Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Conocí a Amos Oz en noviembre de 1976, en mi primer viaje a Israel. Fui a visitarlo en el kibutz Hulda, donde estaba desde los 14 años. (Su madre se había suicidado dos años antes). Su primera novela, de título intraducible en español (Quizás en otro lugar sería lo más aproximado), había provocado una gran controversia en su país porque en ella hacía un minucioso análisis de la vida en esos pequeños recintos idealistas —los kibutz— que perseguían, como dijo irónicamente años más tarde, “crear gentes buenas y sanas, sin sospechar siquiera que los seres humanos no somos ni buenos ni sanos”.
Vivía modestísimamente en una casita de madera y tenía que levantarse al alba para trabajar en el campo con sus manos. Pero estaba muy contento porque los dirigentes de Hulda le permitían dedicar las tardes a escribir. Era joven, optimista, incansable y creo que desde el primer momento ambos supimos que seríamos buenos amigos. Las siete u ocho veces que he estado luego en Israel nos arreglamos siempre para cenar o almorzar juntos, y lo mismo en conferencias y congresos literarios por el mundo, en los que siempre encontrábamos un huequito para tomarnos un café. Todas las veces que he dicho en mi vida que Israel era el único país donde yo me he sentido siempre un hombre de izquierda, era por las cosas que allí hacía, decía y escribía Amos Oz.
Todo lo que escribió —sus novelas, ensayos, reportajes— tenía que ver con problemas reales e inmediatos y esa preocupación por la vida política y social, inevitable para un escritor israelí, no estaba reñida en su caso con la excelencia literaria, como se advierte en esa obra maestra que fue su autobiografía, Una historia de amor y oscuridad (2002), y su novela Mi querido Mijael, traducida en casi todo el mundo. Al mismo tiempo que un gran escritor, fue un luchador encarnizado por la paz y uno de los fundadores del movimiento Paz Ahora, que en los años ochenta llegó a tener millones de seguidores en Israel. Luchó toda su vida por la paz entre los israelíes y los palestinos porque conocía los estragos terribles que causan las guerras, ya que había participado en dos de ellas, la guerra de los Seis Días y la guerra de Yom Kipur.
Era un sionista convicto y confeso, porque creía que los israelíes tenían derecho a ocupar una tierra a la que estaban ligados históricamente y un país que habían construido, pero su sionismo no le impedía ver las injusticias que cometían los colonos en los territorios ocupados. Por eso defendió hasta el fin de sus días la idea de los dos Estados —uno israelí y otro palestino—, pese a que muchos de sus antiguos amigos, luego de la derechización tan atroz experimentada por el Gobierno israelí y el canceroso crecimiento de los asentamientos ilegales en los territorios ocupados, la encontraban ya imposible y tendían a sostener la idea de un solo Estado laico y compartido por las dos comunidades. A Amos Oz esta solución le parecía absolutamente irreal e inoperante (“eso sólo en Suiza”, insistía), algo que lo llevó a distanciarse políticamente de otro gran escritor israelí, A. B. Yehoshua, del que había sido muy amigo.
La última vez que lo vi fue hace un par de años, en un almuerzo en Jerusalén. Estaba irreconocible, por lo apagado y silencioso, él que parecía la alegría de vivir encarnada y derramaba energía por todos sus poros. Era el cáncer, sin duda, que comenzaba a hacer estragos en su organismo. Yo lo atribuí al tono sombrío que tenía aquella conversación, de la que participaban Yehuda Shaul, fundador del colectivo Breaking the Silence, en el que los propios soldados denuncian los abusos que comete el Ejército de Israel; Gideon Levy, un periodista de avanzada muy conocido; el novelista David Grossman —que sin duda lo sucederá como conciencia moral de su país— y Juan Cruz, de EL PAÍS.
Es verdad que no debe ser fácil ser un escritor laico y progresista en un país como Israel, donde, en cada elección, siempre vuelven al Gobierno las mismas gentes y las mismas políticas extremistas, gracias a pequeños partidos de fanáticos religiosos —a los que Amos Oz dedicó precisamente uno de sus últimos ensayos— cuyos votos garantizan la mayoría al Gobierno imperante. En Israel, la democracia existe y funciona de manera impecable para los israelíes (para los palestinos, desde luego, no). Hay libertad de prensa, no existe la censura, los jueces son independientes, y la vida política es diversa, libre, muy intensa. Pero si un visitante se interna en Cisjordania ya es otra cosa. Las ciudades y pueblos palestinos están prácticamente cercados por los asentamientos ilegales, sometidos a un control policial y militar estrictísimo, y cortados y cuadriculados por un murallón gigantesco que separa las familias de sus escuelas y campos de trabajo. Etcétera. Desde luego que la amenaza del terrorismo es una realidad y exige que se tomen precauciones para evitarlo. Pero la impresión que se tiene es que Israel ya ha excluido de su programa las negociaciones de paz y que la tesis de Sharon —la paz la impondremos nosotros— ha pasado a ser, pura y simplemente, la política de todos los Gobiernos israelíes. A mí, esta posibilidad me parece todavía más irreal y disparatada que la del Estado único. Porque ella sólo se sustentaría convirtiendo al diminuto Israel en una anacrónica Sudáfrica de los tiempos del apartheid,cercado por enemigos por sus cuatro costados.
Cuando uno sigue la obra de un escritor como Amos Oz a medida que se va produciendo, se advierte la importancia de que la literatura se alimente de lo que son las preocupaciones y angustias —y también exaltaciones y alegrías por supuesto— de la gente común, aquella que lee los libros y se reconoce en ellos, y, al mismo tiempo, ellos le permiten tomar distancia con ese mundo y encararlo desde una perspectiva de más alcance y más profunda. Eso es lo que ha sido siempre la gran literatura: una manera mejor de comprender todo aquello que constituye la vida, enriquecer la perspectiva de los hechos más íntimos y personales, y, también, por supuesto, de los colectivos, y la manera más efectiva de reemplazar los estereotipos, prejuicios y lugares comunes por ideas. Eso es lo que Sartre decía que debía ser la literatura en su extraordinario ensayo, Situations II, antes de desdecirse de todo aquello cuando recomendó a los escritores africanos que renunciaran a escribir para hacer primero la revolución socialista y crear unos países donde fuera posible la literatura. (Si hubieran seguido ese consejo, los países africanos nunca tendrían literatura).
En el homenaje que le rindió Gideon Levy (que fue tan crítico de sus posturas políticas) habla de su “encanto, de su increíble modestia, de su magia”. Es cierto. La vanidad suele ser muy extendida entre quienes nos dedicamos a escribir. Una de las excepciones era Amos Oz. Rara vez hablaba de sus libros y, cuando no tenía más remedio, lo hacía minusvalorándolos y como fastidiado de tener que hacerlo. Alguna vez le oí decir que no entendía que su obra fuera tan conocida en tantas partes y por tantos lectores diferentes. A todos nosotros nos va a hacer mucha falta. Y, sobre todo, a Israel: pocos israelíes han hecho tanto por su país como Amos Oz.
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