Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Partidario de la nada”, se declara Jorge Edwards en el segundo tomo de sus memorias, que acaba de publicar (Esclavos de la consigna, Lumen). La frase es muy bonita, pero no es cierta, porque él tiene sus ideas políticas y literarias bastante claras y las defiende con entereza. Pero siempre ha habido en él una objetividad y una mesura que se reflejan muy exactamente en ese estilo sereno, demorado, claro e inteligente con el que escribe sus espléndidas crónicas y memorias.
En los años que relata este libro, los de su juventud literaria hasta el instante mismo en que Salvador Allende, recién elegido presidente de Chile, lo envía a Cuba como encargado de negocios para reabrir la embajada que había estado clausurada desde que se rompieron las relaciones entre ambos países durante el régimen de Eduardo Frei Montalva, los sectarismos políticos eran tan apasionados en América Latina que alguien tan poco estridente, tan bien educado, tan respetuoso de las formas, podía parecer inexistente. La buena prosa de Edwards está cargada de una fina ironía que da un encanto especial a todo lo que cuenta en este libro.
Oveja negra de una antigua familia chilena por sus amistades izquierdistas, e izquierdista él mismo de adolescente y en su temprana madurez, los primeros capítulos de Esclavos de la consigna refieren sobre todo sus primeros pasos en el dominio de la literatura, cómo esta vocación se fue imponiendo a todo lo demás —sus estudios de Derecho, el año de posgrado en Princeton que lo marcó con fuerza, su ingreso a la diplomacia, el entusiasmo con que leyó a Unamuno y a los demás escritores de la Generación del 98, sus primeros libros de cuentos— y la bohemia pertinaz, hecha de nocturnidad, alcohol y travesuras con las chilenas, acaso las primeras en alcanzar un margen de libertad e independencia que desconocían aún el resto de las mujeres latinoamericanas.
Un personaje central en la vida de Jorge Edwards fue Pablo Neruda; se hicieron amigos desde que él era muy joven, y esa amistad permitió a Jorge conocer a un Neruda mucho más íntimo, al que describe en estas páginas con admiración y cariño por la grandeza de su poesía, pero también lo muestra presa de dudas y angustias políticas secretas que lo devoraban por momentos (“Me he equivocado”, confesó en los años finales). También relata los esfuerzos que hizo para evitar que Jorge escribiera Persona non grata, su testimonio crítico sobre la Revolución cubana que sería leído en todo el mundo y que le acarrearía —como le auguró el poeta— una tempestad de críticas de una ferocidad sin precedentes por parte de una izquierda embobada por la supuesta “revolución con pachanga” de Cuba. Aquí cuenta cómo el propio Julio Cortázar, recién convertido a la Revolución en aquellos años, confesó que, pese a ser amigos, prefería no volver a verlo por haber escrito aquella memoria.
Yo conocí a Jorge en esos años, recién llegado a París como tercer secretario de la embajada de Chile. Nos hicimos muy amigos, hacíamos visitas literarias los fines de semana e intercambiábamos libros. Era entonces más bien tímido, pero, luego de tomarse dos whiskys, saltaba sobre una mesa y, muy serio, interpretaba una endiablada “danza hindú” que consistía en mover al mismo tiempo que la cabeza, las manos y los pies. Estoy seguro de que cumplía sus funciones diplomáticas de manera cabal, pero la literatura fue siempre su primera prioridad; ya desde entonces acostumbraba levantarse al alba para escribir —siempre a mano y en hojas blancas y con lapiceros de tinta azul— y así leí yo su primera novela, El peso de la noche, que está siempre viva en mi memoria, tanto como nuestras discusiones sobre si Dostoievski o Tolstói era mejor escritor (yo defendía a Tolstói).
Por el libro desfilan una serie de personajes fascinantes como el brasileño Rubem Braga, Carlos Fuentes “con su cara de prócer de la Revolución mexicana”, o Enrique Bello, un sibarita que me confesó una noche que estaba feliz porque había conseguido materializar un sueño epónimo; le pregunté cuál era y me respondió, muy serio: “Dar a la carne de res un tratamiento que la hace parecer carne de cacería”. Quizás el más tierno de ellos es el apodado Queque Sanhueza, intelectual y erudito bibliógrafo que parecía como extraviado en este mundo (salvo dentro de una biblioteca), pequeñito él mismo y enamorado de mujeres muy altas y musculosas, que se accidentó por treparse a una bicicleta en la isla griega de Leros y murió en Santiago, sin haber entendido una palabra de esta tierra y, eso sí, después de haberse leído miles de libros. Su diálogo con el pope que descubre a su lado, luego del accidente en aquella islita griega, es memorable.
Y la fugaz aparición de Pepe Bianco, el eterno secretario de Redacción de la revista Sur, en Buenos Aires, que “aspiraba a ser pobre, puesto que ahora era menos que pobre, miserable”. Que yo recuerde, Pepe Bianco sólo publicó un par de libros —en todo caso, son los únicos que leí de él—, pero era uno de esos intelectuales argentinos que había leído la mejor literatura del mundo en cinco idiomas y opinaba sobre ella con un gusto literario exquisito e infalible. García Márquez no aparece en persona, pero sí Cien años de soledad, cuya “fantasía excesiva”, dice Edwards, “le aburrió”. (Sobre esto podríamos tener también una de esas discusiones apasionadas de nuestra juventud). Y es perversa la aparición del poeta y escritor sueco —hispanista, por lo demás— Artur Lundqvist, “que parecía convencido de un curioso axioma político y literario: el escritor partidario de Fidel Castro y del castrismo era necesariamente buen escritor, y viceversa”. También es inolvidable la imagen, durante el Congreso Cultural de La Habana, del pintor Roberto Matta y otros surrealistas dándole de patadas en el trasero al veterano David Alfaro Siqueiros y “gritando ¡por Trotski! a cada patada”.
Una dimensión muy especial en este libro es el testimonio político. Es sorprendente saber que si alguien advirtió la catástrofe que podría sobrevenir con la elección de Salvador Allende y las reformas que prometía la Unidad Popular, fue Neruda. Le preguntaron si iba a votar por Allende y dijo, apesadumbrado: “No tengo más remedio”. Pero Matilde Neruda votó por Radomiro Tomic. Y aquí aparece el poeta, angustiado de pesadillas por lo que podría ocurrir en Chile —es decir, el azote ultra de Pinochet— ante la perspectiva de que el radicalismo de la Unidad Popular desestabilizara la solidez democrática de su país. Estas instituciones estaban muy arraigadas, en efecto. Sólo en el Chile democrático de entonces hubiera podido un diplomático, como hacía Edwards, ir conmigo a la Embajada de Cuba en París los 26 de julio para celebrar la Revolución de un país con el que su Gobierno estaba en un entredicho encendido (tanto que habían roto relaciones). Y, pese al izquierdismo del Edwards de entonces, el ministro de Relaciones Exteriores de Frei Montalva, el democristiano Gabriel Valdés, lo llamaba a consultarle sobre escritores y la política cultural del gobierno. Buenas costumbres que, felizmente, luego de la pesadilla de la dictadura militar, han vuelto a Chile y que recrea este libro con delicadeza y humor.
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