Por Álvaro Vargas Llosa
Me obsede Brasil. No concibo que ese país vaya a desembocar en el populismo de derecha después de tantos años de populismo de izquierda y que su estado de derecho, sus libertades públicas, su separación de poderes y sus minorías vayan a ser víctimas de un atentado autoritario por parte del nuevo gobierno. Por eso necesito razones para creer que Bolsonaro, ya con responsabilidades de Estado (que asumirá dentro de tres semanas), dejará atrás las intemperancias e impulsos autoritarios del pasado para ser el gobernante ajustado al derecho y la legalidad, y enfocado en las reformas que su país pide a gritos, que todos necesitamos que sea.
Para tener una idea más clara de si esta esperanza es realista, un grupo de liberales invitamos esta semana al juez Sergio Fernando Moro a participar en un evento que tuvo lugar en Madrid y conversar, además, en privado durante un largo rato sobre el país que vendrá. Un país en el que Moro, el juez estrella de los procesos anticorrupción de la “Operación Lava Jato”, que ha sentenciado a 150 empresarios, funcionarios y políticos de todas las tendencias, jugará un papel clave. ¿Por qué? Porque, después de mucho pensarlo, decidió aceptar la invitación de Jair Bolsonaro para ser el próximo ministro de Justicia y de Seguridad Pública (cartera que resulta de la fusión de esas dos responsabilidades). Su misión será doble: llevar a cabo reformas institucionales para evitar que en Brasil la corrupción y la organización criminal de la vida política vuelvan a capturar el Estado y, al mismo tiempo, conducir la respuesta de ese Estado a una violencia que se cobra, solo contando homicidios, unas 60 mil víctimas cada año.
Ha causado extrañeza en medio mundo que Moro aceptara integrar el gabinete de Bolsonaro y que Paulo Guedes, un liberal formado en Chicago, también haya accedido al pedido del mandatario electo de encargarse de una cartera que combinará tres responsabilidades del área económica. Moro y Guedes, los dos “superministros”, como se los conoce en Brasil, tendrían una tremenda responsabilidad si el nuevo gobierno de Brasil derivara hacia el autoritarismo y ellos avalaran en el gabinete semejante estado de cosas. Por eso, al asumir los ministerios correspondientes, están asumiendo también un riesgo. Ambos tienen credenciales internacionales que estarán ahora en juego, y en el caso de Moro esas credenciales son también nacionales porque él ha sido, a pesar de la participación en el proceso anticorrupción de muchos otros actores, el símbolo de estos últimos cuatro años de lucha frontal contra la corrupción “sistemáticamente organizada que capturó el Estado brasileño”. Precisamente por eso la opinión brasileña se divide entre quienes creen que tener a Moro dentro del nuevo gobierno es una garantía de respeto al sistema democrático, el estado de derecho y las minorías, y quienes creen que al aceptar el encargo de Bolsonaro ha demostrado parcialidad política o despintado su obra.
Yo estoy entre los que creen que es infinitamente mejor que Moro esté dentro del gobierno porque desde allí estará en una posición muy sólida, si se llegara a una situación de peligro para el sistema constitucional, para frenar los excesos y porque, si no fuera posible frenarlos, una dimisión suya denunciando una deriva autoritaria del gobierno tendría efectos cataclísmicos dentro y fuera de Brasil.
Dicho esto, Moro asegura en términos categóricos y sin titubear, que las expresiones “infelices” del pasado no se verán reflejadas en un gobierno irrespetuoso de la legalidad vigente, las libertades de expresión y de prensa, la separación de poderes y las minorías. Dice haber conversado largamente sobre esto con el mandatario electo (que por cierto lo contactó una semana antes de ganar la segunda vuelta para sondearlo) y tener garantías firmes de que las nuevas autoridades se regirán bajo la más estricta legalidad. “Como juez durante más de 20 años”, afirma, “yo no serviría jamás en una administración que pusiera en peligro el estado de derecho, el “rule of law”, como lo llaman los anglosajones, y en la que los fiscales y jueces vieran recortada en lo más mínimo su independencia. Tampoco aceptaría jamás, y mi trayectoria en este campo así lo prueba, discriminación alguna contra las minorías. La imagen que se ha creado en algunos medios sobre esto no corresponde a lo que va a suceder en el nuevo gobierno de ninguna manera”.
No sería, si esto se comprueba, la primera vez que un líder con antecedentes inquietantes y controversiales opta por una vía distinta de la que parte de su país temía. De hecho, hay ejemplos muy recientes a la mano. Uno de ellos es el de Ollanta Humala. Independientemente del proceso investigativo que lo afecta en relación con las donaciones recibidas de parte de Odebrecht durante su campaña electoral, su gestión de gobierno desmintió a quienes temían, por sus antecedentes, que fuera un nacionalista autoritario, en cierta forma un populista de derecha, de acuerdo con su formación militar y las enseñanzas familiares “etnocaceristas”, o un populista de izquierda, en la línea del socialismo del siglo XXI. Respetó el estado de derecho, la independencia de poderes, la libertad de expresión y la alternancia democrática. Gracias a ello, y gracias a que otros gobernantes hicieron lo propio, él y los demás expresidentes están hoy sometidos a investigación.
En Brasil, como ha sucedido en otras partes, era inevitable una reacción social como la que produjo el fenómeno Bolsonaro. Todos los pueblos, incluso los de mayor tradición democrática, reaccionan cuando tienen miedo o indignación de una manera distinta a la que prevalece cuando las circunstancias son otras. Tres cosas se juntaron en la tormenta perfecta que produjo a Bolsonaro. Una fue la corrupción sistemática (y la clave está en la condición “sistemática” de ese fenómeno), otra fue la inseguridad y la tercera, el desplome, a partir de finales de 2010, de una economía que estaba sostenida sobre un artificio crediticio y un gasto público descomunal con ayuda de la bonanza de las materias primas, pero cuyas bases reales eran tan endebles como lo suelen ser todas las economías populistas. En la medida en que la corrupción afectaba no solo al Partido de los Trabajadores sino también a los demás, y en que el espectro de los políticos corruptos iba de la izquierda (con Lula) a la derecha (con Eduardo Cunha, el presidente de la Cámara de Diputados y arquitecto del “impeachment” contra Dilma Rousseff), el rechazo del grueso de la población no se circunscribía a algunos dirigentes o partidos sino a todos los importantes. Que en esas circunstancias el político de una organización muy minoritaria y marginal con un discurso antisistema muy contundente emergiera como una alternativa viable estaba dentro de los cánones de las respuestas electorales a situaciones de fuerte conmoción social.
Pero una cosa es el origen de Bolsonaro y otra su gobierno. Porque lo que sus 55 millones de votantes esperan es el fin de la inseguridad, la recuperación sostenida de la economía y la regeneración de la vida pública y de las instituciones. Y esas tres cosas (incluida la primera, que pudiera parecerlo menos) son incompatibles con el populismo de derecha. Eso lo entiende con claridad el juez Moro, porque se lo oí decir esta semana una y otra vez delante de testigos de varios países, y allí están todos ellos para tomarle la palabra si las cosas se deslizaran por otro rumbo.
El populismo autoritario ofrece el espejismo de la seguridad en un primer momento, pero poco después es el Estado el que se vuelve una fuente de inseguridad en sí mismo, sin necesariamente dar seguridad en otros órdenes. Un buen ejemplo es México, donde los índices de homicidios y de violencia han aumentado considerablemente desde que en 2006 el Ejército se hizo cargo de la lucha contra el crimen organizado de acuerdo con una estrategia netamente castrense (además, por supuesto, de que ha dado lugar a muchas violaciones de derechos humanos que se han convertido en una fuente de problemas legales graves para quienes ejecutaron esa política). El populismo en cuestiones económicas también termina produciendo resultados mucho peores que la enfermedad, ejemplo de lo cual es el propio Brasil, donde las políticas de Lula da Silva, que no fueron lo irresponsables que se temían al principio, sostuvieron una economía artificialmente inflada por la acción del Estado para fines clientelistas que mostró su rostro cuando ya no fue posible financiarla. A lo que hay que añadir que esa política pasaba por un contubernio, como sucede con el populismo, entre el gobierno y sus favoritos, fuente de corrupción. Por último, el populismo como sucedáneo de las instituciones -la comunicación directa con el pueblo para sortear a las instituciones elitistas- acaba siempre debilitando la democracia y a veces destruyéndola. Moro, que asegura que Guedes llevará a cabo una política liberal, que se propone combatir el crimen organizado y la violencia criminal implacablemente pero “siempre con la ley en la mano” y que insiste hasta la saciedad en que asume el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública para reforzar las instituciones democráticas y ayudar en el proceso de regeneración de las instituciones, se dice convencido de que el nuevo gobierno no emprenderá la vía populista en ninguna de las tres áreas.
La pregunta que se hacen muchos es si personas como él, de quien no hay razón para dudar por sus credenciales y trayectoria, están en condiciones de dar las garantías que sus expresiones ofrecen. El grado de conocimiento que él y otros como él tienen acerca de Bolsonaro es mayor del que tenemos los demás, y es imposible saber, desde afuera, hasta qué punto el nuevo mandatario va a incorporar estas opiniones a su toma de decisiones general. Cabe siempre el riesgo de que dirija a su gabinete mediante el sistema de compartimientos estancos, por ejemplo manejando ciertos temas con algunos militares en retiro que ha nombrado ministros y otros con civiles como Sergio Moro, consciente de que hay líneas que los segundos no aceptarían cruzar y que es mejor cruzar con gentes más afines. Pero aquí entramos en el terreno pantanoso de la conjetura.
Mi conclusión, después de conversar con el juez Moro, es que resulta mejor que esté dentro del gabinete que lo contrario; que hay una razonable posibilidad de que lo que se propone y lo que promete a los escépticos resulte siendo cierto; que, como no existe una garantía absoluta de ello, es indispensable que las instituciones, la opinión pública y la comunidad internacional estén vigilantes y, por último, que el propio Moro, con otros como él, haga lo posible por atajar cualquier intento de desvío de la trayectoria constitucional.
¡Boa sorte!