Por Alfredo Bullard
El Comercio, Lima
Es una de las ideas más falsas pero a su vez más influyentes la de “la pobreza de los pobres se debe a la riqueza de los ricos”. Michel de Montaigne, un filósofo y ensayista del siglo XVI, enunció un principio según el cual “no se saca provecho para uno, sin perjuicio para otro”.
En principio, la idea parece lógica. ¿Quién no ha repetido alguna vez que la causa de la pobreza es el exceso de riqueza de unos pocos? ¿O ha afirmado que los ricos tienen un deber de corregir esa asignación de los recursos siendo más generosos?
Pero el llamado “dogma Montaigne” parte de una premisa absolutamente equivocada. Como acertadamente ha señalado Enrique Ghersi, la pobreza no tiene causa. Es el estado natural del hombre. No me malinterprete. Ello no significa que la pobreza sea deseable. Todo lo contrario. Pero en los inicios de la humanidad, en las cavernas, todos éramos absolutamente pobres. Y no es cierta la frase que todo niño trae un pan bajo el brazo. Es lo contrario. El niño viene con hambre y si sus padres no se encargan de saciarla, el niño morirá.
Lo que sí tiene causa (y la conocemos) es la riqueza. Ella proviene de la acumulación y uso del capital. Viene de las condiciones que generan la inversión productiva y la innovación (la protección de la propiedad, el reconocimiento del carácter obligatorio de los contratos, entre otras).
Así, la pobreza desaparece cuando aparece la riqueza, exactamente la idea contraria a la que propone Montaigne.
La falsedad del dogma causa muchísimo daño. Ha generado políticas tributarias que destruyen los incentivos para generar riqueza (y por tanto eliminar pobreza). Causa problemas regulatorios que perjudican a los consumidores en lugar de beneficiarlos. Justifica el populismo y, posiblemente, la mayoría de leyes que da el Congreso. Es el origen de todos los “perros del hortelano” económicos. Es una idea tan equivocada como destructiva.
El punto de partida del error de Montaigne es que el intercambio es un juego de suma cero; es decir, que si alguien gana, es porque alguien pierde. Pero en realidad el intercambio libre y voluntario hace que ambas partes ganen.
Si usted quiere comprar una casa que valora en 100.000 (precio de reserva del comprador) de un propietario que la valora en 60.000 (precio de reserva del vendedor), pueden pactar un precio de 90.000. El propietario habrá ganado 30.000 (recibió 90.000 por una casa que valora en 60.000) y el comprador 10.000 (pagó 90.000 por algo que valora en 100.000). Uno ganó más que el otro, pero los dos ganaron. Nadie se apropió de nada del otro. Y sin quererlo han mejorado la situación de la sociedad en su conjunto, pues la casa pasó de un uso valorado en 60.000 a un uso valorado en 100.000. Nadie se hizo rico a costa del otro. Ambos se enriquecieron al mismo tiempo.
Si una empresa contrata a un trabajador, este no se vuelve más pobre al día siguiente de su contratación. Es todo lo contrario. Pasa de ser desempleado (ganaba 0) a ganar un sueldo (por ejemplo 1.000). No hay forma de sustentar que su situación es peor que antes ni que la empresa que lo contrató le robó algo, ni se hizo más rica quitándole algo que le pertenecía. Lo cierto es que tanto la empresa como el trabajador mejoraron con la contratación. Podríamos desear que el trabajador ganara más o menos. Pero no se puede sostener que es pobre porque la empresa lo contrató.
En realidad, el intercambio es un juego de suma positiva. Usualmente (casi siempre) ambas partes ganan y nadie pierde. El no entender ello es el serio error de Montaigne que muchos repiten sin siquiera pensar lo que están diciendo.
Podemos dar muchas vueltas a los números, pero lo cierto es que ningún país ha eliminado la pobreza solo con políticas redistributivas. De hecho, esas políticas han tenido un efecto limitado, cuando no negativo. Siempre ha sido necesario el crecimiento económico. Y ese crecimiento, para ser sostenido, proviene centralmente del intercambio voluntario.
Montaigne es el padre de todas las demagogias económicas. Por eso, cuando vaya a repetir su dogma, piénselo un momento. Tiene la oportunidad de evitar un error.