Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
E pasado varias semanas en París, en distintos momentos, en el último año y medio, ciudad que conozco bien y donde no me siento un turista. Y, sin embargo, cada vez que estoy allí un extraño magnetismo que no es estético, religioso o histórico me lleva periódicamente a visitar Notre Dame y pasar un rato concentrado en mis cavilaciones tanto en su interior como sus exteriores.
Por eso, supongo, el incendio me afectó mucho. Viendo imágenes de la aguja abrasada, el denso humo y sus gases tóxicos cubriéndolo todo, las llamas lamiendo las gárgolas, los rosetones, las vidrieras, los arbotantes y contrafuertes, y temiendo que se derrumbara como las Torres Gemelas, pensé en la precariedad de nuestra civilización.
Notre Dame no es sólo historia, cultura, estética. Es esa mezcla de barbarie y de avances lentos y contradictorios que al cabo de muchos siglos han ido modelando nuestra civilización. Recordemos que Notre Dame nace, en el momento en que París surge como capital, bajo el signo del poder absoluto de la Monarquía y la Iglesia; como tantas maravillas de París, su edificación, sus restauraciones y parte de su contenido fueron hijos del autoritarismo, el colectivismo y la estratificación social.
Del mismo modo que parte del Louvre fue originalmente obra de conquistas y saqueos. Pero a medida que los avances –repito, lentos, contradictorios, pero avances– hacia la libertad fueron teniendo lugar, Notre Dame y otras catedrales culturales de la civilización occidental fueron adquiriendo un simbolismo apartado de sus orígenes despóticos para pasar a ser parte de un legado que el tiempo ha ido purificando y ennobleciendo. Por eso ellas son ahora algo que los ciudadanos libres admiramos como parte de una civilización que, con más luces que sombras, nos ha llevado a las alturas de la elevada y ambiciosa aguja que las llamas destruyeron en Notre Dame.
Y, sin embargo, qué precario, qué combustible, es todo. El incendio de Notre Dame es una alegoría de la barbarie de los «chalecos amarillos» que, tras un inicio engañosamente noble, traen cada semana violencia, odio al otro, una cerril negación de la convivencia y la propiedad privada. Alegoría, también, de las fuerzas nacionalpopulistas que hoy chamuscan la democracia bajo Estado de Derecho en media Europa y que, en lugar de pretender expandir y profundizar lo que hay de liberal en la integración del Viejo Mundo, buscan fragmentarlo y resucitar antiguos enconos. Alegoría, además, de lo que sucedió hace apenas una década, cuando unas políticas monetarias nefastas, unos incentivos gubernamentales para que se endeudaran irresponsablemente quienes no debían endeudarse y unos ingenieros financieros que encontraron maneras de hacer atractivos instrumentos financieros que eran basura provocaron la peor crisis occidental desde los años 30 del siglo pasado, disparando con ello movimientos iliberales nostálgicos de la tribu bárbara. Alegoría, asimismo, de la fascinación que ejercen hoy esos déspotas –en Rusia, China, Turquía– que oponen a la democracia liberal un modelo vertical e imperialista que cuenta con una insólita y frívola cantidad de admiradores en los países desarrollados. Alegoría, por último, de las llamas del fanatismo que pretenden bajo el pretexto de la religión restaurar el medioevo, o las del populismo latinoamericano que han convertido al país más rico de la región en cenizas.
La democracia liberal, la soberanía del individuo, el sistema global de intercambios voluntarios que llamamos mercado, la igualdad ante la ley y la cultura en tanto que libre discurrir del espíritu humano tardaron, como Notre Dame, un milenio en convertirse en lo que son hoy. Como ella, podrían arder cualquier día de estos por descuido de quienes creemos que son el paisaje natural de las cosas.