Por Álvaro Vargas Llosa
ABC, Madrid
Han tenido que pasar veinte años de régimen chavista para que Naciones Unidas emita un informe haciendo oficial aquello que sabemos desde hace mucho tiempo. Que lo emita Michelle Bachelet, alta comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, tiene un especial significado. Es una socialista cuyo padre fue torturado por la dictadura de Pinochet y murió en prisión; además, se había resistido durante años, como presidenta de Chile y fuera del poder, a llamar a las cosas por su nombre en lo que respecta a la tiranía venezolana.
Para el sector amplio de la izquierda que, víctima de la hemiplejia moral de la que hablaba Jean-François Revel, ha condonado en el chavismo lo que vituperaba en otro tipo de Estados policiales, resulta devastadora la denuncia del informe acerca de las condiciones sociales y económicas que ha infligido esa mafia criminal a millones de venezolanos. Porque era la justicia social, precisamente, lo que, a ojos de los enamorados del fascismo chavista, justificaba el Estado policial (y lo justificaban negándolo).
El informe es contundente con respecto a la represión indiscriminada que ejercen las varias instituciones que atropellan los derechos humanos (GNB, PNB, FAES, CICPC, SEBIN, DGCIM) y afirma que «muchos» de los
«miles» de venezolanos asesinados desde 2018 han sido víctimas de «ejecuciones extrajudiciales». También, que en la «mayoría» de los casos los más de quince mil detenidos desde 2014 han sido sometidos a «torturas» de distinto tipo. Estamos hablando, pues, de un escenario comparable, en ciertos casos peor, que el de las dictaduras militares de los años 70.
Para la izquierda ideologizada o moralmente hemipléjica todo esto tiene justificación si es en nombre de la justicia social. Y aquí es donde el informe hace mucho daño a esa tribu. Habla de un salario mínimo que cubre apenas el 4,7 por ciento de la cesta alimenticia básica; del «colapso de los servicios públicos»; de la desaparición del 60 por ciento de las medicinas básicas; de la relación directa entre la falta de energía eléctrica y la muerte de cuatro de cada diez pacientes fallecidos en los hospitales en marzo de este año (¡en el país con las mayores reservas de petróleo del mundo!); de un Gobierno que «incumple sus obligaciones elementales» en el campo social y económico; del «desproporcionado» padecimiento que sufren, en este contexto, los grupos indígenas y, para colmo, de la incidencia mayor que las «graves violaciones a los derechos humanos económicos y sociales» tiene entre las mujeres.
Ante un panorama tan devastador como el que este dictamen presenta sobre las consecuencias socioeconómicas del chavismo, ¿qué conciencia de izquierda que no esté brutalmente insensibilizada ante el sufrimiento humano podría seguir teniendo la más mínima contemplación frente al Socialismo del Siglo XXI? Por eso he escrito y dicho con frecuencia que ante una dictadura que hable en nombre del socialismo, tendrían que ser los socialistas quienes estuvieran en primera fila denunciándola y haciéndole pagar un precio altísimo, del mismo modo que eran los defensores de la civilización cristiana los llamados a estar en la primera línea de combate contra los regímenes militares de la Operación Cóndor de los años 70 que decían estar salvando a esa civilización cada vez que torturaban o mataban.
Si uno revisara las hemerotecas, quedaría estupefacto ante lo que durante por lo menos década y media (y en no pocos casos dos décadas) han dicho y escrito políticos, intelectuales y activistas de izquierda sobre lo que pasaba en Venezuela. Todos ellos son los destinatarios indirectos del brulote que ha lanzado Bachelet, seguramente haciendo de tripas corazón.