Por Enrique Fernández García
Quienes se definen por la no relación y consideran que el adversario es la sociedad en su conjunto a través de su aparato institucional no pueden ser actores centrales de la sociedad ni de su historia.
Alain Touraine
Al prologar la segunda edición de su libro El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer evidencia gran desconfianza con respecto al destino inmediato del volumen. Indicó entonces que, como todo lo bueno, su trabajo tardaría en ser reconocido. El valor de sus páginas resultaba indiscutible; sin embargo, los hombres con capacidad para apreciar lo bueno y verdadero eran escasos, por lo cual no había esperanzas en cuanto al presente. Había que ilusionarse con lo venidero, pues, así sea a largo plazo, los aciertos serían valorados como corresponde. Mientras tanto, ser excluido de los círculos oficiales, apartado del lugar en donde se consagran las verdades con bendición institucional, incluso resistido sin la menor delicadeza ni motivación, podía entenderse como algo meritorio. La periferia de hoy podría ser el justo centro del mañana.
El problema es que ninguna marginación garantiza la calidad superior de quien está padeciéndola. Efectivamente, un filósofo, narrador o poeta puede quedar al margen de los grupos en que se marcarían las líneas a seguir. Se lo privaría de que su voz fuese tomada allí en cuenta. Si reivindicáramos el principio de igualdad, esto parecería injusto. Con todo, quizá la situación sea producto de sus insuficiencias. Porque, a veces, los obstáculos para conquistar la cumbre se originan en nuestras fallas. De modo que, al analizar cada caso, debería considerarse tal posibilidad para no incurrir en acusaciones infundadas. Es cierto que pueden cometerse injusticias, despreciando a un sujeto, impidiéndole tomar parte de razonamientos y deliberaciones fundamentales. Es más, esto ha ocurrido con indignante frecuencia. Pero es también posible que seamos los únicos responsables de aquello.
Como se sabe, no hay únicamente marginados en el campo intelectual. De hecho, para mucha gente, su caso sería poco significativo. Al final, las quejas de un escritor bohemio, irritado por el maltrato que le infligen editores, libreros y lectores, no equivale a una calamidad. Por el contrario, desde una perspectiva mayoritaria, el criterio cambia cuando se muestran otros ejemplos. Pasa que, si pensamos en pobres, delincuentes, enajenados o drogadictos, entre otros, el panorama varía. En esta realidad, la marginación se nos presenta como un mal que justifica nuestro repudio. Un buen número de individuos sentirá conmiseración, exigiendo soluciones prontas a quienes, según su enfoque, deberían responder por esas iniquidades. Se llega a creer que son víctimas de un orden concebido para perennizar su opresión. Huelga decir que, a menudo, una sindicación como ésta tiene mucho de imaginaria.
Lo peor no es que nos equivoquemos en las causas de tal marginalidad. Sucede que, aun cuando erremos, buscaríamos cambiar esa condición. El mayor peligro es que se glorifique la situación del marginado por el simple hecho de serlo. De manera que un presunto paria del sistema, indigente o aun presidiario, verbigracia, no merecería ninguna reprobación. Ellos serían una suerte de verdadera reserva moral, los que podrían salvarnos del daño causado por las excluyentes reglas del presente. La objeción es que esta lógica puede ser falsa. Ocurre que esa gente no sufre siempre por efecto de un régimen ilegítimo, insensible ante sus inquietudes y pesares; en ocasiones, se debe a debilidades, hasta ineptitudes propias. Por lo tanto, correríamos el riesgo de reconocer como virtuosa una conducta que, tal vez, profundizando en la cuestión tratada, sea tan solo un vicio.
El autor es escritor, filósofo y abogado.