Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
Como ya se ha manifestado aquí en varias ocasiones, uno de los principales argumentos que se usan para justificar la viabilidad de la anarquía es la de su incontestable realidad, no sólo en la actualidad sino a lo largo de la historia de los sistemas estatales. A pesar de haber sido este un espacio conflictivo, poblado de guerras y conflictos entre las diversas unidades estatales (conflictos que también se dan dentro de los Estados, pues el número de guerras civiles no desmerece al de las internacionales), no es menos cierto que en anarquía los Estados han sido capaces de desarrollar numerosos sistemas de cooperación y acuerdo entre ellos, estableciendo instituciones económicas, jurídicas y de mediación, y constituyendo un sistema muy estable en el tiempo o, al menos, tan estable como muchos de los Estados que componen el sistema.
Todas estas instituciones y acuerdos han sido logrados sin la existencia de un monopolio mundial de la violencia, esto es, se han realizado a través del uso de medios anarquistas, tanto en aspectos defensivos, como en la cooperación voluntaria contra el agresor real o potencial y con su expulsión de las comunidades internacionales, como en sus aspectos más colaborativos, a través de acuerdos comerciales o de libre circulación de personas y capitales. De hecho, a pesar de o, mejor aún, quizá gracias a la existencia de muchos Estados se ha conseguido alcanzar un elevado grado de integración económica mundial y cierta libertad de movimientos de capitales y personas. Cierto es que estos procesos han sido sobre todo facilitados por desarrollos en los transportes de mercancías y bienes, así como en el ámbito de las telecomunicaciones, pero desde luego la pluralidad de Estados no parece haberlos dificultado.
También hay que resaltar que la violencia entre Estados casi ha desaparecido del mundo, pues el número de guerras entre ellos se ha reducido mucho. De hecho, el número de víctimas por violencia política a día de hoy es mucho mayor en conflictos civiles, esto es, dentro del propio ámbito de soberanía estatal, que en los conflictos interestatales, y esto desde hace ya varios años. Cierto es que el siglo XX vio grandes guerras mundiales con millones de muertes, pero también pudo observar grandes guerras civiles y fenómenos de violencia del Estado contra su propio pueblo a una escala similar o incluso superior (estudios como el de Rudolph Rummel “Power, genocide and mass murder” en Journal of peace resarch, 1994, cifran en dos tercios la violencia interna y en un tercio la violencia externa). En conclusión, podríamos afirmar sin equivocarnos mucho que a día de hoy la anarquía internacional causa muchas menos víctimas que el supuestamente pacificado orden estatal, y que aquella ha conducido lentamente a la extensión del comercio y a relaciones humanas cada vez más fluidas y densas.
Pero a muchos teóricos y muchos políticos esto no les parece suficiente y buscan superar el modelo actual y sustituirlo por una suerte de gobernanza global o un Estado mundial. Antes esta ideal estaba reservada a reflexiones filosóficas como la Paz perpetua de Kant, utopías del tipo de la monarquía hispana de Campanella, novelas futuristas de H.G. Wells, Gabriel Tarde o, más recientemente, al Señor del mundo de Benson o al Dejados atrás de Tim Lehaye. Ideas como la lengua universal, de la que derivan proyectos como el esperanto o el volapuk, tienen origen en el mismo ideal, aunque no necesariamente derivaron en movimientos políticos o en propuestas concretas de gobierno mundial. Históricamente, todas estas reflexiones no resultaron más que en la extensión de un vago ideal humanitario y en la creación, después de las guerras mundiales, de un sistema de instituciones políticas internacionales del tipo de la Sociedad de Naciones o las Naciones Unidas, o en instituciones de carácter económico del estilo del FMI o la Organización Mundial del Comercio.
Este proceso de creación de organizaciones internacionales, muy bien descrito por Mark Mazower en su libro Gobernar el mundo, ha derivado, en cambio, en la posibilidad por primera vez en la historia de la aparición de una especie de protoestado mundial, aún embrionario, pero que al partir de instituciones ya creadas y consolidadas le da ciertos visos de verosimilitud. Problemas como el cambio climático, las migraciones, la delincuencia organizada o la evasión de capitales a paraísos fiscales, entre otros muchos, resultan de difícil tratamiento por los actuales Estados. De entre ellos, la cuestión climática y la medioambiental parece ser la escogida para reforzar sus argumentos al respecto, de ahí que se haya instituido una institución internacional, el IPCC, apoyada por un supuesto consenso científico a nivel global. Y de ahí que algunos teóricos como David Held o Ulrich Beck abran la posibilidad de construir los cimientos de un Estado mundial para poder afrontar su tratamiento. Observemos que su respuesta a estos problemas no es ni buscar soluciones de mercado o de derecho privado ni reducir la escala de los Estados, sino incrementar la escala de estos hasta llegar a uno solo.
Yo, en cambio, en este texto quisiera argumentar contra esta posibilidad. De haber Estados, prefiero que su número sea elevado, el más elevado posible, a que sean pocos o incluso uno. Sé que este tipo de argumentaciones van contracorriente, pues el discurso oficial mayoritario, el que se estila en Davos o en foros semejantes, argumenta a favor de la integración política y no ve con malos ojos la idea de un gobierno mundial (curiosamente el buenismo oficial defiende lo pequeño en el ámbito económico) e, incluso, solapadamente lo respalda. No es fácil encontrar académicos abiertamente contrarios a esta idea (quizás Danilo Zolo, Hans Hoppe y algún otro más), por lo que voy a intentar exponer algunos argumentos contra tal ideal.
En primer lugar, porque una hipotética cosmocracia carecería de un cosmos común. Los valores e ideales de las grandes culturas de la tierra difieren aún lo suficiente como para establecer unos fundamentos sólidos a un Estado de tales características. ¿Sería laico tal estado o confesional? ¿Defendería los derechos humanos occidentales o se subordinarían estos a la eficacia económica? ¿Se buscaría la igualdad o se propondría un sistema estable de castas? En principio, cuando imaginamos una polis global siempre la identificamos con los valores que nos son más próximos. Por ejemplo, nosotros idearíamos un Estado sobre valores democráticos y pluralistas, mientras que un habitante de la India, China o Pakistán bien pudiera tener otros muy distintos. Y hay que recordar una cosa: la distancia entre nuestros valores y los de ellos es equivalente a la de ellos y los nuestros, y muy probablemente muchas de nuestras costumbres pudieran no ser de su agrado igual que muchas de las suyas no lo son para nosotros. Por tanto, en ausencia de una base común, es muy difícil organizar una comunidad política que contente a todos. Es más, puestos a votar valores, me temo que los nuestros serían una minoría y pronto desaparecerían en un Estado de tales características. Además, muchas de nuestras ideologías tienden a ser de proceso, esto es, regulan nuestras relaciones con los demás a través de la tolerancia y el respeto y son ideas de no interferencia en la vida de los demás. Pero no nos dicen cómo debemos vivir nosotros y que es lo que tendrían que respetar los demás en nosotros, pues tienden a eludir la trascendencia. Son ideas muy buenas para la convivencia pacífica, pero me temo que no son ideas por las que la mayoría de la población combatiría o estaría cuando menos dispuesta a sacrificarse por ellas. En un entorno de Estado mundial estas ideas barrunto que durarían poco, pues se mantienen porque existen territorios soberanos que las defienden. Un Estado mundial cuyas élites provengan de otras realidades culturales muy probablemente las soslayaría e impondría las suyas.
Un segundo argumento deriva del anterior y bien podría derivarse de los procesos que dieron lugar a los orígenes del moderno capitalismo. Jean Baechler, por ejemplo, en su libro sobre los orígenes políticos del capitalismo nos cuenta que este nació en un ambiente de fragmentación política en el que algunos territorios, en un principio pequeños en extensión, ensayaron más o menos conscientemente con el entonces innovador nuevo sistema económico. Estos territorios, al no estar sometidos a una soberanía superior, pudieron ensayar y mejorar las nuevas instituciones. Estas, una vez probado su éxito, fueron imitadas al poco tiempo en otras unidades políticas, hasta que poco a poco se extendió por todo el globo. Convendría compararlo con sistemas centralizados como el chino, en la Edad Media más desarrollado económicamente que Europa, pero en cuanto se unificó políticamente dejó de innovar y padeció un estancamiento económico y cultural que duró varios siglos. El principio es fácil de entender. En un sistema mundial, si se equivocan los gobernantes, se equivoca todo; mientras que, en un sistema plural, si algún gobernante comete errores el daño queda circunscrito a quien lo cometió y si acierta los demás tenderán a imitarlo. Fue la clave del llamado por Erik Jones El milagro europeo. Un único Estado equivocado en sus políticas o implantando ideologías económicamente perniciosas derivaría en desastres difíciles de prever en la sociedad actual. Y nada garantiza que los gobernantes mundiales sean inmunes a políticas demagógicas o intervencionistas. Este tipo de ideas siguen siendo muy populares y, salvo que se constate que no funcionan, seguirían perviviendo. Recordemos que fue el éxito de Hong Kong y Taiwan quien obligó a los comunistas chinos a rectificar. Y no olvidemos que muchos grandes imperios de la Antigüedad, como el Egipto helenístico o el Imperio inca, vivieron cientos de años en regímenes estatalizados con un nivel de vida bajísimo y totalmente estancados en lo económico.
El tercer argumento tiene que ver con la competencia de ideas y de bienes. El monopolio del poder político en una única entidad facilitaría mucho a los gobernantes el control de la difusión de ideas. Imaginemos, por ejemplo, un único sistema escolar con currículos definidos estatalmente o un único monopolio universitario habilitante de títulos para entender lo que estamos diciendo. O algún consejo u observatorio audiovisual mundial, encargado del control de los contenidos de los medios de comunicación. O pensemos en un dominio mundial de internet, de tal forma que algún contenido peligroso para el poder no se pudiese refugiar en la isla de Cocos o en Tuvalu para escapar de los intentos estatales de bloqueo. Al igual que en tiempos pasados, la pluralidad de Estados europeos posibilitó la circulación de ideas (si un reino censuraba una publicación esta podía editarse en otro y ser leída allí, de forma que de una manera u otra acababa llegando al país censor), un estado mundial que ejerciese su poder de forma efectiva en todo el mundo tendría medios sobrados de controlar la producción de ideas a gran escala. Algo que ya se puede ver en la actualidad en muchos países y que sería más fácil de conseguir a escala mundial. En el ámbito económico nada impediría a un Gobierno de este tipo otorgar monopolios, patentes y licencias a grupos económicos próximos, imposibilitando la libre competencia (que no sólo es intraestados sino también interestados) e incluso el desarrollo de innovaciones técnicas que pudieran perjudicar a estos. Muchas innovaciones a día de hoy existen porque lo prohibido o dificultado en un país pudo llevarse a cabo en otros y ser después aceptado. Pensemos, por ejemplo, en cuestiones de genética o en desarrollos como el bitcóin. La competencia en calidad o las mejoras en medio ambiente se verían también seriamente afectadas al establecerse un único estándar y carecer, por tanto, de mecanismos de competencia para determinar cuál es el correcto. Porque, esta es otra, el cálculo económico en el interior del Gobierno se vería también seriamente distorsionado al carecer los gobernantes de parámetros de referencia y comparación. Un Gobierno de este tipo difícilmente podría conocer el desempeño relativo de sus políticas. Sólo hay que observar el debate político contemporáneo, trufado de referencias y comparaciones con Suecia, Suiza, Francia sobre cualquier tema, y lo que sería un debate sin ningún otro modelo de comparación. Esta ausencia de cálculo es probablemente una de las razones que explican la inexistencia histórica de un imperio o un Gobierno a escala mundial. Esperemos que esto no se llegue a dar nunca. Ya estamos mal con varios Estados como para tener que aguantar uno solo.