Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Como el Partido Popular temía que la hemorragia de votantes hacia el partido nacionalista de ultraderecha Vox le quitara muchos votos, se derechizó lo más que pudo. El resultado ha sido, en las elecciones del 28 de abril, que perdió por su izquierda a casi todo el centro derecha que lo apoyaba. Y ha tenido el peor resultado de toda su historia, perdiendo más de tres millones seiscientos mil votos.
Nadie sabe para quién trabaja. Vox, convertido por la izquierda en el Lobo Feroz de esta campaña electoral, con sus ataques a la “derechita cobarde” contribuyó de manera importante a la debacle del Partido Popular. Entró al Parlamento con 24 diputados, pero estará allí, probablemente, sólo para que socialistas, independentistas y comunistas utilicen sus desplantes e imprecaciones de subido vozarrón nacionalista como las alarmas de un “fascismo” en perspectiva. Esta política justificará sin duda algunas acertadas medidas, pero también otras malas y muchas pésimas. La verdad es que la sociedad española es ya lo bastante democrática como para prohijar en su seno un movimiento verdaderamente fascista. Conformado por familias conservadoras aturdidas con la modernización de la sociedad española y grupos nostálgicos del franquismo, es probable que Vox haya alcanzado su tope máximo de aceptación en estas elecciones: el 10% de los votos. Pero los estragos que ha causado han sido, eso sí, cuantiosos. Entre ellos, haber prestado un servicio involuntario, pero de gran calado, al independentismo catalán, como veremos más adelante.
El partido de Albert Rivera, Ciudadanos, por el que yo voté, es el otro gran triunfador de estas elecciones. Desesperados ante la contundente victoria del PSOE y su posible alianza con Podemos, muchos empresarios, dirigentes sociales y familias de alta y media clase social piensan que una alianza de socialistas y Ciudadanos libraría a España de un Frente Popular en el que ambos tendrían que incluir además a partidos independentistas vascos o catalanes. Lo que quisieran es una ilusión imposible.
¿Qué ganarían Ciudadanos y Rivera con semejante alianza? Nada, salvo un desprestigio considerable luego de haber enfatizado su líder, a lo largo de toda la campaña electoral, que descartaba categóricamente un pacto de gobierno con el PSOE. Es verdad que los políticos cambian de opinión con frecuencia, pero no cuando se tiene un plan de acción perfectamente trazado y al que los resultados electorales muestran muy bien encaminado en esa dirección. Albert Rivera quiere liderar la oposición al Gobierno socialista y, luego, ser Gobierno él mismo. Por eso ha atacado con tanta dureza al Partido Popular en esta campaña, persiguiendo un sorpasso que ha estado a punto de conseguir. Esta política le ha traído un considerable poderío electoral y, conociéndolo y habiendo seguido toda su carrera política, no creo que a cambio de algunos ministerios Albert Rivera vaya hacerse el harakiri.
En vez de soñar con imposibles, lo mejor es aceptar la realidad pura y dura. Lo que significa que es casi seguro que el Gobierno que conducirá España los próximos cuatro años tendrá como base un acuerdo entre socialistas y podemitas, que, como juntos no alcanzan la mayoría parlamentaria para gobernar, incluirá probablemente a un tercer aliado, es decir, a independentistas vascos o catalanes.
El triunfo del PSOE, impecable desde el punto de vista democrático, implica un matiz muy importante. El socialismo actual no es la socialdemocracia de Felipe González. Está mucho más cerca del socialismo radical de Rodríguez Zapatero, lo que permite prever importantes subidas de impuestos debido a reformas sociales audaces, pero infinanciables y, tal vez, una crisis económica y financiera a medio plazo. Aunque, en las formas, Pablo Iglesias se haya moderado mucho en esta campaña electoral hasta el extremo de dar clases de buena educación y templanza a sus adversarios, no ha renunciado a la revolución social, y su alianza con el PSOE incluirá, es casi seguro, aumentos de salarios y exigencias a los empresarios y a las grandes fortunas de costearlos, lo que, a la corta o a la larga, retraerá o paralizará las inversiones. Por fortuna, España está dentro de Europa y la Unión Europea puede atenuar, pero no eliminar (recuérdese Grecia), los despilfarros socialistas.
Es seguro que la política exterior de España cambiará con el nuevo régimen, en el peor de los sentidos. Por ejemplo, en el apoyo que ha venido prestando a la democratización de la dictadura venezolana o en las presiones internacionales para que el régimen del comandante Ortega y su mujer en Nicaragua cese las persecuciones y matanzas, suelte a los centenares de presos políticos y admita elecciones libres, con observadores internacionales que vigilen la pureza de los comicios. Hay un antecedente más que alarmante sobre este tema: la conducta de Rodríguez Zapatero en las conversaciones de paz en la República Dominicana y sus consejos a la oposición para que aceptara participar en unos comicios que estaban fraguados de antemano para favorecer a Maduro.
Pero es sobre todo en el tema del independentismo catalán donde puede sobrevenir un drástico reajuste. Antes de las elecciones hubo unos diálogos entre el presidente Sánchez y el presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, en los que, al parecer, hubo concesiones al independentismo —como aceptar un “relator internacional” en las negociaciones— y se habría llegado a hablar en ellas incluso del referéndum, la exigencia básica de los independentistas. El “derecho a votar” existe en la Constitución española, desde luego, pero es el de todos los españoles si se trata de la secesión de un territorio de la patria común y de ningún modo el derecho excluyente de los habitantes del territorio susceptible de emanciparse. Sin embargo, el dirigente Miquel Iceta, del Partido Socialista Catalán, el PSC, asociado al PSOE, ya se declaró de antemano favorable a ese “referéndum pactado” (el adjetivo está allí sólo para tranquilizar a los pobres de espíritu) y Pablo Iglesias se ha cansado de repetir que el “problema catalán” se resolverá sólo a través de diálogos en esa “nación de naciones” que es España. Es obvio que si el Gobierno español reconoce a los catalanes el derecho a decidir, ¿con qué argumentos se lo negaría luego a los vascos, gallegos, valencianos, etcétera?
Nada de esto ocurrirá obligatoriamente, pero podría ocurrir y, si así fuera, sobrevendría, me temo, a largo plazo, la desintegración de España. Para que no suceda es indispensable una vigilancia constante de ese mismo electorado que ha concedido al PSOE su formidable victoria. La disolución de la vieja España no traería beneficios —y sí perjuicios inmensos— a todos los españoles sin excepción, empezando por aquellos empecinados en obtener una independencia que, dados los tiempos que corren y las obligaciones que tiene España contraídas con la Unión Europea, sería una mera apariencia recargada de monumentales problemas. Es decir, más pobreza, carestía, deudas y paro a quienes sueñan con la soberanía como una panacea milagrosa.
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