Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Puede verse la también la Parte I de este trabajo
Sincronizado con la inauguración de la tercera Bienal y el Premio de Novela que lleva mi nombre en Guadalajara (México), el 27 de mayo de 2019 circuló por España y América Latina un manifiesto firmado por más de un centenar de escritores acusándonos de “machistas” por el escaso número de escritoras invitadas a participar en el certamen.
El texto falseaba algunos números. Decía que en los “paneles” participarían trece hombres y sólo tres mujeres. En realidad, fueron siete las participantes, y su desempeño, excelente, a juzgar por los aplausos que merecieron de los novecientos estudiantes de casi todo México invitados a asistir a la Bienal por la Feria del Libro de Guadalajara (a quien aprovecho para agradecer lo bien que organizó el evento). El manifiesto, por otra parte, silenciaba el hecho de que ocho escritoras, que habían sido invitadas, se excusaron por diversas razones; su presencia hubiera contribuido sin duda a hacer más proporcionada la presencia femenina en la Bienal. Y es más bien extraordinario que tres de las invitadas que no pudieron asistir aparecieran firmando el manifiesto que nos acusaba de “discriminar” e “invisibilizar” (sic) a las mujeres.
Me gustaría discutir el espíritu que informa aquel documento y que, creo, en vez de apoyar la muy justificada defensa de la mujer contra las limitaciones de que es víctima y contra la violencia de género —causas que merecen toda mi solidaridad—, perjudica esta batalla indispensable de nuestro tiempo introduciendo en ella un fanatismo sectario y truculento que resulta contraproducente con los fines que se quiere alcanzar.
No se trata de una guerra entre hombres y mujeres en la que éstas luchan por su supervivencia; se trata de corregir una injusticia secular y de poner fin a las postergaciones y atropellos de que ha sido y sigue siendo víctima la mitad de la humanidad por culpa de la religión, los prejuicios y las malas costumbres ancestrales. Esa no es una batalla de las mujeres contra los hombres, sino de todos los hombres y las mujeres conscientes y responsables, contra las minorías (a veces, mayorías) que se oponen a ello. El fin es establecer de veras una igualdad que no sólo reconozca la ley (como ocurre en el mundo occidental), sino que se refleje en la vida cotidiana y en el empleo, donde todavía existe una discriminación flagrante y rara vez se respeta el principio de a igual trabajo igual salario entre hombres y mujeres.
Probablemente sea en el campo intelectual donde haya una mayor movilización a favor de este combate contra la desigualdad: y no hay duda que la literatura ha contribuido de manera decisiva a denunciar aquella injusticia y a animar las acciones para combatirla. Es por eso que un manifiesto como el que comento resulta írrito, descaminado y absurdo con su propuesta de igualdad paritaria y aritmética a fin de restaurar en el campo de las letras los derechos de la mujer. De creerles, bastaría que hubiera una idéntica representación numérica de hombres y mujeres en todas las conferencias literarias para que se hubiera alcanzado la igualdad.
Vaya tontería. El único criterio aceptable en este campo es el de la calidad, no la cantidad. Nada sería tan ofensivo y discriminatorio para las mujeres que ser invitadas a las conferencias como bultos o números, a fin de llenar un cupo aritmético, que fingiría respetar la equidad y más bien la volvería una caricatura, es decir, la haría trizas.
En un interesante comentario relativo al manifiesto en cuestión, Alberto Olmos (en El Confidencial) refuta la supuesta discriminación femenina en el campo editorial revelando que buena parte de las directoras literarias de las mejores editoriales españolas no son hombres, sino mujeres. Y, en lo que puedo juzgar por lo que a mí concierne, la directora de mi editorial, Alfaguara, Pilar Reyes, lo hace de manera inmejorable. Difícilmente me convencería alguien de que ella, en su oficio, discrimina a las escritoras. Y probablemente se pueda decir lo mismo de todas sus colegas. Por lo demás, basta consultar las listas de libros más vendidos para saber que las féminas acostumbran vender muchos más libros que sus colegas varones.
No es ese el camino si se trata de luchar contra la discriminación de la mujer y la violencia de género. Todos los días sabemos de asesinatos de mujeres por sus parejas, de violaciones colectivas a adolescentes por manadas de brutos idiotizados por el alcohol o las drogas, que el desempleo y los bajos salarios las perjudican a ellas más que a los hombres, y mil manifestaciones más de una injusticia radical que clama por ser corregida. Nada de eso cambiará estableciendo cuotas paritarias en los certámenes literarios o artísticos y sí, en cambio, los desnaturalizaría, destruyendo lo más importante (lo único importante) que les da sentido y razón de ser: la competencia intelectual y estética.
En su último artículo en The New York Times, Martín Caparrós se pregunta, a propósito de este tema, si las víctimas de ayer no se estarán convirtiendo en las victimarias de hoy día. Y cuenta el caso reciente de un escritor que, en una reunión literaria en Costa Rica, debió huir del lugar, sin dar la conferencia que estaba programada, porque un comando femenino lo amenazó con un escrache. Lo acusaban de “violencia conyugal”, sin darle la oportunidad de explicarse o defenderse. El texto de Martín Caparrós termina de una manera que vale la pena recordar: “Es una alegría y un alivio para —casi— todos, y puede servir para cambiar muchas cosas que necesitan ser cambiadas; entre ellas, para dejar atrás la lógica de la banda. Buscar el post Me Too, para que las decisiones que deben ser pensadas y consensuadas por muchos no sean el privilegio de unos pocos; para definir faltas y delitos y decidir los castigos que merecen; para permitir a sus víctimas concretas y potenciales una generosidad que la situación anterior no permitía. Para recuperar la ley de la razón, la razón de la ley, la tolerancia. Para no cobrarse ojo con ojo, mordisco con mordisco: para cambiar en serio ciertas cosas”.
El feminismo corre el peligro de pervertirse si opta por una línea fanática e intransigente de la que hay, por desgracia, muchas manifestaciones recientes, como la de querer revisar la tradición cultural y literaria, corrigiéndola de manera que se adapte al nuevo canon, es decir, censurándola. Y reemplazando el afán de justicia con el resentimiento y la frustración.
En lo que a mí se refiere, puedo asegurar que mientras la Bienal y el Premio de Novela que llevan mi nombre existan, no habrá cupos aritméticos de hombres y mujeres y que el único criterio con que se seguirá invitando a los participantes será el de la excelencia literaria.
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