Por Miguel Anxo Bastos Boubeta
A pesar de que estos comentarios están dedicados al análisis de problemas de actualidad, no tengo por costumbre hacerlo, pues normalmente me encuentro más cómodo escribiendo sobre cuestiones teóricas y abstractas que sobre la realidad cotidiana. No me gustan en general las polémicas sobre política partidista ni discutir sobre los asuntos que llenan las páginas de actualidad de los medios de comunicación. Entiendo que existen personas más cualificadas que yo, ya sea por carácter o por conocimientos, para hacerlo. Pero el tema de la crisis venezolana es demasiado interesante como para dejarlo pasar, pues considero que puede ilustrar muy bien muchos de los temas que hemos abordado en no pocos artículos anteriores. No quiero entrar tampoco en la polémica entre los partidarios de Maduro y los de Guaidó (aunque entiendo que el pueblo venezolano estaría mucho mejor con este último pues, a pesar de no gustarme el Estado, es justo reconocer que no todos los Estados son iguales) porque desconozco la realidad del país y, como dije, otros saben defender su causa mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo.
En efecto, esta crisis nos puede enseñar muchas cosas. La primera es que nos muestra a un Estado sin ropajes o envoltorios de legitimidad. Se nos muestra tal cual es y lo que es: un grupo de personas organizadas que buscan extraer rentas monetarias o en especie de su posición de poder sobre el resto de la población. Una vez desprovisto de los atributos de legitimidad que dulcifican y justifican el poder, el Estado aparece en su versión más descarnada. Hombres organizados y bien armados que se niegan a abandonar el poder y que retan a los demás a echarlos, algo que todo apunta a que va a ser difícil. Descubrimos, de ser ciertas las numerosas informaciones que lo señalan, que el grupo de gobernantes de Venezuela se comporta de forma semejante a una mafia, en la línea de lo apuntado por teóricos del Estado como Charles Tilly. Digo semejante porque la mafia, aun siendo una organización criminal, por lo menos está interesada en la prosperidad de los negocios que extorsiona y es capaz de garantizar protección contra la delincuencia en sus dominios, algo que el régimen venezolano parece incapaz de hacer. De hacer caso a los relatos que se pueden leer en la prensa, el Gobierno venezolano expropia a empresarios y particulares a voluntad, reprime a los opositores, negocia con drogas e incluso especula con comida y medicamentos, pues tras crear escasez artificial de los mismos (con controles de precios y cambios de divisas) los revende en el mercado negro (esta práctica ya fue descrita por el economista Andrei Shleifer en relación a los gobernantes de la antigua Unión Soviética). Parece, pues, que el comportamiento del Estado venezolano es casi indistinguible del de un grupo criminal. ¡Vaya por Dios! Yo que pensaba que el Gobierno existía para suministrar bienes públicos y evitar que se den asimetrías de información en los mercados.
También se puede comprobar como el Estado no está sólo controlado por los políticos electos o no. Como ya apuntamos en otro artículo, el Estado está compuesto de varios grupos de personas (políticos, altos cargos de la burocracia, ejército, judicatura, actores económicos asociados al Estado y medios de legitimación), de los cuales, incluso en una democracia, se impone alguno de ellos. Todos son parte de los centenares de personas que componen lo que llamamos Estado. Estos grupos forman alianzas temporales que se hacen y deshacen según la coyuntura y que están en perpetua tensión entre ellos y dentro de ellos. La llamada de Guaidó no al ejército sino a sus jefes nos dice que estos no sólo pueden desobedecer a Maduro, sino que deberían hacerlo. Esto es, las relaciones que los políticos tienen con el ejército no son de dominio sino de colaboración, pues si los políticos tuvieran poder sobre los integrantes del ejército, estos no podrían desobedecerlos voluntariamente. La situación de los jefes situados en posiciones de poder es muy distinta de los soldados de tropa, pues los primeros de estos que se rebelasen sufrirían probablemente duras represalias y están por tanto sometidos. Si los jefes cambian de bando, como contrapartida se les ofrece continuar en posibilidades de poder en la nueva coalición victoriosa que surgiría tras el golpe. Porque esta es otra, buena parte de los que componen el actual Estado continuarán a formar parte del nuevo, pues son imprescindibles para su continuidad. Por ejemplo, a muchos les sorprende que tras el desmantelamiento del régimen franquista no pocos altos cargos de la policía incluidos muchos con fama de represores continuaron como si tal cosa en el nuevo régimen democrático, incluso ascendidos y condecorados. Pero si los sorprendidos se fijan un poco se darán cuenta de que es algo que acontece en todas las transiciones de este tipo y en todas partes salvo que sean revoluciones a gran escala, y muchas veces ni incluso así. Y esto no es porque sí, sino porque tiene que ser así, pues si no el cambio probablemente no hubiese sido posible. No solo los burócratas y cuadros medios que forman el aparato del Estado continuarán a pesar de su colaboración con el régimen, sino buena parte de los que componen el poder actual.
Guaidó sabe que los cambios de régimen y las revoluciones sólo se pueden dar si una fracción del actual Estado rompe su alianza con este y se alía con los que pretenden derrocarlo. Un hermoso libro de Jean Baechler, Los fenómenos revolucionarios, lo explica perfectamente. Los cambios de régimen sólo pueden darse si la clase dominante está dividida o debilitada, pues si permanece unida el cambio es imposible, y de momento en el caso venezolano no está muy claro que lo esté, de ahí las dificultades que está encontrando el líder opositor.
Un corolario de todo lo que estamos viendo es que en última instancia la clave parece estar en la postura de los ejércitos y de las fuerzas policiales y parapoliciales, en las que los elementos civiles disputan el poder con los militares, precisamente para dificultar la toma conjunta de decisiones por parte de estos últimos (aunque también conviene recordar que muchos países democráticos por razones análogas dividen sus fuerzas policiales en varias organizaciones para evitar que estas puedan controlar al poder civil). Pero aun así el control de la violencia sigue siendo la fuente última de poder, como bien recuerdan los viejos teóricos del Estado de los que beben los anarcocapitalistas. Una vez desprovistos de cualquier atisbo de legitimidad popular se impone el uso de las armas y la represión para acallar cualquier intento de oposición organizada. Si las fuerzas armadas no se cambian de bando, una población desarmada y desorganizada tiene bien poco que hacer. Esta crisis nos recuerda que la frase de Mao Zedong, “el poder está en la boca del fusil”, sigue tan vigente como siempre y corrobora la intuición libertaria de que la verdadera esencia del poder, la que lo define, es el uso de la fuerza, no el dinero o la propaganda, que derivan de aquella.
Hay dos aspectos más que me gustaría considerar en esta crisis. El primero es el de la técnica que se ha seguido a la hora de intentar derrocar al régimen de Maduro. A pesar de que, como vimos, el poder reside en última instancia en la fuerza, los intentos de derrocar al régimen no siguen las viejas técnicas habituales, bien descritas por Luttwak en sus tratados sobre el golpe de Estado, de la insurrección o el levantamiento violento, la organización de guerrillas o el soborno a parte de los dirigentes, sino que siguen los métodos del golpe de Estado posmoderno, caracterizado por la resistencia pacífica y la deslegitimación internacional. Desde hace más de 20 años todos los golpes de Estado (o cambios de régimen si preferimos el eufemismo) siguen un patrón bastante regular, desarrollado por los modernos teóricos de las agencias de seguridad norteamericanas y bien descrito en los libros de Gene Sharp o Peter Ackerman o en instituciones paraestatales como el National Endowment for Democracy o el Albert Einstein Institute. El modelo, que ya ha probado su efectividad en escenarios tan dispares como Serbia, Ucrania y las rebeliones cívicas en el espacio possoviético o en las primaveras árabes, consiste en derrocar Gobiernos haciendo un uso estricto de la no violencia (cada uno de estos casos es descrito en el último libro de William Engdahl, Manifest destiny). Los agentes que quieren derrocar a un régimen educan a una serie de líderes sociales en las tácticas de la rebelión no violenta y luego organizan protestas cívicas bien comunicadas a través de las redes. Eslóganes y símbolos bien diseñados exhibidos en manifestaciones populares, aun sumadas al descontento popular siempre existente (no hay época reciente en la historia que diga de sí misma que todo está bien, y siempre existen grupos numerosos de personas que con razón o sin ella se sienten excluidos) no son suficientes. Al mismo tiempo es imprescindible articular un movimiento de deslegitimación exterior por vías diplomáticas, reconocimiento diplomático del opositor, sanciones internacionales, condenas en la ONU... combinadas con campañas de prensa extranjera que pongan al país en el punto de mira internacional en el momento en el que se quiere llevar acabo el cambio de régimen. Una vez derrocado asistiremos al habitual despliegue de fotografías de cuartos de baños de oro o zapatos o pieles suntuosos en la vivienda de los derrocados para significar la llegada de nuevos líderes honrados que iniciarán una nueva era de democracia y libertad. Con esto se consigue la legitimidad de origen del nuevo gobernante, al tiempo que el pueblo lo ve como un combate por la libertad y se dificulta la resistencia organizada al mismo. Si el nuevo líder molesta, igual es necesario recurrir a los métodos tradicionales y recurrir a tanques y represión violenta, como ocurrió hace poco en Egipto.
Está por ver, por tanto, si estos métodos son útiles para expulsar a Maduro y a su gente del poder de forma no violenta. Espero que sí lo sea, aunque lleve algún tiempo. El problema es que este tipo de tensión no se puede mantener mucho y puede desgastar más al opositor que al que detenta el poder, en este caso bien entrenado por especialistas en resistir como son los cubanos.
Pero queda otra opción, la intervención militar extranjera, muy en desuso desde la invasión de Irak. Cierto es que es la opción más eficaz, pero también la más costosa en términos de vidas y pérdida de bienes materiales y en términos de legitimidad política (a ella le dedicaré un futuro artículo). En este caso tampoco parece ser la más conveniente. Primero, porque cabría la cuestión de establecer quién debería ser el encargado de tal intervención, esto es, por qué otro país debe gastar su dinero y arriesgar la vida de sus soldados por un problema del que en principio no se le pueden achacar responsabilidades. Según muchos defensores del Estado este es algo que nos damos a nosotros mismos para garantizar la paz y el orden y, por lo tanto, sería coherente que fuéramos nosotros mismos quienes nos deshiciésemos de él. Lo contrario sería admitir que el Estado es una organización que se impone al resto de la sociedad y de la que es muy difícil librarse, salvo sustituyéndola por otra. Segundo, porque de darse sería muy ingenuo suponer que esta intervención sería desinteresada y se haría por mero amor a la democracia. Tercero, porque aun dándose los dos supuestos anteriores, el nuevo Gobierno nacería con una gran carencia de legitimidad de origen y lo colocaría en una situación muy difícil a la hora de afrontar los cambios económicos necesarios para que la economía de Venezuela vuelva a funcionar aceptablemente. El nuevo Gobierno, que no dudo que llegará antes o después, tendrá que asumir reformas muy costosas a corto plazo y que serán rápidamente achacadas al imperialismo, lo que dificultará la correcta pedagogía de las razones que expliquen la nefasta situación económica actual y las necesarias y dolorosas medidas para afrontarla. Cuarto, porque al poner la lucha por la libertad en manos de otro país, es probable que este, ya sea por desinterés o por un cambio de cromos con otra potencia, acabe abandonando a quien antes apoyaba. No es extraño en la política internacional el cambio de alianzas, por disparatadas que estas puedan ser. Pero el golpe a los opositores que hayan fiado su combate a poderes externos es mucho más demoledor que en otras circunstancias. La mejor solución, por tanto, sería que los propios venezolanos busquen la solución a esta crisis, y que aprendan en el futuro a no escuchar cantos de sirena. También esta desgraciada situación podría servir para aprender que la razón última de los males que les machacan está en confiar en la bondad del Estado.