. Y lo mismo puede decirse de Europa. La única solución posible es que los países de los que los migrantes huyen fueran prósperos, algo que está hoy día al alcance de cualquier nación, pero que los países africanos, centroamericanos y de buena parte del tercer mundo han rechazado por ceguera, corrupción y fanatismo político. En América Latina está clarísimo para quien quiera verlo. ¿Por qué los chilenos no huyen de Chile? Porque allí hay trabajo, el país progresa muy rápido y eso genera esperanzas a los más pobres. ¿Por qué huyen desesperados de Venezuela? Porque saben que en manos de los bandidos que hoy gobiernan, esa desdichada sociedad, que podría ser la más próspera del continente, seguirá declinando sin remedio. Los países, a diferencia de los seres humanos en los que la muerte pone fin al sufrimiento, pueden seguir barbarizándose sin término.
Los millones de pobres que quieren llegar a trabajar en los países del Occidente rinden un gran homenaje a la cultura democrática, la que los sacó de la barbarie en que también vivían hace no mucho tiempo, y de la que fueron saliendo gracias a la propiedad privada, al mercado libre, a la legalidad, a la cultura y a lo que es el motor de todo aquello: la libertad. La fórmula no ha caducado en absoluto como quisieran hacernos creer ciertos ideólogos catastrofistas. Los países que la aplican, progresan. Los que la rechazan, retroceden. Hoy día, gracias a la globalización, es todavía mucho más fácil y rápido que en el pasado. Buen número de países asiáticos lo ha entendido así y, por eso, la transformación de sociedades como la surcoreana, la taiwanesa o la de Singapur es tan espectacular. En Europa, Suiza y Suecia, acaso los países que han alcanzado los más altos niveles de vida en el mundo, eran pobres —pobrísimos— y en el siglo diecinueve enviaban a ganarse la vida al extranjero a migrantes tan desvalidos como los que en nuestros días escapan de Honduras, El Salvador o Venezuela.
Las migraciones masivas sólo se reducirán cuando la cultura democrática se haya extendido por África y demás países del tercer mundo y las inversiones y el trabajo eleven los niveles de vida de modo que en esas sociedades haya la sensación entre los pobres de que es posible salir de la pobreza trabajando. Eso está ahora al alcance de cualquier país, por desvalido que sea. Lo era Hong Kong hace un siglo y dejó de serlo en pocos años volcándose al mundo y creando un sistema abierto y libre, garantizado por una legalidad muy estricta. Tanto que China Popular ha respetado ese sistema, aunque recortando radicalmente su libertad política.